9 may 2020

Santo Evangelio 9 de mayo 2020


Día litúrgico: Sábado IV de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 14,7-14): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto». Le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Le dice Jesús: «¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las palabras que os digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece en mí es el que realiza las obras.

»Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Al menos, creedlo por las obras. En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré».


«Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí»

P. Jacques PHILIPPE
(Cordes sur Ciel, Francia)

Hoy, estamos invitados a reconocer en Jesús al Padre que se nos revela. Felipe expresa una intuición muy justa: «Muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14,8). Ver al Padre es descubrir a Dios como origen, como vida que brota, como generosidad, como don que constantemente renueva cada cosa. ¿Qué más necesitamos? Procedemos de Dios, y cada hombre, aunque no sea consciente, lleva el profundo deseo de volver a Dios, de reencontrar la casa paterna y permanecer allí para siempre. Allí se encuentran todos los bienes que podamos desear: la vida, la luz, el amor, la paz… San Ignacio de Antioquía, que fue mártir al principio del siglo segundo, decía: «Hay en mí un agua viva que murmura y dice dentro de mí: ‘¡Ven al Padre!’».

Jesús nos hace entrever la tan profunda intimidad recíproca que existe entre Él y el Padre. «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,11). Lo que Jesús dice y hace encuentra su fuente en el Padre, y el Padre se expresa plenamente en Jesús. Todo lo que el Padre desea decirnos se encuentra en las palabras y los actos del Hijo. Todo lo que Él quiere cumplir a favor nuestro lo cumple por su Hijo. Creer en el Hijo nos permite tener «acceso al Padre» (Ef 2,18).

La fe humilde y fiel en Jesús, la elección de seguirle y obedecerle día tras día, nos pone en contacto misterioso pero real con el mismo misterio de Dios, y nos hace beneficiarios de todas las riquezas de su benevolencia y misericordia. Esta fe permite al Padre llevar adelante, a través de nosotros, la obra de la gracia que empezó en su Hijo: «El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago» (Jn 14,12).

Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré

Palabra Para Hoy: Miércoles, Febrero 19 Pedid, y Recibiréis ...

Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré

Rev. D. Iñaki BALLBÉ 

Hoy, cuarto Sábado de Pascua, la Iglesia nos invita a considerar la importancia que tiene, para un cristiano, conocer cada vez más a Cristo. ¿Con qué herramientas contamos para hacerlo? Con diversas y, todas ellas, fundamentales: la lectura atenta y meditada del Evangelio; nuestra respuesta personal en la oración, esforzándonos para que sea un verdadero diálogo de amor, no un mero monólogo introspectivo, y el afán renovado diariamente por descubrir a Cristo en nuestro prójimo más inmediato: un familiar, un amigo, un vecino que quizá necesita de nuestra atención, de nuestro consejo, de nuestra amistad.

«Señor, muéstranos al Padre», pide Felipe (Jn 14,8). Una buena petición para que la repitamos durante todo este sábado. —Señor, muéstrame tu rostro. Y podemos preguntarnos: ¿cómo es mi comportamiento? Los otros, ¿pueden ver en mí el reflejo de Cristo? ¿En qué cosa pequeña podría luchar hoy? A los cristianos nos es necesario descubrir lo que hay de divino en nuestra tarea diaria, la huella de Dios en lo que nos rodea. En el trabajo, en nuestra vida de relación con los otros. Y también si estamos enfermos: la falta de salud es un buen momento para identificarnos con Cristo que sufre. Como dijo santa Teresa de Jesús, «si no nos determinamos a tragar de una vez la muerte y la falta de salud, nunca haremos nada».

El Señor en el Evangelio nos asegura: «Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré» (Jn 14,13). —Dios es mi Padre, que vela por mí como un Padre amoroso: no quiere para mí nada malo. Todo lo que pasa —todo lo que me pasa— es en bien de mi santificación. Aunque, con los ojos humanos, no lo entendamos. Aunque no lo entendamos nunca. Aquello —lo que sea— Dios lo permite. Fiémonos de Él de la misma manera que se fió María.

8 may 2020

Santo Evangelio 8 de mayo 2020



Día litúrgico: Viernes IV de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 14,1-6): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino». Le dice Tomás: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí».

«Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí»

Rev. D. Josep Mª MANRESA Lamarca
(Valldoreix, Barcelona, España)

Hoy, en este Viernes IV de Pascua, Jesús nos invita a la calma. La serenidad y la alegría fluyen como un río de paz de su Corazón resucitado hasta el nuestro, agitado e inquieto, zarandeado tantas veces por un activismo tan enfebrecido como estéril.

Son los nuestros los tiempos de la agitación, el nerviosismo y el estrés. Tiempos en que el Padre de la mentira ha inficionado las inteligencias de los hombres haciéndoles llamar al bien mal y al mal bien, dando luz por oscuridad y oscuridad por luz, sembrando en sus almas la duda y el escepticismo que agostan en ellas todo brote de esperanza en un horizonte de plenitud que el mundo con sus halagos no sabe ni puede dar.

Los frutos de tan diabólica empresa o actividad son evidentes: enseñoreado el “sinsentido” y la pérdida de la trascendencia de tantos hombres y mujeres, no sólo han olvidado, sino que han extraviado el camino, porque antes olvidaron el Camino. Guerras, violencias de todo género, cerrazón y egoísmo ante la vida (anticoncepción, aborto, eutanasia...), familias rotas, juventud “desnortada”, y un largo etcétera, constituyen la gran mentira sobre la que se asienta buena parte del triste andamiaje de la sociedad del tan cacareado “progreso”.

En medio de todo, Jesús, el Príncipe de la Paz, repite a los hombres de buena voluntad con su infinita mansedumbre: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). A la derecha del Padre, Él acaricia como un sueño ilusionado de su misericordia el momento de tenernos junto a Él, «para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). No podemos excusarnos como Tomás. Nosotros sí sabemos el camino. Nosotros, por pura gracia, sí conocemos el sendero que conduce al Padre, en cuya casa hay muchas estancias. En el cielo nos espera un lugar, que quedará para siempre vacío si nosotros no lo ocupamos. Acerquémonos, pues, sin temor, con ilimitada confianza a Aquél que es el único Camino, la irrenunciable Verdad y la Vida en plenitud.

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí



Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí

Rev. D. Josep Mª MANRESA Lamarca


Hoy, en este Viernes IV de Pascua, Jesús nos invita a la calma. La serenidad y la alegría fluyen como un río de paz de su Corazón resucitado hasta el nuestro, agitado e inquieto, zarandeado tantas veces por un activismo tan enfebrecido como estéril.

Son los nuestros los tiempos de la agitación, el nerviosismo y el estrés. Tiempos en que el Padre de la mentira ha inficionado las inteligencias de los hombres haciéndoles llamar al bien mal y al mal bien, dando luz por oscuridad y oscuridad por luz, sembrando en sus almas la duda y el escepticismo que agostan en ellas todo brote de esperanza en un horizonte de plenitud que el mundo con sus halagos no sabe ni puede dar.

Los frutos de tan diabólica empresa o actividad son evidentes: enseñoreado el “sinsentido” y la pérdida de la trascendencia de tantos hombres y mujeres, no sólo han olvidado, sino que han extraviado el camino, porque antes olvidaron el Camino. Guerras, violencias de todo género, cerrazón y egoísmo ante la vida (anticoncepción, aborto, eutanasia...), familias rotas, juventud “desnortada”, y un largo etcétera, constituyen la gran mentira sobre la que se asienta buena parte del triste andamiaje de la sociedad del tan cacareado “progreso”.

En medio de todo, Jesús, el Príncipe de la Paz, repite a los hombres de buena voluntad con su infinita mansedumbre: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). A la derecha del Padre, Él acaricia como un sueño ilusionado de su misericordia el momento de tenernos junto a Él, «para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). No podemos excusarnos como Tomás. Nosotros sí sabemos el camino. Nosotros, por pura gracia, sí conocemos el sendero que conduce al Padre, en cuya casa hay muchas estancias. En el cielo nos espera un lugar, que quedará para siempre vacío si nosotros no lo ocupamos. Acerquémonos, pues, sin temor, con ilimitada confianza a Aquél que es el único Camino, la irrenunciable Verdad y la Vida en plenitud.

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mi

#Experiencia #Compartir #Historia #LaPalabraDeDios #LaObraDeDios #LosÚltimosDías #ElAguaDeVida #ConocerADios #LaSegundaVenidaDeJesús #Salvador #Creer

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí
Rev. D. Josep Mª MANRESA Lamarca


Hoy, en este Viernes IV de Pascua, Jesús nos invita a la calma. La serenidad y la alegría fluyen como un río de paz de su Corazón resucitado hasta el nuestro, agitado e inquieto, zarandeado tantas veces por un activismo tan enfebrecido como estéril.

Son los nuestros los tiempos de la agitación, el nerviosismo y el estrés. Tiempos en que el Padre de la mentira ha inficionado las inteligencias de los hombres haciéndoles llamar al bien mal y al mal bien, dando luz por oscuridad y oscuridad por luz, sembrando en sus almas la duda y el escepticismo que agostan en ellas todo brote de esperanza en un horizonte de plenitud que el mundo con sus halagos no sabe ni puede dar.

Los frutos de tan diabólica empresa o actividad son evidentes: enseñoreado el “sinsentido” y la pérdida de la trascendencia de tantos hombres y mujeres, no sólo han olvidado, sino que han extraviado el camino, porque antes olvidaron el Camino. Guerras, violencias de todo género, cerrazón y egoísmo ante la vida (anticoncepción, aborto, eutanasia...), familias rotas, juventud “desnortada”, y un largo etcétera, constituyen la gran mentira sobre la que se asienta buena parte del triste andamiaje de la sociedad del tan cacareado “progreso”.

En medio de todo, Jesús, el Príncipe de la Paz, repite a los hombres de buena voluntad con su infinita mansedumbre: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). A la derecha del Padre, Él acaricia como un sueño ilusionado de su misericordia el momento de tenernos junto a Él, «para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,3). No podemos excusarnos como Tomás. Nosotros sí sabemos el camino. Nosotros, por pura gracia, sí conocemos el sendero que conduce al Padre, en cuya casa hay muchas estancias. En el cielo nos espera un lugar, que quedará para siempre vacío si nosotros no lo ocupamos. Acerquémonos, pues, sin temor, con ilimitada confianza a Aquél que es el único Camino, la irrenunciable Verdad y la Vida en plenitud.

7 may 2020

Santo Evangelio 7 de mayo 2020


Día litúrgico: Jueves IV de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 13,16-20): Después de lavar los pies a sus discípulos, Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís. No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: el que come mi pan ha alzado contra mí su talón. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy. En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado».


«Después de lavar los pies a sus discípulos...»

Rev. D. David COMPTE i Verdaguer
(Manlleu, Barcelona, España)

Hoy, como en aquellos films que comienzan recordando un hecho pasado, la liturgia hace memoria de un gesto que pertenece al Jueves Santo: Jesús lava los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,12). Así, este gesto —leído desde la perspectiva de la Pascua— recobra una vigencia perenne. Fijémonos, tan sólo, en tres ideas.

En primer lugar, la centralidad de la persona. En nuestra sociedad parece que hacer es el termómetro del valor de una persona. Dentro de esta dinámica es fácil que las personas sean tratadas como instrumentos; fácilmente nos utilizamos los unos a los otros. Hoy, el Evangelio nos urge a transformar esta dinámica en una dinámica de servicio: el otro nunca es un puro instrumento. Se trataría de vivir una espiritualidad de comunión, donde el otro —en expresión de San Juan Pablo II— llega a ser “alguien que me pertenece” y un “don para mí”, a quien hay que “dar espacio”. Nuestra lengua lo ha captado felizmente con la expresión: “estar por los demás”. ¿Estamos por los demás? ¿Les escuchamos cuando nos hablan?

En la sociedad de la imagen y de la comunicación, esto no es un mensaje a transmitir, sino una tarea a cumplir, a vivir cada día: «Dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,17). Quizá por eso, el Maestro no se limita a una explicación: imprime el gesto de servicio en la memoria de aquellos discípulos, pasando inmediatamente a la memoria de la Iglesia; una memoria llamada constantemente a ser otra vez gesto: en la vida de tantas familias, de tantas personas.

Finalmente, un toque de alerta: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13,18). En la Eucaristía, Jesús resucitado se hace servidor nuestro, nos lava los pies. Pero no es suficiente con la presencia física. Hay que aprender en la Eucaristía y sacar fuerzas para hacer realidad que «habiendo recibido el don del amor, muramos al pecado y vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe).

Después de lavar los pies a sus discípulos.


Después de lavar los pies a sus discípulos...»

Rev. D. David COMPTE 

Hoy, como en aquellos films que comienzan recordando un hecho pasado, la liturgia hace memoria de un gesto que pertenece al Jueves Santo: Jesús lava los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,12). Así, este gesto —leído desde la perspectiva de la Pascua— recobra una vigencia perenne. Fijémonos, tan sólo, en tres ideas.

En primer lugar, la centralidad de la persona. En nuestra sociedad parece que hacer es el termómetro del valor de una persona. Dentro de esta dinámica es fácil que las personas sean tratadas como instrumentos; fácilmente nos utilizamos los unos a los otros. Hoy, el Evangelio nos urge a transformar esta dinámica en una dinámica de servicio: el otro nunca es un puro instrumento. Se trataría de vivir una espiritualidad de comunión, donde el otro —en expresión de San Juan Pablo II— llega a ser “alguien que me pertenece” y un “don para mí”, a quien hay que “dar espacio”. Nuestra lengua lo ha captado felizmente con la expresión: “estar por los demás”. ¿Estamos por los demás? ¿Les escuchamos cuando nos hablan?

En la sociedad de la imagen y de la comunicación, esto no es un mensaje a transmitir, sino una tarea a cumplir, a vivir cada día: «Dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,17). Quizá por eso, el Maestro no se limita a una explicación: imprime el gesto de servicio en la memoria de aquellos discípulos, pasando inmediatamente a la memoria de la Iglesia; una memoria llamada constantemente a ser otra vez gesto: en la vida de tantas familias, de tantas personas.

Finalmente, un toque de alerta: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13,18). En la Eucaristía, Jesús resucitado se hace servidor nuestro, nos lava los pies. Pero no es suficiente con la presencia física. Hay que aprender en la Eucaristía y sacar fuerzas para hacer realidad que «habiendo recibido el don del amor, muramos al pecado y vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe).

6 may 2020

Santo Evangelio 6 de mayo 2020


Día litúrgico: Miércoles IV de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 12,44-50): En aquel tiempo, Jesús gritó y dijo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí».


«El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado»

P. Julio César RAMOS González SDB
(Mendoza, Argentina)

Hoy, Jesús grita; grita como quien dice palabras que deben ser escuchadas claramente por todos. Su grito sintetiza su misión salvadora, pues ha venido para «salvar al mundo» (Jn 12,47), pero no por sí mismo sino en nombre del «Padre que me ha enviado y me ha mandado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49).

Todavía no hace un mes que celebrábamos el Triduo Pascual: ¡cuán presente estuvo el Padre en la hora extrema, la hora de la Cruz! Como ha escrito San Juan Pablo II, «Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: ‘Abbá, Padre’». En las siguientes horas, se hace patente el estrecho diálogo del Hijo con el Padre: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

La importancia de esta obra del Padre y de su enviado, se merece la respuesta personal de quien escucha. Esta respuesta es el creer, es decir, la fe (cf. Jn 12,44); fe que nos da —por el mismo Jesús— la luz para no seguir en tinieblas. Por el contrario, el que rechaza todos estos dones y manifestaciones, y no guarda esas palabras «ya tiene quien le juzgue: la Palabra» (Jn 12,48).

Aceptar a Jesús, entonces, es creer, ver, escuchar al Padre, significa no estar en tinieblas, obedecer el mandato de vida eterna. Bien nos viene la amonestación de san Juan de la Cruz: «[El Padre] todo nos lo habló junto y de una vez por esta sola Palabra (...). Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo sería una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, evitando querer otra alguna cosa o novedad».

El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado


El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado

P. Julio César RAMOS González SDB
(Mendoza, Argentina)

Hoy, Jesús grita; grita como quien dice palabras que deben ser escuchadas claramente por todos. Su grito sintetiza su misión salvadora, pues ha venido para «salvar al mundo» (Jn 12,47), pero no por sí mismo sino en nombre del «Padre que me ha enviado y me ha mandado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49).

Todavía no hace un mes que celebrábamos el Triduo Pascual: ¡cuán presente estuvo el Padre en la hora extrema, la hora de la Cruz! Como ha escrito San Juan Pablo II, «Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: ‘Abbá, Padre’». En las siguientes horas, se hace patente el estrecho diálogo del Hijo con el Padre: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

La importancia de esta obra del Padre y de su enviado, se merece la respuesta personal de quien escucha. Esta respuesta es el creer, es decir, la fe (cf. Jn 12,44); fe que nos da —por el mismo Jesús— la luz para no seguir en tinieblas. Por el contrario, el que rechaza todos estos dones y manifestaciones, y no guarda esas palabras «ya tiene quien le juzgue: la Palabra» (Jn 12,48).

Aceptar a Jesús, entonces, es creer, ver, escuchar al Padre, significa no estar en tinieblas, obedecer el mandato de vida eterna. Bien nos viene la amonestación de san Juan de la Cruz: «[El Padre] todo nos lo habló junto y de una vez por esta sola Palabra (...). Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo sería una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, evitando querer otra alguna cosa o novedad».

5 may 2020

Santo Evangelio 5 de mayo 2020



Día litúrgico: Martes IV de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 10,22-30): Se celebró por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Le rodearon los judíos, y le decían: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno».

«Yo y el Padre somos uno»

Rev. D. Miquel MASATS i Roca
(Girona, España)

Hoy vemos a Jesús que se «paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón» (Jn 10,23), durante la fiesta de la Dedicación en Jerusalén. Entonces, los judíos le piden: «Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente», y Jesús les contesta: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis» (Jn 10,24.25).

Sólo la fe capacita al hombre para reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios. San Juan Pablo II hablaba en el año 2000, en el encuentro con los jóvenes en Tor Vergata, del “laboratorio de la fe”. Para la pregunta «¿Quién dicen las gentes que soy yo?» (Lc 9,18) hay muchas respuestas... Pero, Jesús pasa después al plano personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Para contestar correctamente a esta pregunta es necesaria la “revelación del Padre”. Para responder como Pedro —«Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16)— hace falta la gracia de Dios.

Pero, aunque Dios quiere que todo el mundo crea y se salve, sólo los hombres humildes están capacitados para acoger este don. «Con los humildes está la sabiduría», se lee en el libro de los Proverbios (11,2). La verdadera sabiduría del hombre consiste en fiarse de Dios.

Santo Tomás de Aquino comenta este pasaje del Evangelio diciendo: «Puedo ver gracias a la luz del sol, pero si cierro los ojos, no veo; pero esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía».

Jesús les dice que si no creen, al menos crean por las obras que hace, que manifiestan el poder de Dios: «Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí» (Jn 10,25).

Jesús conoce a sus ovejas y sus ovejas escuchan su voz. La fe lleva al trato con Jesús en la oración. ¿Qué es la oración, sino el trato con Jesucristo, que sabemos que nos ama y nos lleva al Padre? El resultado y premio de esta intimidad con Jesús en esta vida, es la vida eterna, como hemos leído en el Evangelio.

Yo y el Padre somos uno


Yo y el Padre somos uno

Rev. D. Miquel MASATS i Roca


Hoy vemos a Jesús que se «paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón» (Jn 10,23), durante la fiesta de la Dedicación en Jerusalén. Entonces, los judíos le piden: «Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente», y Jesús les contesta: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis» (Jn 10,24.25).

Sólo la fe capacita al hombre para reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios. San Juan Pablo II hablaba en el año 2000, en el encuentro con los jóvenes en Tor Vergata, del “laboratorio de la fe”. Para la pregunta «¿Quién dicen las gentes que soy yo?» (Lc 9,18) hay muchas respuestas... Pero, Jesús pasa después al plano personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Para contestar correctamente a esta pregunta es necesaria la “revelación del Padre”. Para responder como Pedro —«Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16)— hace falta la gracia de Dios.

Pero, aunque Dios quiere que todo el mundo crea y se salve, sólo los hombres humildes están capacitados para acoger este don. «Con los humildes está la sabiduría», se lee en el libro de los Proverbios (11,2). La verdadera sabiduría del hombre consiste en fiarse de Dios.

Santo Tomás de Aquino comenta este pasaje del Evangelio diciendo: «Puedo ver gracias a la luz del sol, pero si cierro los ojos, no veo; pero esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía».

Jesús les dice que si no creen, al menos crean por las obras que hace, que manifiestan el poder de Dios: «Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí» (Jn 10,25).

Jesús conoce a sus ovejas y sus ovejas escuchan su voz. La fe lleva al trato con Jesús en la oración. ¿Qué es la oración, sino el trato con Jesucristo, que sabemos que nos ama y nos lleva al Padre? El resultado y premio de esta intimidad con Jesús en esta vida, es la vida eterna, como hemos leído en el Evangelio.

4 may 2020

Santo Evangelio 4 de mayo 2020



Día litúrgico: Lunes IV (A) de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 10,11-18): En aquel tiempo, Jesús habló así: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas.

También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre».

«Yo soy el buen pastor»

+ Rev. D. Josep VALL i Mundó
(Barcelona, España)

Hoy, nos dice Jesús: «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11). Comentando santo Tomás de Aquino esta afirmación, escribe que «es evidente que el título de “pastor” conviene a Cristo, ya que de la misma manera que un pastor conduce el rebaño al pasto, así también Cristo restaura a los fieles con un alimento espiritual: su propio cuerpo y su propia sangre». Todo comenzó con la Encarnación, y Jesús lo cumplió a lo largo de su vida, llevándolo a término con su muerte redentora y su resurrección. Después de resucitado, confió este pastoreo a Pedro, a los Apóstoles y a la Iglesia hasta el fin del tiempo.

A través de los pastores, Cristo da su Palabra, reparte su gracia en los sacramentos y conduce al rebaño hacia el Reino: Él mismo se entrega como alimento en el sacramento de la Eucaristía, imparte la Palabra de Dios y su Magisterio, y guía con solicitud a su Pueblo. Jesús ha procurado para su Iglesia pastores según su corazón, es decir, hombres que, impersonándolo por el sacramento del Orden, donen su vida por sus ovejas, con caridad pastoral, con humilde espíritu de servicio, con clemencia, paciencia y fortaleza. San Agustín hablaba frecuentemente de esta exigente responsabilidad del pastor: «Este honor de pastor me tiene preocupado (...), pero allá donde me aterra el hecho de que soy para vosotros, me consuela el hecho de que estoy entre vosotros (...). Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros».

Y cada uno de nosotros, cristianos, trabajamos apoyando a los pastores, rezamos por ellos, les amamos y les obedecemos. También somos pastores para los hermanos, enriqueciéndolos con la gracia y la doctrina que hemos recibido, compartiendo preocupaciones y alegrías, ayudando a todo el mundo con todo el corazón. Nos desvivimos por todos aquellos que nos rodean en el mundo familiar, social y profesional hasta dar la vida por todos con el mismo espíritu de Cristo, que vino al mundo «no a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28).

Yo soy el buen pastor


Homilías Rupnik: XVI Domingo del Tiempo Ordinario

Yo soy el buen pastor»

+ Rev. D. Josep VALL 

Hoy, nos dice Jesús: «Yo soy el buen pastor» (Jn 10,11). Comentando santo Tomás de Aquino esta afirmación, escribe que «es evidente que el título de “pastor” conviene a Cristo, ya que de la misma manera que un pastor conduce el rebaño al pasto, así también Cristo restaura a los fieles con un alimento espiritual: su propio cuerpo y su propia sangre». Todo comenzó con la Encarnación, y Jesús lo cumplió a lo largo de su vida, llevándolo a término con su muerte redentora y su resurrección. Después de resucitado, confió este pastoreo a Pedro, a los Apóstoles y a la Iglesia hasta el fin del tiempo.

A través de los pastores, Cristo da su Palabra, reparte su gracia en los sacramentos y conduce al rebaño hacia el Reino: Él mismo se entrega como alimento en el sacramento de la Eucaristía, imparte la Palabra de Dios y su Magisterio, y guía con solicitud a su Pueblo. Jesús ha procurado para su Iglesia pastores según su corazón, es decir, hombres que, impersonándolo por el sacramento del Orden, donen su vida por sus ovejas, con caridad pastoral, con humilde espíritu de servicio, con clemencia, paciencia y fortaleza. San Agustín hablaba frecuentemente de esta exigente responsabilidad del pastor: «Este honor de pastor me tiene preocupado (...), pero allá donde me aterra el hecho de que soy para vosotros, me consuela el hecho de que estoy entre vosotros (...). Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros».

Y cada uno de nosotros, cristianos, trabajamos apoyando a los pastores, rezamos por ellos, les amamos y les obedecemos. También somos pastores para los hermanos, enriqueciéndolos con la gracia y la doctrina que hemos recibido, compartiendo preocupaciones y alegrías, ayudando a todo el mundo con todo el corazón. Nos desvivimos por todos aquellos que nos rodean en el mundo familiar, social y profesional hasta dar la vida por todos con el mismo espíritu de Cristo, que vino al mundo «no a ser servido, sino a servir» (Mt 20,28).

3 may 2020

Santo Evangelio 3 de mayo 2020



Día litúrgico: Domingo IV (A) de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 10,1-10): En aquel tiempo, dijo Jesús: «En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños».

Jesús les dijo esta parábola, pero ellos no comprendieron lo que les hablaba. Entonces Jesús les dijo de nuevo: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia».


«Yo soy la puerta de las ovejas»

P. Pere SUÑER i Puig SJ
(Barcelona, España)

Hoy, en el Evangelio, Jesús usa dos imágenes referidas a sí mismo: Él es el pastor. Y Él es la puerta. Jesús es el buen pastor que conoce a las ovejas. «Las llama una por una» (Jn 10,3). Para Jesús, cada uno de nosotros no es número; tiene con cada uno un contacto personal. El Evangelio no es solamente una doctrina: es la adhesión personal de Jesús con nosotros.

Y no sólo nos conoce personalmente. También personalmente nos ama. “Conocer”, en el Evangelio de san Juan, no significa simplemente un acto del entendimiento, sino un acto de adhesión a la persona conocida. Jesús, pues, nos lleva en su Corazón a cada uno. Nosotros también lo hemos de conocer así. Conocer a Jesús no implica solamente un acto de fe, sino también de caridad, de amor. «Examinaos si conocéis —nos dice san Gregorio Magno, comentando este texto— si le conocéis no por el hecho de creer, sino por el amor». Y el amor se demuestra con las obras.

Jesús es también la puerta. La única puerta. «Si uno entra por mí, estará a salvo» (Jn 10,9). Y poco más allá recalca: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Hoy, un ecumenismo mal entendido hace que algunos se piensen que Jesús es uno de tantos salvadores: Jesús, Buda, Confucio…, Mahoma, ¡qué más da! ¡No! Quien se salve se salvará por Jesucristo, aunque en esta vida no lo sepa. Quien lucha por hacer el bien, lo sepa o no, va por Jesús. Nosotros, por el don de la fe, sí que lo sabemos. Agradezcámoslo. Esforcémonos por atravesar esta puerta, que, si bien es estrecha, Él nos la abre de par en par. Y demos testimonio de que toda nuestra esperanza está puesta en Él.

Yo soy la puerta de las ovejas



«Yo soy la puerta de las ovejas»

P. Pere SUÑER 


Hoy, en el Evangelio, Jesús usa dos imágenes referidas a sí mismo: Él es el pastor. Y Él es la puerta. Jesús es el buen pastor que conoce a las ovejas. «Las llama una por una» (Jn 10,3). Para Jesús, cada uno de nosotros no es número; tiene con cada uno un contacto personal. El Evangelio no es solamente una doctrina: es la adhesión personal de Jesús con nosotros.

Y no sólo nos conoce personalmente. También personalmente nos ama. “Conocer”, en el Evangelio de san Juan, no significa simplemente un acto del entendimiento, sino un acto de adhesión a la persona conocida. Jesús, pues, nos lleva en su Corazón a cada uno. Nosotros también lo hemos de conocer así. Conocer a Jesús no implica solamente un acto de fe, sino también de caridad, de amor. «Examinaos si conocéis —nos dice san Gregorio Magno, comentando este texto— si le conocéis no por el hecho de creer, sino por el amor». Y el amor se demuestra con las obras.

Jesús es también la puerta. La única puerta. «Si uno entra por mí, estará a salvo» (Jn 10,9). Y poco más allá recalca: «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). Hoy, un ecumenismo mal entendido hace que algunos se piensen que Jesús es uno de tantos salvadores: Jesús, Buda, Confucio…, Mahoma, ¡qué más da! ¡No! Quien se salve se salvará por Jesucristo, aunque en esta vida no lo sepa. Quien lucha por hacer el bien, lo sepa o no, va por Jesús. Nosotros, por el don de la fe, sí que lo sabemos. Agradezcámoslo. Esforcémonos por atravesar esta puerta, que, si bien es estrecha, Él nos la abre de par en par. Y demos testimonio de que toda nuestra esperanza está puesta en Él.