25 abr 2020

Santo Evangelio 25 de abril 2020



Día litúrgico: 25 de Abril: San Marcos, evangelista


Texto del Evangelio (Mc 16,15-20): En aquel tiempo, Jesús se apareció a los once y les dijo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien».

Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.


«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación»

Mons. Agustí CORTÉS i Soriano Obispo de Sant Feliu de Llobregat
(Barcelona, España)

Hoy habría mucho que hablar sobre la cuestión de por qué no resuena con fuerza y convicción la palabra del Evangelio, por qué guardamos los cristianos un silencio sospechoso acerca de lo que creemos, a pesar de la llamada a la “nueva evangelización”. Cada uno hará su propio análisis y apuntará su particular interpretación.

Pero en la fiesta de san Marcos, escuchando el Evangelio y mirando al evangelizador, no podemos sino proclamar con seguridad y agradecimiento dónde está la fuente y en qué consiste la fuerza de nuestra palabra.

El evangelizador no habla porque así se lo recomienda un estudio sociológico del momento, ni porque se lo dicte la “prudencia” política, ni porque “le nace decir lo que piensa”. Sin más, se le ha impuesto una presencia y un mandato, desde fuera, sin coacción, pero con la autoridad de quien es digno de todo crédito: «Ve al mundo entero y proclama el Evangelio a toda la creación» (cf. Mc 16,15). Es decir, que evangelizamos por obediencia, bien que gozosa y confiadamente.

Nuestra palabra, por otra parte, no se presenta como una más en el mercado de las ideas o de las opiniones, sino que tiene todo el peso de los mensajes fuertes y definitivos. De su aceptación o rechazo dependen la vida o la muerte; y su verdad, su capacidad de convicción, viene por la vía testimonial, es decir, aparece acreditada por signos de poder en favor de los necesitados. Por eso es, propiamente, una “proclamación”, una declaración pública, feliz, entusiasmada, de un hecho decisivo y salvador.

¿Por qué, pues, nuestro silencio? ¿Miedo, timidez? Decía san Justino que «aquellos ignorantes e incapaces de elocuencia, persuadieron por la virtud a todo el género humano». El signo o milagro de la virtud es nuestra elocuencia. Dejemos al menos que el Señor en medio de nosotros y con nosotros realice su obra: estaba «colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).

Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación


Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación

Mons. Agustí CORTÉS i Soriano Obispo 

Hoy habría mucho que hablar sobre la cuestión de por qué no resuena con fuerza y convicción la palabra del Evangelio, por qué guardamos los cristianos un silencio sospechoso acerca de lo que creemos, a pesar de la llamada a la “nueva evangelización”. Cada uno hará su propio análisis y apuntará su particular interpretación.

Pero en la fiesta de san Marcos, escuchando el Evangelio y mirando al evangelizador, no podemos sino proclamar con seguridad y agradecimiento dónde está la fuente y en qué consiste la fuerza de nuestra palabra.

El evangelizador no habla porque así se lo recomienda un estudio sociológico del momento, ni porque se lo dicte la “prudencia” política, ni porque “le nace decir lo que piensa”. Sin más, se le ha impuesto una presencia y un mandato, desde fuera, sin coacción, pero con la autoridad de quien es digno de todo crédito: «Ve al mundo entero y proclama el Evangelio a toda la creación» (cf. Mc 16,15). Es decir, que evangelizamos por obediencia, bien que gozosa y confiadamente.

Nuestra palabra, por otra parte, no se presenta como una más en el mercado de las ideas o de las opiniones, sino que tiene todo el peso de los mensajes fuertes y definitivos. De su aceptación o rechazo dependen la vida o la muerte; y su verdad, su capacidad de convicción, viene por la vía testimonial, es decir, aparece acreditada por signos de poder en favor de los necesitados. Por eso es, propiamente, una “proclamación”, una declaración pública, feliz, entusiasmada, de un hecho decisivo y salvador.

¿Por qué, pues, nuestro silencio? ¿Miedo, timidez? Decía san Justino que «aquellos ignorantes e incapaces de elocuencia, persuadieron por la virtud a todo el género humano». El signo o milagro de la virtud es nuestra elocuencia. Dejemos al menos que el Señor en medio de nosotros y con nosotros realice su obra: estaba «colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban» (Mc 16,20).

24 abr 2020

Santo Evangelio 24 de abril 2020



Día litúrgico: Viernes II de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 6,1-15): En aquel tiempo, se fue Jesús a la otra ribera del mar de Galilea, el de Tiberíades, y mucha gente le seguía porque veían las señales que realizaba en los enfermos. Subió Jesús al monte y se sentó allí en compañía de sus discípulos. Estaba próxima la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar Jesús los ojos y ver que venía hacia Él mucha gente, dice a Felipe: «¿Dónde vamos a comprar panes para que coman éstos?». Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer. Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno tome un poco». Le dice uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos peces; pero ¿qué es eso para tantos?».

Dijo Jesús: «Haced que se recueste la gente». Había en el lugar mucha hierba. Se recostaron, pues, los hombres en número de unos cinco mil. Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron. Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los trozos sobrantes para que nada se pierda». Los recogieron, pues, y llenaron doce canastos con los trozos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Éste es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo». Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte Él solo.


«Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer»

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

Hoy leemos el Evangelio de la multiplicación de los panes: «Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron» (Jn 6,11). El agobio de los Apóstoles ante tanta gente hambrienta nos hace pensar en una multitud actual, no hambrienta, sino peor aún: alejada de Dios, con una “anorexia espiritual”, que impide participar de la Pascua y conocer a Jesús. No sabemos cómo llegar a tanta gente... Aletea en la lectura de hoy un mensaje de esperanza: no importa la falta de medios, sino los recursos sobrenaturales; no seamos “realistas”, sino “confiados” en Dios. Así, cuando Jesús pregunta a Felipe dónde podían comprar pan para todos, en realidad «se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer» (Jn 6,5-6). El Señor espera que confiemos en Él.

Al contemplar esos “signos de los tiempos”, no queremos pasividad (pereza, languidez por falta de lucha...), sino esperanza: el Señor, para hacer el milagro, quiere la dedicación de los Apóstoles y la generosidad del joven que entrega unos panes y peces. Jesús aumenta nuestra fe, obediencia y audacia, aunque no veamos enseguida el fruto del trabajo, como el campesino no ve despuntar el tallo después de la siembra. «Fe, pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando, metiéndonos de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas» (San Josemaría), que aparecerán de modo insospechado.

No esperemos el momento ideal para poner lo que esté de nuestra parte: ¡cuanto antes!, pues Jesús nos espera para hacer el milagro. «Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo alto puede hacer esperar un futuro menos oscuro», escribió San Juan Pablo II. Acompañemos con el Rosario a la Virgen, pues su intercesión se ha hecho notar en tantos momentos delicados por los que ha surcado la historia de la Humanidad.

Reflexión Evangelio, multiplicación de los panes

Multiplicación de los panes y los peces - Wikipedia, la ...

«Se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer»

Rev. D. Antoni CAROL i Hostench


Hoy leemos el Evangelio de la multiplicación de los panes: «Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados y lo mismo los peces, todo lo que quisieron» (Jn 6,11). El agobio de los Apóstoles ante tanta gente hambrienta nos hace pensar en una multitud actual, no hambrienta, sino peor aún: alejada de Dios, con una “anorexia espiritual”, que impide participar de la Pascua y conocer a Jesús. No sabemos cómo llegar a tanta gente... Aletea en la lectura de hoy un mensaje de esperanza: no importa la falta de medios, sino los recursos sobrenaturales; no seamos “realistas”, sino “confiados” en Dios. Así, cuando Jesús pregunta a Felipe dónde podían comprar pan para todos, en realidad «se lo decía para probarle, porque Él sabía lo que iba a hacer» (Jn 6,5-6). El Señor espera que confiemos en Él.

Al contemplar esos “signos de los tiempos”, no queremos pasividad (pereza, languidez por falta de lucha...), sino esperanza: el Señor, para hacer el milagro, quiere la dedicación de los Apóstoles y la generosidad del joven que entrega unos panes y peces. Jesús aumenta nuestra fe, obediencia y audacia, aunque no veamos enseguida el fruto del trabajo, como el campesino no ve despuntar el tallo después de la siembra. «Fe, pues, sin permitir que nos domine el desaliento; sin pararnos en cálculos meramente humanos. Para superar los obstáculos, hay que empezar trabajando, metiéndonos de lleno en la tarea, de manera que el mismo esfuerzo nos lleve a abrir nuevas veredas» (San Josemaría), que aparecerán de modo insospechado.

No esperemos el momento ideal para poner lo que esté de nuestra parte: ¡cuanto antes!, pues Jesús nos espera para hacer el milagro. «Las dificultades que presenta el panorama mundial en este comienzo del nuevo milenio nos inducen a pensar que sólo una intervención de lo alto puede hacer esperar un futuro menos oscuro», escribió San Juan Pablo II. Acompañemos con el Rosario a la Virgen, pues su intercesión se ha hecho notar en tantos momentos delicados por los que ha surcado la historia de la Humanidad.

23 abr 2020

Santo Evangelio 23 de abril 2020


Día litúrgico: Jueves II de Pascua


23 de Abril: San Jorge, mártir

Texto del Evangelio (Jn 3,31-36): El que viene de arriba está por encima de todos: el que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, y su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz. Porque aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna; el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él.


«El que cree en el Hijo tiene vida eterna»

Rev. D. Melcior QUEROL i Solà
(Ribes de Freser, Girona, España)

Hoy, el Evangelio nos invita a dejar de ser “terrenales”, a dejar de ser hombres que sólo hablan de cosas mundanas, para hablar y movernos como «el que viene de arriba» (Jn 3,31), que es Jesús. En este texto vemos —una vez más— que en la radicalidad evangélica no hay término medio. Es necesario que en todo momento y circunstancia nos esforcemos por tener el pensamiento de Dios, ambicionemos tener los mismos sentimientos de Cristo y aspiremos a mirar a los hombres y las circunstancias con la misma mirada del Verbo hecho hombre. Si actuamos como “el que viene de arriba” descubriremos el montón de cosas positivas que pasan continuamente a nuestro alrededor, porque el amor de Dios es acción continua a favor del hombre. Si venimos de lo alto amaremos a todo el mundo sin excepción, siendo nuestra vida una tarjeta de invitación para hacer lo mismo.

«El que viene de arriba está por encima de todos» (Jn 3,31), por esto puede servir a cada hombre y a cada mujer justo en aquello que necesita; además «da testimonio de lo que ha visto y oído» (Jn 3,32). Y su servicio tiene el sello de la gratuidad. Esta actitud de servir sin esperar nada a cambio, sin necesitar la respuesta del otro, crea un ambiente profundamente humano y de respeto al libre albedrío de la persona; esta actitud se contagia y los otros se sienten libremente movidos a responder y actuar de la misma manera.

Servicio y testimonio siempre van juntos, el uno y el otro se identifican. Nuestro mundo tiene necesidad de aquello que es auténtico: ¿qué más auténtico que las palabras de Dios?, ¿qué más auténtico que quien «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34)? Es por esto que «el que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz» (Jn 3,33).

“Creer en el Hijo” quiere decir tener vida eterna, significa que el día del Juicio no pesa encima del creyente porque ya ha sido juzgado y con un juicio favorable; en cambio, «el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él» (Jn 3,36)..., mientras no crea.

El que cree en el Hijo tiene vida eterna


El que cree en el Hijo tiene vida eterna»

Hoy, el Evangelio nos invita a dejar de ser “terrenales”, a dejar de ser hombres que sólo hablan de cosas mundanas, para hablar y movernos como «el que viene de arriba» (Jn 3,31), que es Jesús. En este texto vemos —una vez más— que en la radicalidad evangélica no hay término medio. Es necesario que en todo momento y circunstancia nos esforcemos por tener el pensamiento de Dios, ambicionemos tener los mismos sentimientos de Cristo y aspiremos a mirar a los hombres y las circunstancias con la misma mirada del Verbo hecho hombre. Si actuamos como “el que viene de arriba” descubriremos el montón de cosas positivas que pasan continuamente a nuestro alrededor, porque el amor de Dios es acción continua a favor del hombre. Si venimos de lo alto amaremos a todo el mundo sin excepción, siendo nuestra vida una tarjeta de invitación para hacer lo mismo.

«El que viene de arriba está por encima de todos» (Jn 3,31), por esto puede servir a cada hombre y a cada mujer justo en aquello que necesita; además «da testimonio de lo que ha visto y oído» (Jn 3,32). Y su servicio tiene el sello de la gratuidad. Esta actitud de servir sin esperar nada a cambio, sin necesitar la respuesta del otro, crea un ambiente profundamente humano y de respeto al libre albedrío de la persona; esta actitud se contagia y los otros se sienten libremente movidos a responder y actuar de la misma manera.

Servicio y testimonio siempre van juntos, el uno y el otro se identifican. Nuestro mundo tiene necesidad de aquello que es auténtico: ¿qué más auténtico que las palabras de Dios?, ¿qué más auténtico que quien «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34)? Es por esto que «el que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz» (Jn 3,33).

“Creer en el Hijo” quiere decir tener vida eterna, significa que el día del Juicio no pesa encima del creyente porque ya ha sido juzgado y con un juicio favorable; en cambio, «el que rehúsa creer en el Hijo, no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él» (Jn 3,36)..., mientras no crea.

22 abr 2020

Santo Evangelio 22 de abril 2020



Día litúrgico: Miércoles II de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 3,16-21): En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios».


«Vino la luz al mundo»

Fr. Damien LIN Yuanheng
(Singapore, Singapur)

Hoy, ante la miríada de opiniones que plantea la vida moderna, puede parecer que la verdad ya no existe —la verdad acerca de Dios, la verdad sobre los temas relativos al género humano, la verdad sobre el matrimonio, las verdades morales y, en última instancia, la verdad sobre mí mismo.

El pasaje del Evangelio de hoy identifica a Jesucristo como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Sin Jesús sólo encontramos desolación, falsedad y muerte. Sólo hay un camino, y sólo uno que lleve al Cielo,que se llama Jesucristo.

Cristo no es una opinión más. Jesucristo es la auténtica Verdad. Negar la verdad es como insistir en cerrar los ojos ante la luz del Sol. Tanto si le gusta como si no, el Sol siempre estará ahí; pero el infeliz ha escogido libremente cerrar sus ojos ante el Sol de la verdad. De igual forma, muchos se consumen en sus carreras con una tremenda fuerza de voluntad y exigen emplear todo su potencial, olvidando que tan solo pueden alcanzar la verdad acerca de sí mismos caminando junto a Jesucristo.

Por otra parte, según Benedicto XVI, «cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32)» (Encíclica "Caritas in Veritate"). La verdad de cada uno es una llamada a convertirse en el hijo o la hija de Dios en la Casa Celestial: «Porque ésta es la voluntad de Dios: tu santificación» (1Tes 4,3). Dios quiere hijos e hijas libres, no esclavos.

En realidad, el “yo” perfecto es un proyecto común entre Dios y yo. Cuando buscamos la santidad, empezamos a reflejar la verdad de Dios en nuestras vidas. El Papa lo dijo de una forma hermosísima: «Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios» (Exhortación apostólica "Verbum Domini").


«Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna»

Rev. D. Manel VALLS i Serra
(Barcelona, España)

Hoy, el Evangelio nos vuelve a invitar a recorrer el camino del apóstol Tomás, que va de la duda a la fe. Nosotros, como Tomás, nos presentamos ante el Señor con nuestras dudas, pero Él viene igualmente a buscarnos: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

La mañana del día de Pascua, en la primera aparición, Tomás no estaba. «Pasados ocho días», no obstante su rechazo a creer, Tomás se une a los otros discípulos. La indicación está clara: lejos de la comunidad no se conserva la fe. Lejos de los hermanos, la fe no crece, no madura. En la Eucaristía de cada domingo reconocemos su Presencia. Si Tomás muestra la honestidad de su duda es porque el Señor no le concedió inicialmente lo que sí tuvo María Magdalena: no sólo escuchar y ver al Señor, sino tocarlo con sus propias manos. Cristo viene a nuestro encuentro, sobre todo, cuando nos reencontramos con los hermanos y cuando con ellos celebramos la fracción del Pan, es decir, la Eucaristía. Entonces nos invita a “meter la mano en su costado”, es decir, a penetrar en el misterio insondable de su vida.

El paso de la incredulidad a la fe tiene sus etapas. Nuestra conversión a Jesucristo —el paso de la oscuridad a la luz— es un proceso personal, pero necesitamos de la comunidad. En los pasados días de Semana Santa, todos nos sentimos urgidos a seguir a Jesús en su camino hacia la Cruz. Ahora, en pleno tiempo pascual, la Iglesia nos invita a entrar con Él a la vida nueva, con obras hechas según la luz de Dios (cf. Jn 3,21).

También nosotros hemos de sentir hoy personalmente la invitación de Jesús a Tomás: «No seas incrédulo, sino fiel» (Jn 20,27). Nos va la vida en ello, ya que «el que cree en Él, no es juzgado» (Jn 3,18), sino que va a la luz.

Vino la Luz al mundo



«Vino la luz al mundo»

Fr. Damien LIN Yuanheng
(Singapore, Singapur)

Hoy, ante la miríada de opiniones que plantea la vida moderna, puede parecer que la verdad ya no existe —la verdad acerca de Dios, la verdad sobre los temas relativos al género humano, la verdad sobre el matrimonio, las verdades morales y, en última instancia, la verdad sobre mí mismo.

El pasaje del Evangelio de hoy identifica a Jesucristo como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Sin Jesús sólo encontramos desolación, falsedad y muerte. Sólo hay un camino, y sólo uno que lleve al Cielo,que se llama Jesucristo.

Cristo no es una opinión más. Jesucristo es la auténtica Verdad. Negar la verdad es como insistir en cerrar los ojos ante la luz del Sol. Tanto si le gusta como si no, el Sol siempre estará ahí; pero el infeliz ha escogido libremente cerrar sus ojos ante el Sol de la verdad. De igual forma, muchos se consumen en sus carreras con una tremenda fuerza de voluntad y exigen emplear todo su potencial, olvidando que tan solo pueden alcanzar la verdad acerca de sí mismos caminando junto a Jesucristo.

Por otra parte, según Benedicto XVI, «cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32)» (Encíclica "Caritas in Veritate"). La verdad de cada uno es una llamada a convertirse en el hijo o la hija de Dios en la Casa Celestial: «Porque ésta es la voluntad de Dios: tu santificación» (1Tes 4,3). Dios quiere hijos e hijas libres, no esclavos.

En realidad, el “yo” perfecto es un proyecto común entre Dios y yo. Cuando buscamos la santidad, empezamos a reflejar la verdad de Dios en nuestras vidas. El Papa lo dijo de una forma hermosísima: «Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios» (Exhortación apostólica "Verbum Domini").

21 abr 2020

Santo Evangelio 21 de abril 2016



Día litúrgico: Martes II de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 3,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «No te asombres de que te haya dicho: ‘Tenéis que nacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu». Respondió Nicodemo: «¿Cómo puede ser eso?». Jesús le respondió: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna».

«Tenéis que nacer de lo alto»

Rev. D. Xavier SOBREVÍA i Vidal
(Castelldefels, España)

Hoy, Jesús nos expone la dificultad de prevenir y conocer la acción del Espíritu Santo: de hecho, «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Esto lo relaciona con el testimonio que Él mismo está dando y con la necesidad de nacer de lo alto. «Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3,7), dice el Señor con claridad; es necesaria una nueva vida para poder entrar en la vida eterna. No es suficiente con un ir tirando para llegar al Reino del Cielo, se necesita una vida nueva regenerada por la acción del Espíritu de Dios. Nuestra vida profesional, familiar, deportiva, cultural, lúdica y, sobre todo, de piedad tiene que ser transformada por el sentido cristiano y por la acción de Dios. Todo, transversalmente, ha de ser impregnado por su Espíritu. Nada, absolutamente nada, debiera quedar fuera de la renovación que Dios realiza en nosotros con su Espíritu.

Una transformación que tiene a Jesucristo como catalizador. Él, que antes había de ser elevado en la Cruz y que también tenía que resucitar, es quien puede hacer que el Espíritu de Dios nos sea enviado. Él que ha venido de lo alto. Él que ha mostrado con muchos milagros su poder y su bondad. Él que en todo hace la voluntad del Padre. Él que ha sufrido hasta derramar la última gota de sangre por nosotros. Gracias al Espíritu que nos enviará, nosotros «podemos subir al Reino de los Cielos, por Él obtenemos la adopción filial, por Él se nos da la confianza de nombrar a Dios con el nombre de “Padre”, la participación de la gracia de Cristo y el derecho a participar de la gloria eterna» (San Basilio el Grande).

Hagamos que la acción del Espíritu tenga acogida en nosotros, escuchémosle, y apliquemos sus inspiraciones para que cada uno sea —en su lugar habitual— un buen ejemplo elevado que irradie la luz de Cristo.

Tenéis que nacer de lo alto



«Tenéis que nacer de lo alto»

Rev. D. Xavier SOBREVÍA i Vidal
(Castelldefels, España)

Hoy, Jesús nos expone la dificultad de prevenir y conocer la acción del Espíritu Santo: de hecho, «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Esto lo relaciona con el testimonio que Él mismo está dando y con la necesidad de nacer de lo alto. «Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3,7), dice el Señor con claridad; es necesaria una nueva vida para poder entrar en la vida eterna. No es suficiente con un ir tirando para llegar al Reino del Cielo, se necesita una vida nueva regenerada por la acción del Espíritu de Dios. Nuestra vida profesional, familiar, deportiva, cultural, lúdica y, sobre todo, de piedad tiene que ser transformada por el sentido cristiano y por la acción de Dios. Todo, transversalmente, ha de ser impregnado por su Espíritu. Nada, absolutamente nada, debiera quedar fuera de la renovación que Dios realiza en nosotros con su Espíritu.

Una transformación que tiene a Jesucristo como catalizador. Él, que antes había de ser elevado en la Cruz y que también tenía que resucitar, es quien puede hacer que el Espíritu de Dios nos sea enviado. Él que ha venido de lo alto. Él que ha mostrado con muchos milagros su poder y su bondad. Él que en todo hace la voluntad del Padre. Él que ha sufrido hasta derramar la última gota de sangre por nosotros. Gracias al Espíritu que nos enviará, nosotros «podemos subir al Reino de los Cielos, por Él obtenemos la adopción filial, por Él se nos da la confianza de nombrar a Dios con el nombre de “Padre”, la participación de la gracia de Cristo y el derecho a participar de la gloria eterna» (San Basilio el Grande).

Hagamos que la acción del Espíritu tenga acogida en nosotros, escuchémosle, y apliquemos sus inspiraciones para que cada uno sea —en su lugar habitual— un buen ejemplo elevado que irradie la luz de Cristo.

20 abr 2020

Santo Evangelio 20 de Abril 2020


Día litúrgico: Lunes II de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 3,1-8): Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él». Jesús le respondió: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios».

Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?». Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: ‘Tenéis que nacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu».


«El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios»

Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM
(Barcelona, España)

Hoy, un «magistrado judío» (Jn 3,1) va al encuentro de Jesús. El Evangelio dice que lo hace de noche: ¿qué dirían los compañeros si se enterasen de ello? En la instrucción de Jesús encontramos una catequesis bautismal, que seguramente circulaba en la comunidad del Evangelista.

Hace muy pocos días celebrábamos la vigilia pascual. Una parte integrante de ella era la celebración del Bautismo, que es la Pascua, el paso de la muerte a la vida. La bendición solemne del agua y la renovación de las promesas fueron puntos clave en aquella noche santa.

En el ritual del bautismo hay una inmersión en el agua (símbolo de la muerte), y una salida del agua (imagen de la nueva vida). Se es sumergido con el pecado, y se sale de ahí renovado. Esto es lo que Jesús denomina «nacer de lo alto» o «nacer de nuevo» (cf. Jn 3,3). Esto es “nacer del agua”, “nacer del Espíritu” o “del soplo del viento...”.

Agua y Espíritu son los dos símbolos empleados por Jesús. Ambos expresan la acción del Espíritu Santo que purifica y da vida, limpia y anima, aplaca la sed y respira, suaviza y habla. Agua y Espíritu hacen una sola cosa.

En cambio, Jesús habla también de la oposición de carne y Espíritu: «Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3,6). El hombre carnal nace humanamente cuando aparece aquí abajo. Pero el hombre espiritual muere a lo que es puramente carnal y nace espiritualmente en el Bautismo, que es nacer de nuevo y de lo alto. Una bella fórmula de san Pablo podría ser nuestro lema de reflexión y acción, sobre todo en este tiempo pascual: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,3-4).

El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios



El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios»

Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM
(Barcelona, España)

Hoy, un «magistrado judío» (Jn 3,1) va al encuentro de Jesús. El Evangelio dice que lo hace de noche: ¿qué dirían los compañeros si se enterasen de ello? En la instrucción de Jesús encontramos una catequesis bautismal, que seguramente circulaba en la comunidad del Evangelista.

Hace muy pocos días celebrábamos la vigilia pascual. Una parte integrante de ella era la celebración del Bautismo, que es la Pascua, el paso de la muerte a la vida. La bendición solemne del agua y la renovación de las promesas fueron puntos clave en aquella noche santa.

En el ritual del bautismo hay una inmersión en el agua (símbolo de la muerte), y una salida del agua (imagen de la nueva vida). Se es sumergido con el pecado, y se sale de ahí renovado. Esto es lo que Jesús denomina «nacer de lo alto» o «nacer de nuevo» (cf. Jn 3,3). Esto es “nacer del agua”, “nacer del Espíritu” o “del soplo del viento...”.

Agua y Espíritu son los dos símbolos empleados por Jesús. Ambos expresan la acción del Espíritu Santo que purifica y da vida, limpia y anima, aplaca la sed y respira, suaviza y habla. Agua y Espíritu hacen una sola cosa.

En cambio, Jesús habla también de la oposición de carne y Espíritu: «Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3,6). El hombre carnal nace humanamente cuando aparece aquí abajo. Pero el hombre espiritual muere a lo que es puramente carnal y nace espiritualmente en el Bautismo, que es nacer de nuevo y de lo alto. Una bella fórmula de san Pablo podría ser nuestro lema de reflexión y acción, sobre todo en este tiempo pascual: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,3-4).

19 abr 2020

Santo Evangelio 19 abril 2020



Día litúrgico: Domingo II (A) (B) (C) de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 20,19-31): Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré».

Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: «La paz con vosotros». Luego dice a Tomás: «Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente». Tomás le contestó: «Señor mío y Dios mío». Dícele Jesús: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».

Jesús realizó en presencia de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Éstas han sido escritas para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.


«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»

Rev. D. Joan Ant. MATEO i García
(La Fuliola, Lleida, España)

Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.

Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.

La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.

Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados

Estudios Bíblicos María Daniela Másmela Albarino: La unción del ...

«Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados»

Rev. D. Joan Ant. MATEO i García
(La Fuliola, Lleida, España)

Hoy, Domingo II de Pascua, completamos la octava de este tiempo litúrgico, una de las dos octavas —juntamente con la de Navidad— que en la liturgia renovada por el Concilio Vaticano II han quedado. Durante ocho días contemplamos el mismo misterio y tratamos de profundizar en él bajo la luz del Espíritu Santo.

Por designio del Papa San Juan Pablo II, este domingo se llama Domingo de la Divina Misericordia. Se trata de algo que va mucho más allá que una devoción particular. Como ha explicado el Santo Padre en su encíclica Dives in misericordia, la Divina Misericordia es la manifestación amorosa de Dios en una historia herida por el pecado. “Misericordia” proviene de dos palabras: “Miseria” y “Cor”. Dios pone nuestra mísera situación debida al pecado en su corazón de Padre, que es fiel a sus designios. Jesucristo, muerto y resucitado, es la suprema manifestación y actuación de la Divina Misericordia. «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16) y lo ha enviado a la muerte para que fuésemos salvados. «Para redimir al esclavo ha sacrificado al Hijo», hemos proclamado en el Pregón pascual de la Vigilia. Y, una vez resucitado, lo ha constituido en fuente de salvación para todos los que creen en Él. Por la fe y la conversión acogemos el tesoro de la Divina Misericordia.

La Santa Madre Iglesia, que quiere que sus hijos vivan de la vida del resucitado, manda que —al menos por Pascua— se comulgue y que se haga en gracia de Dios. La cincuentena pascual es el tiempo oportuno para el cumplimiento pascual. Es un buen momento para confesarse y acoger el poder de perdonar los pecados que el Señor resucitado ha conferido a su Iglesia, ya que Él dijo sólo a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20,22-23). Así acudiremos a las fuentes de la Divina Misericordia. Y no dudemos en llevar a nuestros amigos a estas fuentes de vida: a la Eucaristía y a la Penitencia. Jesús resucitado cuenta con nosotros.