5 nov 2016

Santo Evangelio 5 de Noviembre 2016


Día litúrgico: Sábado XXXI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 16,9-15): En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos: «Yo os digo: Haceos amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas. El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho; y el que es injusto en lo mínimo, también lo es en lo mucho. Si, pues, no fuisteis fieles en el dinero injusto, ¿quién os confiará lo verdadero? Y si no fuisteis fieles con lo ajeno, ¿quién os dará lo vuestro? Ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero».

Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos, que eran amigos del dinero, y se burlaban de Él. Y les dijo: «Vosotros sois los que os la dais de justos delante de los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones; porque lo que es estimable para los hombres, es abominable ante Dios».

«El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho»
Rev. D. Joaquim FORTUNY i Vizcarro 
(Cunit, Tarragona, España)


Hoy, Jesús habla de nuevo con autoridad: usa el «Yo os digo», que tiene una fuerza peculiar, de doctrina nueva. «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (cf. 1Tim 2,4). Dios nos quiere santos y nos señala hoy unos puntos necesarios para alcanzar la santidad y estar en posesión de lo “verdadero”: la fidelidad en lo pequeño, la autenticidad y el no perder de vista que Dios conoce nuestros corazones.

La fidelidad en lo pequeño está a nuestro alcance. Nuestras jornadas suelen estar configuradas por lo que llamamos “la normalidad”: el mismo trabajo, las mismas personas, unas prácticas de piedad, la misma familia... En estas realidades ordinarias es donde debemos realizarnos como personas y crecer en santidad. «El que es fiel en lo mínimo, lo es también en lo mucho» (Lc 16,10). Es preciso realizar bien todas las cosas, con una intención recta, con el deseo de agradar a Dios, nuestro Padre; hacer las cosas por amor tiene un gran valor y nos prepara para recibir “lo verdadero”. ¡Qué bellamente lo expresaba san Josemaría!: «¿Has visto cómo levantaron aquel edificio de grandeza imponente? —Un ladrillo, y otro. Miles. Pero, uno a uno. —Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del conjunto. —Y trozos de hierro. —Y obreros que trabajan, día a día, las mismas horas... ¿Viste cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?... —¡A fuerza de cosas pequeñas!».

Examinar bien nuestra conciencia cada noche nos ayudará a vivir con rectitud de intención y a no perder nunca de vista que Dios lo ve todo, hasta los pensamientos más ocultos, como aprendimos en el catecismo, y que lo importante es agradar en todo a Dios, nuestro Padre, a quien debemos servir por amor, teniendo en cuenta que «ningún criado puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Lc 16,13). Nunca lo olvidemos: «Sólo Dios es Dios» (Benedicto XVI).

«Haceos amigos con el dinero injusto»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench 
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)


Hoy, rodeados como estamos de un ambiente consumista, Jesús vuelve a acariciar nuestra conciencia para persuadirnos de las falsas felicidades. Y no lo hace cargándonos con prohibiciones, porque el camino de la santidad es —ante todo— una invitación a la felicidad: «Si quieres entrar en la vida…» (Mt 19,17). El Señor nos anima a trabajar, a gestionar el "dinero" de este mundo con rectitud de intención y con afán de servicio.

Estamos llamados a lo más alto (a la caridad) tratando las cosas de la tierra en un sentido constructivo. El Creador mandó "dominar la tierra", pero no de cualquier manera ni a cualquier precio, pues, a la vez, nos ha prescrito "multiplicarnos" y "llenar" la tierra (cf. Gen 1,28). Sólo el amor (el darse a los demás) es la verdadera medida de esa plenitud que Dios nos pide ya en esta vida.

Con la expresión «dinero injusto» (Lc 16,9) Jesucristo alude a esas cosas terrenales que, en sí mismas, sin ser malas, no nos hacen justos ni nos preparan para la felicidad eterna. El Maestro nos invita a amar a los demás («haceos amigos»), no sólo mediante la oración, sino también en el día a día, con un recto y servicial manejo de los bienes terrenales.

La eternidad es demasiado larga para los "entretenimientos": quien se entretiene en este mundo, se aburrirá en la eternidad. En cambio, el amor —que siempre aspira a crecer— goza en la eternidad. Por eso, hemos de evitar el encogimiento del corazón causado por el entretenimiento con el dinero "injusto".

Hoy como antaño, no faltan quienes oyendo esas palabras siguen burlándose de Jesús (cf. Lc 16,14). Así, al Vicario de Cristo lo tachan de intransigente, a la vez que se ríen de los católicos viéndonos como ingenuos manipulados por un "dictador". El servicio del Sucesor de Pedro es una caricia a nuestra conciencia para defendernos de la dictadura del "führer" de turno: llámese "relativismo", lo "políticamente correcto"... «De Newman aprendimos a comprender el primado del Papa: 'La defensa de la ley moral y de la conciencia es su razón de ser'» (Benedicto XVI).

4 nov 2016

Santo Evangelio 4 de Noviembre 2016


Día litúrgico: Viernes XXXI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 16,1-8): En aquel tiempo, Jesús decía a sus discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante él de malbaratar su hacienda; le llamó y le dijo: ‘¿Qué oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir administrando’. Se dijo a sí mismo el administrador: ‘¿Qué haré, pues mi señor me quita la administración? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer, para que cuando sea removido de la administración me reciban en sus casas’.

»Y convocando uno por uno a los deudores de su señor, dijo al primero: ‘¿Cuánto debes a mi señor?’. Respondió: ‘Cien medidas de aceite’. Él le dijo: ‘Toma tu recibo, siéntate en seguida y escribe cincuenta’. Después dijo a otro: ‘Tú, ¿cuánto debes?’. Contestó: ‘Cien cargas de trigo’. Dícele: ‘Toma tu recibo y escribe ochenta’.

»El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente, pues los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz».


«Los hijos de este mundo son más astutos (...) que los hijos de la luz»
Mons. Salvador CRISTAU i Coll Obispo Auxiliar de Terrassa 
(Barcelona, España)


Hoy, el Evangelio nos presenta una cuestión sorprendente a primera vista. En efecto, dice el texto de san Lucas: «El señor alabó al administrador injusto porque había obrado astutamente» (Lc 16,8).

Evidentemente, no se nos propone aquí que seamos injustos en nuestras relaciones, y menos aún con el Señor. No se trata, por tanto, de una alabanza a la estafa que comete el administrador. Lo que Jesús manifiesta con su ejemplo es una queja por la habilidad en solucionar los asuntos de este mundo y la falta de verdadero ingenio por parte de los hijos de la luz en la construcción del Reino de Dios: «Los hijos de este mundo son más astutos con los de su generación que los hijos de la luz» (Lc 16,8).

Todo ello nos muestra —¡una vez más!— que el corazón del hombre continúa teniendo los mismos límites y pobrezas de siempre. En la actualidad hablamos de tráfico de influencias, de corrupción, de enriquecimientos indebidos, de falsificación de documentos... Más o menos como en la época de Jesús.

Pero la cuestión que todo esto nos plantea es doble: ¿Acaso pensamos que podemos engañar a Dios con nuestras apariencias, con nuestra mediocridad como cristianos? Y, al hablar de astucia, tendríamos también que hablar de interés. ¿Estamos interesados realmente en el Reino de Dios y su justicia? ¿Es frecuente la mediocridad en nuestra respuesta como hijos de la luz? Jesús dijo también que allí donde esté nuestro tesoro estará nuestro corazón (cf. Mt 6,21). ¿Cuál es nuestro tesoro en la vida? Debemos examinar nuestros anhelos para conocer dónde está nuestro tesoro... Nos dice san Agustín: «Tu anhelo continuo es tu voz continua. Si dejas de amar callará tu voz, callará tu deseo».

Quizás hoy, ante el Señor, tendremos que plantearnos cuál ha de ser nuestra astucia como hijos de la luz, es decir nuestra sinceridad en las relaciones con Dios y con nuestros hermanos. «En verdad, la vida es siempre una opción: entre honradez e injusticia, entre fidelidad e infidelidad, entre bien y mal (…). En definitiva —dice Jesús— hay que decidirse» (Benedicto XVI).

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3 nov 2016

Santo Evangelio 3 de Noviembre 2016


Día litúrgico: Jueves XXXI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 15,1-10): En aquel tiempo, todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos». 

Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.

»O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido’. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

«Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta»
Rev. D. Francesc NICOLAU i Pous 
(Barcelona, España)


Hoy, el evangelista de la misericordia de Dios nos expone dos parábolas de Jesús que iluminan la conducta divina hacia los pecadores que regresan al buen camino. Con la imagen tan humana de la alegría, nos revela la bondad de Dios que se complace en el retorno de quien se había alejado del pecado. Es como un volver a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en Lc 15,11-32). El Señor no vino a condenar el mundo, sino a salvarlo (cf. Jn 3,17), y lo hizo acogiendo a los pecadores que con plena confianza «se acercaban a Jesús para oírle» (Lc 15,1), ya que Él les curaba el alma como un médico cura el cuerpo de los enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían por buenos y no sentían necesidad del médico, y es por ellos —dice el evangelista— que Jesús propuso las parábolas que hoy leemos.

Si nosotros nos sentimos espiritualmente enfermos, Jesús nos atenderá y se alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio, como los orgullosos fariseos pensásemos que no nos es necesario pedir perdón, el Médico divino no podría obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de hacer cada vez que recitamos el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona nuestras ofensas...». ¡Y cuánto hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto agradecimiento también hemos de sentir por el sacramento de la reconciliación que ha puesto a nuestro alcance tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo haga menospreciar. San Agustín nos dice que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio ejemplo de humildad para curarnos del “tumor” de la soberbia, «ya que gran miseria es el hombre soberbio, pero más grande misericordia es Dios humilde».

Digamos todavía que la lección que Jesús da a los fariseos es ejemplar también para nosotros; no podemos alejar de nosotros a los pecadores. El Señor quiere que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y hemos de sentir gran gozo cuando podamos llevar una oveja errante al redil o recobrar una moneda perdida.

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La Eucaristía: alimentarse de Cristo


La Eucaristía: alimentarse de Cristo

Quien comulga tiene dentro de sí a Jesús, tanto como María lo tuvo durante los nueve meses del embarazo. ¡Así de grande es el sacramento de la Eucaristía!

Por: P. Eduardo Volpacchio | Fuente: Catholic.net 

“Quien comulga tiene dentro de sí a Jesús, tanto como María lo tuvo durante los nueve meses del embarazo”.
Así de grande es el sacramento de la Eucaristía, que nos permite nutrirnos de Cristo y degustar el Cielo en la Tierra.
Si nuestro cuerpo va a ser morada del mismo Jesús, 
¿hay algo que podamos hacer para recibirlo mejor?


¿No es una locura pensar que en un trozo de pan está el mismo Cristo?

Es cierto, es una locura. Solo Dios pudo haber pensado y hecho algo tan grande. Pero desde el punto de vista del amor, es muy razonable. Cuando una madre tiene a su bebe en brazos, llena de amor, lo abraza y, como le parece poco besarlo, le dice: “te comería”. Es lo que Dios hace: hace posible que lo comamos. Y, para ello, eligió un alimento humilde, sencillo y al alcance de todos.


¿De qué modo está presente Cristo en el pan y en el vino?

La Eucaristía esconde a Jesús. Todo Jesús está presente detrás de la apariencia de pan. Quien comulga tiene dentro de sí a Jesús, tan real y físicamente como María lo tuvo durante los nueve meses del embarazo. Obviamente, de un modo distinto: escondido tras las figuras del pan y el vino.


¿Para qué comer la hostia consagrada en lugar de simplemente venerarla?

Porque Cristo se quedó precisamente para que lo comamos; si no, hubiera elegido otro modo de quedarse. Cuando lo instituye, dice “tomad y comed”, no “tomad y venerad”… ¡Se quedó para alimentarnos! No solo para adorarle… El sentido radical de la Eucaristía es comida. Lo comprobamos al repasar el capítulo 6 del Evangelio de Juan: comienza con la multiplicación de los panes (con las que se sacia el hambre material), pasa a hablar del mana (el pan del Cielo, con el que Dios alimentaba todos los días al pueblo en el desierto) y es en ese contexto en el que Jesús promete la Eucaristía (el pan de la vida eterna: su mismo ser).


¿Qué nos aporta comulgar?

Todo. Diviniza nuestra vida. Nos aporta lo esencial, aquello que engrandece nuestra vida y la hace eterna: la vida de Cristo, la vida eterna, vivir en Dios. Y para que nuestra unión a Él sea plena, se nos da como alimento. Para santificarnos, purificarnos, divinizarnos, fortalecernos, hacernos crecer, llenar nuestra vida de El mismo… Lo más grande que podemos hacer en nuestra vida es alimentarnos con Cristo, hacernos una “cosa” con El.

¿Qué efectos puede tener en 
nuestra vida comulgar con asiduidad?

Todos los beneficios que alimentarse produce en el cuerpo, los produce la Eucaristía a todos los niveles, en cuerpo y alma. No es un alimento solamente espiritual: ¡nos comemos su cuerpo y nos bebemos su sangre! En nuestra existencia corpórea no basta con comer una vez, necesitamos alimentarnos con frecuencia y, gracias a la comida, tenemos energía… El fin de la vida cristiana es cristificarnos, identificarnos con El. Y, para ello, necesitamos una fuerza divina que nos transforme: esa fuerza nos la brinda la Eucaristía.

Al recibirlo con frecuencia, ¿no podríamos trivializar la grandeza del acto?

Hemos de estar atentos para que la facilidad con que se nos entrega no nos haga perder conciencia de la grandeza del don. Sería triste acostumbrarnos a comulgar y hacerlo como si no fuera algo especial. La solución para desearlo más no es espaciar en el tiempo las comuniones, sino evitar el peligro de la rutina. Y el gran remedio para la rutina es la oración: cuando meditamos en la grandeza de la Eucaristía nos enamoramos del amor que Dios nos tiene. El tesoro es tan grande –es Dios– que nunca acabaremos de abarcarlo.

¿Debemos comulgar aunque nos sintamos indignos de recibir a Cristo?

Hay personas que dejan de comulgar porque se sienten indignas… Pero, por más indignos que nos sintamos, conviene que comulguemos si cumplimos con las dos condiciones básicas para recibir la comunión: estar en gracia y guardar una hora de ayuno.

¿Por qué hay que guardar ayuno?

Es una forma de garantizar la delicadeza con nuestro Dios. Si vamos a recibirlo, privarnos de alimentos y bebidas (menos de agua y de medicamentos, los cuales no rompen este ayuno) una hora antes de comulgar es una manera de prepararnos para algo tan grande. Esta condición no se les exige a las personas mayores ni a los enfermos.

¿Qué es el estado de gracia?

La gracia es una participación de la vida divina. Nos introduce en la vida de la Trinidad, ya que nos hace participar de la filiación del Hijo: hijos de Dios Padre, en el Hijo, por la acción del Espíritu Santo. La recibimos en el Bautismo y la perdemos cuando cometemos un pecado mortal. Si la perdemos, la recuperamos en el Sacramento de la Penitencia.

¿Y si se comulga en pecado mortal?

Se comete un sacrilegio, que es pecado grave por el mal uso de lo sagrado. Dejar de comulgar no es pecado; hacerlo indignamente, sí. Por esto, si uno duda si está en pecado mortal, siempre es mejor no comulgar; salvo en el caso de los escrupulosos, que son aquellos que creen estar en pecado mortal, sin estarlo.

Por tanto, ¿no es obligatorio comulgar cada vez que asistimos a misa?

Durante la misa, solo es obligatoria la comunión del sacerdote. Los fieles no tienen esta obligación, pero es muy conveniente comulgar cuando participamos en esta gran celebración. Eso sí, si uno no está en gracia o no cumple con el tiempo de ayuno, no debe comulgar. Los católicos que tienen uso de razón tienen la obligación de comulgar al menos una vez al año, en Pascua.

¿Y para qué nos sirve ir a misa si no podemos comulgar?

La misa es el centro de nuestra vida. En ella nos unimos a la ofrenda de Cristo, al Padre, y así esta recibe un valor de eternidad. Esto no es por la comunión, sino por la participación en la misa. Y, en muchísimos casos, la solución es sencilla: buscar un sacerdote para confesarse.

Si no estamos seguros de sí podemos comulgar, 
¿qué debemos hacer?

Si esa duda tiene fundamento (“dudo si un pecado que cometí es grave”) hay que dejar de comulgar. Es mejor no comulgar que cometer un sacrilegio. Si la duda no tiene fundamento (“dudo de que, a lo mejor, podría tener un pecado grave”), hay que despreciar la duda y comulgar.

¿Comulgar sin confesarse?
¿Se puede recuperar el estado de gracia antes de confesarse?  

Si, haciendo un acto de perfecta contrición, con el propósito de confesar tan pronto como sea posible.

¿Puedo comulgar si hago un acto de contrición perfecta?  

Para comulgar se debe estar en estado de gracia: esto no tiene excepción. Como un acto de contrición perfecta devuelve la gracia, en tal caso se cumpliría con dicha condición.

¿Cómo sé que mi acto de contrición ha sido perfecto?  

Para custodiar la Eucaristía y evitar sacrilegios, la Iglesia prescribe que quien tenga conciencia de haber cometido un pecado grave no comulgue sin haberse confesado antes.

¿Hay alguna excepción que permita comulgar sin haberse confesado?  

Los preceptos de la Iglesia no obligan cuando existe una dificultad grave en su cumplimiento. Cuando una persona no puede confesarse y debe comulgar (algo poco frecuente), podría lícitamente comulgar haciendo antes un acto de contrición perfecto. Es el caso, por ejemplo, de un sacerdote que ha cometido un pecado grave y, no teniendo con quien confesarse, debe celebrar misa (ya que no puede celebrarla sin comulgar). En el caso de los laicos no parece que esto se dé, salvo en casos muy extraordinarios.

2 nov 2016

Santo Evangelio 2 de Noviembre de 2016


Día litúrgico: 2 de Noviembre: Conmemoración de todos los fieles difuntos

Texto del Evangelio (Lc 23,33.39-43): Cuando los soldados llegaron al lugar llamado Calvario, crucificaron allí a Jesús y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino»
Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM 
(Barcelona, España)


Hoy, el Evangelio evoca el hecho más fundamental del cristiano: la muerte y resurrección de Jesús. Hagamos nuestra, hoy, la plegaria del Buen Ladrón: «Jesús, acuérdate de mí» (Lc 23,42). «La Iglesia no ruega por los santos como ruega por los difuntos, que duermen en el Señor, sino que se encomienda a las oraciones de aquéllos y ruega por éstos», decía san Agustín en un Sermón. Una vez al año, por lo menos, los cristianos nos preguntamos sobre el sentido de nuestra vida y sobre el sentido de nuestra muerte y resurrección. Es el día de la conmemoración de los fieles difuntos, de la que san Agustín nos ha mostrado su distinción respecto a la fiesta de Todos los Santos. 

Los sufrimientos de la Humanidad son los mismos que los de la Iglesia y, sin duda, tienen en común que todo sufrimiento humano es de algún modo privación de vida. Por eso, la muerte de un ser querido nos produce un dolor tan indescriptible que ni tan sólo la fe puede aliviarlo. Así, los hombres siempre han querido honrar a los difuntos. La memoria, en efecto, es un modo de hacer que los ausentes estén presentes, de perpetuar su vida. Pero sus mecanismos psicológicos y sociales amortiguan los recuerdos con el tiempo. Y si eso puede humanamente llevar a la angustia, cristianamente, gracias a la resurrección, tenemos paz. La ventaja de creer en ella es que nos permite confiar en que, a pesar del olvido, volveremos a encontrarlos en la otra vida.

Una segunda ventaja de creer es que, al recordar a los difuntos, oramos por ellos. Lo hacemos desde nuestro interior, en la intimidad con Dios, y cada vez que oramos juntos, en la Eucaristía, no estamos solos ante el misterio de la muerte y de la vida, sino que lo compartimos como miembros del Cuerpo de Cristo. Más aún: al ver la cruz, suspendida entre el cielo y la tierra, sabemos que se establece una comunión entre nosotros y nuestros difuntos. Por eso, san Francisco proclamó agradecido: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana, la muerte corporal».

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1 nov 2016

Santo Evangelio 1 de Noviembre 2016


Día litúrgico: 1 de Noviembre: Todos los Santos

Texto del Evangelio (Mt 5,1-12a): En aquel tiempo, viendo Jesús la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos».

«Alegraos y regocijaos»
Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida 
(Lleida, España)


Hoy celebramos la realidad de un misterio salvador expresado en el “credo” y que resulta muy consolador: «Creo en la comunión de los santos». Todos los santos, desde la Virgen María, que han pasado ya a la vida eterna, forman una unidad: son la Iglesia de los bienaventurados, a quienes Jesús felicita: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Al mismo tiempo, también están en comunión con nosotros. La fe y la esperanza no pueden unirnos porque ellos ya gozan de la eterna visión de Dios; pero nos une, en cambio el amor «que no pasa nunca» (1Cor 13,13); ese amor que nos une con ellos al mismo Padre, al mismo Cristo Redentor y al mismo Espíritu Santo. El amor que les hace solidarios y solícitos para con nosotros. Por tanto, no veneramos a los santos solamente por su ejemplaridad, sino sobre todo por la unidad en el Espíritu de toda la Iglesia, que se fortalece con la práctica del amor fraterno.

Por esta profunda unidad, hemos de sentirnos cerca de todos los santos que, anteriormente a nosotros, han creído y esperado lo mismo que nosotros creemos y esperamos y, sobre todo, han amado al Padre Dios y a sus hermanos los hombres, procurando imitar el amor de Cristo.

Los santos apóstoles, los santos mártires, los santos confesores que han existido a lo largo de la historia son, por tanto, nuestros hermanos e intercesores; en ellos se han cumplido estas palabras proféticas de Jesús: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5,11-12). Los tesoros de su santidad son bienes de familia, con los que podemos contar. Éstos son los tesoros del cielo que Jesús invita a reunir (cf. Mt 6,20). Como afirma el Concilio Vaticano II, «su fraterna solicitud ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad» (Lumen gentium, 49). Esta solemnidad nos aporta una noticia reconfortante que nos invita a la alegría y a la fiesta.

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31 oct 2016

Santo Evangelio 31 de Octubre 2016


Día litúrgico: Lunes XXXI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 14,12-14): En aquel tiempo, Jesús dijo también a aquel hombre principal de los fariseos que le había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa. Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos».

«Cuando des un banquete, llama a los pobres, (...) porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos»
Fr. Austin Chukwuemeka IHEKWEME 
(Ikenanzizi, Nigeria)


Hoy, el Señor nos enseña el verdadero sentido de la generosidad cristiana: el darse a los demás. «Cuando des una comida o una cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que ellos te inviten a su vez, y tengas ya tu recompensa» (Lc 14,12).

El cristiano se mueve en el mundo como una persona corriente; pero el fundamento del trato con sus semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, sin pretender otra recompensa que la del Cielo. «Al contrario, cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder, pues se te recompensará en la resurrección de los justos» (Lc 14,13-14).

El Señor nos invita a darnos incondicionalmente a todos los hombres, movidos solamente por amor a Dios y al prójimo por el Señor. «Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente» (Lc 6,34).

Esto es así porque el Señor nos ayuda a entender que si nos damos generosamente, sin esperar nada a cambio, Dios nos pagará con una gran recompensa y nos hará sus hijos predilectos. Por esto, Jesús nos dice: «Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis hijos del Altísimo» (Lc 6,35).

Pidamos a la Virgen la generosidad de saber huir de cualquier tendencia al egoísmo, como su Hijo. «Egoísta. —Tú, siempre a “lo tuyo”. —Pareces incapaz de sentir la fraternidad de Cristo: en los demás, no ves hermanos; ves peldaños (...)» (San Josemaría).

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Cántico: TODA LA CREACIÓN ALABE AL SEÑOR - Dn 3, 57-88. 56





Cántico: TODA LA CREACIÓN ALABE AL SEÑOR - Dn 3, 57-88. 56

Creaturas todas del Señor, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Ángeles del Señor, bendecid al Señor;
cielos, bendecid al Señor.

Aguas del espacio, bendecid al Señor;
ejércitos del Señor, bendecid al Señor.

Sol y luna, bendecid al Señor;
astros del cielo, bendecid al Señor.

Lluvia y rocío, bendecid al Señor;
vientos todos, bendecid al Señor.

Fuego y calor, bendecid al Señor;
fríos y heladas, bendecid al Señor.

Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;
témpanos y hielos, bendecid al Señor.

Escarchas y nieves, bendecid al Señor;
noche y día, bendecid al Señor.

Luz y tinieblas, bendecid al Señor;
rayos y nubes, bendecid al Señor.

Bendiga la tierra al Señor,
ensálcelo con himnos por los siglos.

Montes y cumbres, bendecid al Señor;
cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.

Manantiales, bendecid al Señor;
mares y ríos, bendecid al Señor.

Cetáceos y peces, bendecid al Señor;
aves del cielo, bendecid al Señor.

Fieras y ganados, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Hijos de los hombres, bendecid al Señor;
bendiga Israel al Señor.

Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;
siervos del Señor, bendecid al Señor.

Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;
santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.

Ananías, Azarías y Misael, bendecid al Señor,
ensalzadlo con himnos por los siglos.

Bendigamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo,
ensalcémoslo con himnos por los siglos.

Bendito el Señor en la bóveda del cielo,
alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.

30 oct 2016

Santo Evangelio 30 de Octubre 2016


Día litúrgico: Domingo XXXI (C) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 19,1-10): En aquel tiempo, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de distinguir quién era Jesús, pero la gente se lo impedía, porque era bajo de estatura. Corrió más adelante y se subió a una higuera, para verlo, porque tenía que pasar por allí. Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y dijo: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa». 

El bajó en seguida, y lo recibió muy contento. Al ver esto, todos murmuraban diciendo: «Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador». Pero Zaqueo se puso en pie, y dijo al Señor: «Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más». Jesús le contestó: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».

«Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa»
Rev. D. Joaquim MESEGUER García 
(Sant Quirze del Vallès, Barcelona, España)


Hoy, la narración evangélica parece como el cumplimiento de la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18,9-14). Humilde y sincero de corazón, el publicano oraba en su interior: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador» (Lc 18,13); y hoy contemplamos cómo Jesucristo perdona y rehabilita a Zaqueo, el jefe de publicanos de Jericó, un hombre rico e influyente, pero odiado y despreciado por sus vecinos, que se sentían extorsionados por él: «Zaqueo, baja en seguida, porque hoy tengo que alojarme en tu casa» (Lc 19,5). El perdón divino lleva a Zaqueo a convertirse; he aquí una de las originalidades del Evangelio: el perdón de Dios es gratuito; no es tanto por causa de nuestra conversión que Dios nos perdona, sino que sucede al revés: la misericordia de Dios nos mueve al agradecimiento y a dar una respuesta.

Como en aquella ocasión Jesús, en su camino a Jerusalén, pasaba por Jericó. Hoy y cada día, Jesús pasa por nuestra vida y nos llama por nuestro nombre. Zaqueo no había visto nunca a Jesús, había oído hablar de Él y sentía curiosidad por saber quién era aquel maestro tan célebre. Jesús, en cambio, sí conocía a Zaqueo y las miserias de su vida. Jesús sabía cómo se había enriquecido y cómo era odiado y marginado por sus convecinos; por eso, pasó por Jericó para sacarle de ese pozo: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). 

El encuentro del Maestro con el publicano cambió radicalmente la vida de este último. Después de haber oído el Evangelio, piensa en la oportunidad que Dios te brinda hoy y que tú no debes desaprovechar: Jesucristo pasa por tu vida y te llama por tu nombre, porque te ama y quiere salvarte, ¿en qué pozo estás atrapado? Así como Zaqueo subió a un árbol para ver a Jesús, sube tú ahora con Jesús al árbol de la cruz y sabrás quien es Él, conocerás la inmensidad de su amor, ya que «elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?» (San Ambrosio).

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