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11 jul 2015
Santo Evangelio 11 de Julio de 2015
Día litúrgico: Sábado XIV del tiempo ordinario
Santoral 11 de Julio: San Benito, abad, patrón de Europa
Texto del Evangelio (Mt 10,24-33): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!
»No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos».
«No está el discípulo por encima del maestro»
P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP
(San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar sobre la relación maestro-discípulo: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo» (Mt 10,24). En el campo humano no es imposible que el alumno llegue a sobrepasar a quien le enseñó el abc de una disciplina. Hay en la historia ejemplos como Giotto, que se adelanta a su maestro Cimabue, o como Manzoni al abad Pieri. Pero la clave de la suma sabiduría está sólo en manos del Hombre-Dios, y todos los demás pueden participar de ella, llegando a entenderla según diversos niveles: desde el gran teólogo santo Tomás de Aquino hasta el niño que se preparara para la Primera Comunión. Podremos añadir adornos de varios estilos, pero no serán nunca nada esencial que enriquezca el valor intrínseco de la doctrina. Por el contrario, es posible que rayemos en la herejía.
Debemos tener precaución al intentar hacer mezclas que pueden distorsionar y no enriquecer para nada la substancia de la Buena Noticia. «Debemos abstenernos de los manjares, pero mucho más debemos ayunar de los errores», dice san Agustín. En cierta ocasión me pasaron un libro sobre los Ángeles Custodios en el que aparecen elementos de doctrinas esotéricas, como la metempsicosis, y una incompresible necesidad de redención que afectaría a estos espíritus buenos y confirmados en el bien.
El Evangelio de hoy nos abre los ojos respecto al hecho ineludible de que el discípulo sea a veces incomprendido, encuentre obstáculos o hasta sea perseguido por haberse declarado seguidor de Cristo. La vida de Jesús fue un servicio ininterrumpido en defensa de la verdad. Si a Él se le apodó como “Beelzebul”, no es extraño que en disputas, en confrontaciones culturales o en los careos que vemos en televisión, nos tachen de retrógrados. La fidelidad a Cristo Maestro es el máximo reconocimiento del que podemos gloriarnos: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).
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San Benito Abad 11 de Julio
11 de julio
SAN BENITO ABAD
(† 547)
"Hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y por nombre." Y fue Benito, el de Nursia. Ha tenido por biógrafo al papa San Gregorio Magno. Pero Benito escribió la Regla de los monasterios, y en ella tenemos retratado su propio vivir cotidiano, observando ya el mismo San Gregorio que Benito, consecuente con su doctrina, fue el primero en observar la norma de vida perfecta que él mismo dictó para monjes observantes, muy distintos de los sarabaítas y giróvagos, plaga de aquellos tiempos.
Nace Benito por los años de 480 en la provincia de Nursia, en los montes Sabinos, no lejos de Roma. Nace en una familia acomodada y tiene, por lo menos, una hermana, por nombre Escolástica.
Ya adolescente, sus padres quieren hacer de él un letrado, un orador, para lo cual le colocan en Roma, asistido en la gran urbe decadente por el aya, que suple las veces de una madre solícita y cariñosa.
Quizá no tiene ya madre en la tierra.
Benito asiste a las aulas de algún rétor y se entrena en la retórica, saliendo discípulo aventajado, como lo demostrará el estilo pulido de su futura Regla, sometido al ritmo o cursus de la elegante prosa entonces en boga.
Pero el joven Benito es un austero montañés, mal avenido con la corrupción de la corte, con el pensar y el vivir de gran parte de la estudiantina, en su mayoría aún pagana. Medita dejar aquel ambiente fétido y malsano, y un buen día sale de la ciudad con dirección a su tierra natal, aunque seguido por su aya, entristecida y alarmada. Se detiene en Afide, parando allí unos meses, conquistándose la simpatía del vecindario, especialmente de su párroco, quien ve en Benito un clérigo ideal, Corre un día la voz de haber recompuesto por arte de milagro un harnero prestado de frágil arcilla.
El que antes desdeñó ser un día gramático o rétor y conseguir con ello un brillante porvenir mundano, huye ahora de la aureola de taumaturgo, buscando un escondido paraje en los cercanos montes, en la cuenca del Anio, hallándolo precisamente junto a unos viejos y desmoronados edificios que habían contemplado las crápulas de la corte neroniana.
Hay allí un embalse artificial y por eso la rocosa cueva por él recogida para mansión se llama cueva de Subiaco (sub-lago).
Enterrado en vida, no habla el intrépido solitario de unos veinte años sino con las alimañas y las aves; de vez en cuando con algún pastor de ovejas y cabras que penetran en la espesura. Un compasivo monje, Román, le viste el hábito monacal y, a hurtadillas de su abad, le propina el necesario alimento, quitándolo de su propia boca.
Ya empieza, contra el todavía imberbe, pero bravo mancebo solitario, la guerra del enemigo malo, rompiéndole a pedradas la esquila que le avisa cuando Román le descuelga por el peñasco la cestilla de pobres provisiones.
Y luego, una ruda tentación carnal, de la que Benito sale triunfador, lanzándose desnudo en el próximo zarzal. Escarmentada la carne, no volverá a rebelarse contra el espíritu.
Ahora le espera al asceta otro género de palestra. Ha visto los peligros de la completa soledad, y, cuando monjes del cenobio de Vicovaro le proponen salir de su retiro y ser su abad, Benito lo consiente, bien que temeroso de su edad y quizá también de un posible fracaso, pareciéndole difícil enderezar a hombres avezados a la indisciplina.
El que hasta entonces había vivido "solo consigo, a la vista del Supremo Inspector", vivirá en adelante con otros en la vida cenobítica o de comunidad, que él considera como la más fuerte y más segura.
Y funda en las cercanías doce conventos con doce monjes cada uno, por el patrón de los monasterios pacomianos del Egipto, en los que oración y trabajo manual están sabiamente organizados.
El abad Benito admite en su convento a gentes de toda edad y condición, a ricos y a pobres, a bárbaros y a romanos, a esclavos y a libres y libertos, con un admirable sentido de cristiana igualdad, porque —dice— "en Cristo todos somos uno y servimos en una misma milicia".
Admite incluso niños, esos pueri oblati, las luego célebres Escuelas monacales, seminario de sabios y de santos.
Entre esos niños ofrecidos por sus padres como ofrenda a Dios con una oblación ritual, están los hijos de dos patricios romanos, Plácido y Mauro, los benjamines de la familia monacal. Con ellos sale cierto día y hace manar copiosa fuente, muy necesaria, dentro del cerco de piedras colocadas por ellos, y entre Mauro y Benito, éste que manda, aquél que obedece, extraen del fondo del lago a Plácido, tragado por las aguas, caminando Mauro a pie, enjuto, sobre el líquido cristal azulado hasta asirlo por el largo cabello.
Pasan días y años en la paz benedictina, entre el ora et labora, dos alas que sostienen al alma en su vuelo. Pero el enemigo, que nunca duerme, concita los ánimos de ciertos monjes revoltosos contra su joven abad, mal avenido con toda liviandad, y quizá demasiado recto para ellos. Murmuran, forcejean, y, al fin, intentan envenenarle con el vino. Mas, ¡oh prodigio! al bendecirlo en el refectorio, quiébrase el vaso. Como el presbítero Florencio, hombre influyente y disoluto, atenta también contra su vida, Benito, siempre sereno, reunida la comunidad, se despide de ella y camina hacia el sur con algunos hermanos adictos a su persona y a la Regla. Entre éstos se cuenta el obediente Mauro, está también el cariñoso cuervo, que grazna y revolotea en torno de la comitiva, cual celoso can, fiel guardador de su amo.
Y llegan juntos a la lejana villa de Cassino, ascendiendo al castro romano que domina el fértil y sonriente valle. Destruidos los simulacros de las divinidades gentiles, los monjes peregrinos establecen allí la vida monástica, aprovechando los muros de antiguos templos y fortaleza. Montecassino será en adelante un místico castillo, una atalaya desde donde los monjes oteen al mundo y calen las nubes en la oración, aunque bajen a librar las batallas del Señor cuando el interés del prójimo así lo demanda.
El monasterio de Benito, "escuela práctica del divino servicio", estará desde ahora constituido por el patrón del cenobio basiliano. En él madura sus experiencias anteriores. Si desde su infancia demostró cierta madurez de anciano, cor gerens senile, podía adiestrarse más y más, y perder quizás algún resabio de aquella nursina durities, característica de su tierra natal. Nadie ya osa envenenar al "venerable varón de Dios, lleno del espíritu de todos los justos".
Quien no le deja en paz es su eterno émulo, Satán, contra cuya picaresca y furia tiene siempre el recurso de la oración y el signo de la santa cruz. A veces bástale el desprecio para fugarlo, cuando le molesta con ruidos, cuando le llama: Maledicte! al no contestarle si le dice: Benedicte!
Y es natural que el diablo le persiga cuando también Benito le persigue él mismo y sus monjes, quemando sus simulacros y derribando sus aras, levantando un bastión espiritual inexpugnable. En él se libran batallas y se adiestran los soldados de Cristo "verdadero Rey, empleando, ante todo, las preclaras y fortísimas armas de la santa obediencia, amando y sirviendo a ese magno Rey que ni muere ni es infiel a sus promesas".
El asedio diabólico llega a ser tan rabioso, que le mata un joven monje, de noble familia, derribando cierto día la pared en construcción. Pero Benito abad arrebata su presa a la muerte voraz. La guerra contra Benito no difiere mucho de las célebres tentaciones del abad Antonio, patriarca de monjes en Egipto. Menos importancia tuvo el imaginario incendio de la cocina monasterial. Menos también el caso de aquella piedra que, con no ser muy pesada, no pueden moverla entre todos los monjes canteros. Pero no la mueven con palanca, la levantan como una plumilla cuando Benito conjura al diablo en ella asentado. De ahí la medalla y la llamada cruz de San Benito, tan buscada por los fieles.
Otro día lo lanza del cuerpo de un monje, obseso por el maligno, quien le mueve a salirse en seguida de la oración común y aun del monasterio. Entonces el conjuro eficaz es un sonoro bofetón y el monje permanece con los demás en el coro.
Se precisa un instrumento eficaz para que la obra emprendida quede consolidada y perdure hasta el fin de los tiempos; una Regla que resuma la evangélica perfección y recoja el espíritu y la experiencia monástica de Oriente y Occidente.
De ahí la Regla benedictina, la Regla maestra, la Santa Regla, la más sabia y prudente de las Reglas (San Gregorio M.), el código que figurará sobre el altar, junto a la Biblia, en algunos concilios de la Iglesia.
El abad Benito, buen romano, que sabe dictar leyes, pero también cumplirlas, es el primero en el coro a las dos de la mañana, cuando comienza el canto de las divinas alabanzas. El es el más asiduo en la "lección divina" diurna y nocturna, en el trabajo de manos, que ocupa al monje varias horas. No come carne de cuadrúpedos, como tampoco sus monjes, pero sí bebe una discreta hemina o módica ración del generoso vino de la soleada Campania, tan regustado por Horacio.
En el régimen abacial, como "padre que es del monasterio", procura a cada cual lo necesario, sin atender a las envidias, pero también sin demostrar injustas y odiosas preferencias, "amando más, únicamente, al que halla más aventajado en la obediencia", que todo lo resume.
Mira con especial solicitud de padre a los monjes enfermos, enfermos del cuerpo o del alma, viendo en ellos, muy especialmente, a Cristo, como también en los huéspedes.
Redacta un código penal, moderado cual ninguno en aquel tiempo, y antes de acudir al cuchillo de la separación con la oveja obstinada en perderse, discurre su caridad mil ingeniosos ardides, mil remedios de prudente médico y de avisado pedagogo. Aunque no transige en punto a los principios básicos, si alguno delinque descubre el delito con su admirable discreción de los espíritus y reprende en forma severa al par que paternal.
Todo el secreto de la evangélica perfección lo cifra en el complejo que llama humildad. Por los doce grados de ésta el alma llega infaliblemente a la celsitud de la perfección, a la unión de caridad más íntima con Dios, la cual fuga el imperfecto temor. Por eso reprende ásperamente a cierto monje joven y noble, alumbrándole él mismo en la comida, para con ello confundir su secreta y mal dominada soberbia.
Quiere con inflexible lógica que todo sea lo que se dice ser. Así el oratorio ha de servir para orar, no para charlar; el abad, que se llama padre, ha de serlo con todas sus consecuencias. Ha de hacer dulce la vida a sus monjes, como también éstos la del abad, y todo, principalmente, por honor y amor a Cristo.
El mayordomo, que comparte algo de la cura abacial, ha de participar asimismo del espíritu de paternidad con los monjes. No son súbditos de un señor y miembros de una sociedad religiosa, sino miembros de una familia; porque en el monasterio ha de haber cálidas relaciones familiares, Entre hermanos de toda edad, condición y temperamento, débense evitar roces dolorosos y hacer del cenobio una antesala del cielo.
El trato mutuo habrá de ser, no sólo correcto, sino de, licado y exquisito. Ni el tuteo está permitido al monje, porque el amor fraterno no excluye el respeto. Benito guarda siempre un continente noble y señorial, propio de su distinguida cuna. Considera que el monje, quizá de villana extracción, elevado ya por su total entrega a Cristo, adquiere una dignidad que le prohibe todo lo rústico y lo vulgar. Ha aprendido en San Ambrosio que "nobleza es virtud", todavía más que herencia de sangre, quizá viciada y corruptible si no corrompida por el vicio, tan general entre ricos y potentados.
Pero si el padre Benito es un asceta contemplativo y mira al cielo desde la torretta de Montecassino, no por eso desdeña la acción de caridad y de apostolado con aquellos que se debaten en lo bajo del valle contra el pecado y la adversidad.
Desciende con frecuencia, requerido por los grandes o por los humildes. Un día será un clérigo que pide aceite para un remedio urgente; otro día vendrá un pobre aldeano acosado por su brutal acreedor; otro día resucitará al niño de cierto labrador que se lo pide con sencilla fe; una vez recibe en audiencia al bárbaro rey Totila, despidiéndole corregido después de anunciarle que, tras de conquistar Roma, pasará a Sicilia, y al nono año morirá.
Pero, si toda humana desgracia conmueve su corazón, aféctale muy especialmente la ceguera de los que no conocen a Dios ni viven como para gozarle para siempre. Y por eso, aun renunciando al propio gusto, pero sin perder por ello la presencia divina, deja con frecuencia su amada soledad claustral, atendiendo a la salud espiritual de los pueblos comarcanos e iniciando así la labor misionera que luego sus monjes habrán de proseguir y ampliar por todo el Occidente, mereciendo con esto el título de padre de Europa que Dom Guéranger y finalmente el papa Pío XII atribuyeron.
El diálogo con los hombres no impide su dialogar con Dios, pues al que "ve al Creador se le hace angosta toda criatura". De donde él saca mayor luz y fuerza es de su trato con la Divinidad en los divinos misterios, el Opus Dei, la obra de Dios por excelencia, a la que nada se debe anteponer, según él enseña, por ser ellos la fuente de toda santidad, ocupación y obra principal del monje, como de todo buen cristiano.
El abad oficia, sin duda, siquiera en los días solemnes del año litúrgico. Es el primer liturgo de la casa y bien se nota que Benito tiene de Roma la confianza e incluso los poderes sacerdotales, requeridos para ciertos actos, como son la excomunión de unas beatas insolentes con su buen capellán,
En el último decenio de su vivir terreno ve Benito extinguirse algunos luceros de la Iglesia, amigos suyos: el gran Cesáreo de Arlés, como él legislador monástico. Luego el sabio abad de Vivario, Casiodoro, mentor de reyes. Una estrellada noche ha contemplado subir a los cielos, en globo, como de fuego, el alma santa de su buen amigo el obispo de Capua, Germán. Pero más aún le afecta el vuelo de paloma al seno del Esposo de su entrañable hermana, la virgen Escolástica, que ante Dios todavía ha podido mas que el, consiguiendo una furiosa tempestad para alargar unas horas la postrera despedida.
Todo esto le va despegando más y más de todo lo transitorio y apegando a lo eterno, afligiéndole asimismo la precaria situación de la patria y de la Iglesia, mal dirigida por el papa Vigilio, a quien el clero romano tilda de perjuro al credo de Calcedonia. Presiente además, nuevas invasiones y saqueos, el incendio y destrucción de su propio monasterio, salvas únicamente las vidas de sus monjes, y todo junto abate al anciano y facilita su vuelo a las altas esferas, donde se alaba a Dios y se le canta el Aleluya sin cansancio.
Quizá las nieblas invernales impresionan también su salud. Resiste la Cuaresma del 547, pero el Jueves Santo, 21 de marzo, asistiendo a los divinos misterios, siéntese morir y quiere hacerlo de pie, como lo deseaba Vespasiano.
Efectivamente; el bravo atleta de Cristo, de pie, envía su espíritu al Creador, nutrido del cuerpo y sangre de Cristo y oleado, sostenido por sus hijos, que celebran entre alegres y tristes el tránsito, la Pascua de su abad, que les había enseñado a "desear con toda concupiscencia espiritual la vida perdurable y con gozo, la santa Pascua".
Unos monjes, más favorecidos, contemplan su alma voladora subiendo sobre alfombras y entre mágicas luminarias, hasta posarse en el trono prometido a cuantos lo dejaron todo por seguir a Cristo.
Y la luminosa estela que tras él queda en el mundo, no se acaba de borrar. Benito, el Pater, Dux et Magister Benedictus, como dice San Bernardo, apacienta todavía con su doctrina, su vida, su intercesión, a cuantos se cobijan entre los pliegues de su amplia cogulla.
GERMÁN PRADO, O. S. B.
10 jul 2015
Santo Evangelio 10 de Julio de 2015
Día litúrgico: Viernes XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 10,16-23): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros.
Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. Cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra. Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre».
«Seréis odiados de todos por causa de mi nombre»
P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat
(Montserrat, Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio remarca las dificultades y las contradicciones que el cristiano habrá de sufrir por causa de Cristo y de su Evangelio, y como deberá resistir y perseverar hasta el final. Jesús nos prometió: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20); pero no ha prometido a los suyos un camino fácil, todo lo contrario, les dijo: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Mt 10,22).
La Iglesia y el mundo son dos realidades de “difícil” convivencia. El mundo, que la Iglesia ha de convertir a Jesucristo, no es una realidad neutra, como si fuera cera virgen que sólo espera el sello que le dé forma. Esto habría sido así solamente si no hubiese habido una historia de pecado entre la creación del hombre y su redención. El mundo, como estructura apartada de Dios, obedece a otro señor, que el Evangelio de san Juan denomina como “el señor de este mundo”, el enemigo del alma, al cual el cristiano ha hecho juramento —en el día de su bautismo— de desobediencia, de plantarle cara, para pertenecer sólo al Señor y a la Madre Iglesia que le ha engendrado en Jesucristo.
Pero el bautizado continúa viviendo en este mundo y no en otro, no renuncia a la ciudadanía de este mundo ni le niega su honesta aportación para sostenerlo y para mejorarlo; los deberes de ciudadanía cívica son también deberes cristianos; pagar los impuestos es un deber de justicia para el cristiano. Jesús dijo que sus seguidores estamos en el mundo, pero no somos del mundo (cf. Jn 17,14-15). No pertenecemos al mundo incondicionalmente, sólo pertenecemos del todo a Jesucristo y a la Iglesia, verdadera patria espiritual, que está aquí en la tierra y que traspasa la barrera del espacio y del tiempo para desembarcarnos en la patria definitiva del cielo.
Esta doble ciudadanía choca indefectiblemente con las fuerzas del pecado y del dominio que mueven los mecanismos mundanos. Repasando la historia de la Iglesia, Newman decía que «la persecución es la marca de la Iglesia y quizá la más duradera de todas».
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Beato Manuel Ruis y compañeñros mártires en Damasco. 10 de junio
10 de Julio
BEATO MANUEL RUIZ Y COMPAÑEROS
MÁRTIRES EN DAMASCO
Franciscanos
+ 10-julio-1860
B. 10-octubre-1926
Uno de los legados más preciados que han recibido los franciscanos de parte de la Santa Sede, a partir de Clemente VI con la bula Gratias Aqimus, fue la custodia y culto de los Santos Lugares que recuerdan los misterios de la Redención de Jesucristo.
LA COMUNIDAD DE SAN FRANCISCO DE DAMASCO
En el convento de San Francisco de Damasco, al que eran enviados los religiosos para aprender árabe y griego antes de iniciar su misión en Palestina, fue donde, en 1860, fueron martirizados ocho franciscanos y dos maronitas.
La comunidad de Damasco se hallaba compuesta por los padres Manuel Ruiz, superior y director del colegio, nacido en San Martín de Ollas (Burgos), Carmelo Volta, párroco y profesor de árabe, de Gandía (Valencia), Engelberto Kolland (austriaco), coadjutor parroquial, Nicanor Ascanio, de Villarejo de Salvanés (Madrid), y los hermanos Juan Jacobo Fernández, de Santa María de Carballeda de Cea (Orense), y Francisco Pinazo, de Alpuente (Valencia).
Después de la Semana Santa de 1859 llegaron los nuevos moradores Nicolás Alberca y Pedro Soler, religiosos jóvenes procedentes del colegio de Misioneros de Priego (Cuenca). El primero, oriundo de Aguilar de la Frontera (Córdoba), y el segundo de Lorca (Murcia), nacido en 1827. Ambos religiosos habían sido enviados para aprender las lenguas árabe y griega, necesarias para su tarea misionera en Tierra Santa.
Los religiosos gozaban de la alta estima de los árabes, incluso de los no cristianos, por su labor religiosa, educativa y social.
La «Paz de París», firmada el 30 de marzo de 1856, después de la guerra de Crimea, constituye el germen de la revolución de 1860 suscitada en Damasco, y que provocó la persecución y martirio de los religiosos y de los cristianos árabes y de la quema del convento-colegio franciscano y de barrios anejos. El problema de fondo que latía desde años atrás en el imperio otomano era la suerte de los súbditos cristianos. La cuestión religiosa era fuente de constantes conflictos en la relación de Turquía con los demás países, originando, a veces, tensiones entre la población turca y cristiana.
A partir del día 2 de marzo, sobre el barrio cristiano de Damasco, se fueron adensando negros nubarrones, presagio de la tormenta revolucionaria. El censo era de 30.000 cristianos frente a los 140.000 musulmanes. La situación de amenaza inmediata no parece inquietar, por el momento, a los misioneros católicos que, fieles a su compromiso, deciden no abandonar sus residencias. El padre Manuel Ruiz escribe el día 2 de marzo al custodio de Tierra Santa, comunicándole los previsibles síntomas del inminente desastre. El colofón de la breve carta, «Cúmplase, ante todo, la voluntad de Dios», manifiesta la aceptación de la muerte que hacía el superior, en nombre propio y de su comunidad.
La situación en Damasco se hace por momentos insostenible. El padre Manuel Ruiz, de nuevo, escribía el 2 de julio de 1860 al procurador de Tierra Santa, diciéndole: nos «hallamos en gran conflicto al presente amenazados por los drusos y del Bajá de Damasco que les da los medios para quitar la vida a todos los cristianos, sin distinción de personas, sean europeos o árabes». Al día siguiente comenzó el populacho a provocar audazmente a «los perros cristianos», así llamados por los drusos, lanzando en el barrio cristiano de Damasco «perros pintados con los colores de algunas banderas europeas y con cruces de madera colgadas del cuello de dichos animales».
Los soldados de Abd-el-Kader, que patrullaban por las calles para poner a salvo a los cristianos, se ofrecieron a la comunidad franciscana para retirarlos del peligro. Estos rehúsan el ofrecimiento, al preferir permanecer en el convento, a fin de acoger a los cristianos europeos y maronitas que buscan refugio, confiados en la robustez del edificio conventual, capaz de resistir las embestidas turcas.
REVOLUCIÓN Y MARTIRIO
Así llegó el 9 de julio de 1860, fecha en que algunos grupos sospechosos cantaban por las calles: La mahla debh in nassaraH, o sea, «qué dulce, qué agradable sacrificar cristianos. Y poco después del mediodía empezaba el temido asalto.
La turba fanatizada invade frenética, en grupos masivos de 500 a 600 personas, el populoso barrio cristiano, que contaba con 3.800 casas, cerrando todas las salidas del mismo. Los cristianos supervivientes de la revolución sangrienta contaban después las dantescas escenas «de asesinato, incendios y saqueo que tuvieron lugar entonces. Los hombres decapitados, violadas las mujeres en presencia de sus esposos o de sus padres, rotos los muebles, robado todo lo que valía..., hubo casa donde un solo turco mató más de cincuenta cristianos robándoles sus joyas y mujeres. Todavía se ven las ruinas y los escombros en el barrio cristiano». Conforme se expandía la revolución, previendo el emir Abd-el-Kader que los asesinatos afectasen a los religiosos, acude con sus patrullas y logra poner a salvo a los jesuitas, paúles e hijas de la caridad y a la mayor parte de los cristianos. Los franciscanos, sin embargo, rehusaron la ayuda.
En efecto, muchos cristianos, habiendo percibido los primeros síntomas de la persecución, corrieron, según costumbre, a refugiarse tras los sólidos muros del convento franciscano, siendo de los primeros los tres hermanos maronitas Francisco, Mooti y Rafael Massabeki con su familia, a los que siguieron los niños de la escuela parroquial y más de un centenar de cristianos. Mooti, el maestro parroquial, después de exhortar a sus alumnos a morir antes que apostatar, los envió, junto a otros cristianos, al palacio de Abd-el-Kader, como lugar más seguro. Antes de su partida, el superior franciscano Manuel Ruiz, con el templo repleto de cristianos, expuso el Santísimo «para impetrar del cielo que alejase aquella amenazadora tempestad, o concediese el acierto y auxilio necesarios para sufrirla con valor». En este sentido dirigió desde el altar ferviente discurso a los presentes que, temblando y con lágrimas en los ojos, se habían refugiado allí. Habiendo abandonado el templo los niños y algún grupo de cristianos para refugiarse en el palacio del emir, el resto del personal con la comunidad franciscana aguardaron el desenlace de los acontecimientos con paciente y temerosa espera.
El 10 de julio de 1860 por la mañana, en un instante, la iglesia, los claustros, las celdas y las azoteas quedarán anegadas de sangre. Momentos antes, ante el peligro inminente, el superior entró en la iglesia y consumió las especies sacramentales. Los cristianos Massabeki fueron las primeras víctimas de las cimitarras turcas, seguidos por los religiosos y el resto de los cristianos. De éstos, «sólo entre los escombros del convento de San Francisco, había ciento veinte (cadáveres) amontonados».
Entre los religiosos, el primero martirizado fue el padre Ruiz en el altar de la iglesia. Le siguió el padre Carmelo Volta que, aprovechando la confusión, se ocultó en un rincón oscuro; y al ser descubierto, fue asesinado a golpes de maza. El padre Engelberto Kolland, que ante el peligro había huido del convento, saltando de una azotea a otra, fue descubierto en una casa vecina, donde pereció con un golpe de cimitarra en la cabeza; y en parecidas circunstancias también lo fue el padre Nicanor Ascanio. A su vez, el padre Nicolás M.a Alberca murió en el convento de un disparo en la cabeza. Los hermanos legos Juan Jacobo Fernández y Francisco Pinazo fueron sorprendidos cuando, para huir del incendio, subían la escalera del campanario. En la azotea les rompieron la espina dorsal con una maza de madera, y después de atravesarlos con un arma punzante, arrojaron sus cuerpos al patio.
A cada uno de los religiosos, antes de producirse el martirio, se les intimaba a abrazar la fe mahometana, y ante su postura negativa, les sobrevenía el martirio.
MARTIRIO DEL LORQUINO PEDRO SOLER
El último en afrontar el martirio fue el murciano Pedro Soler. En la noche del 9 de julio de 1860, el padre Soler, al asegurarse de que los turcos drusos estaban reduciendo a sangre y fuego lo que encontraban en el convento, decidió refugiarse en la escuela. Entonces, tomando de la mano a un niño de doce años, llamado José Massabeki, hermano de Naame, e hijo de Mooti, maestro de la escuela parroquial franciscana, y a otro llamado Antonio Taclagi, dijo al primero:
—Ven conmigo, y si yo no entiendo bien lo que los turcos me dicen, tú me lo explicarás.
Mas, pensando el padre Soler que exponía a la muerte a aquellos niños, corrió a esconderlos en la escuela parroquial. Mientras ellos cruzan del convento a la escuela, a través del patio, fueron divisados por un turco, desde una azotea próxima al convento y los denunciaron. Y los turcos irrumpieron en la escuela.
Allí encontraron al padre Soler. Los drusos, agarrando del hábito por la espalda, y sin mediar palabra, arrastraron el cuerpo del religioso hasta el centro del aula. En este momento, sacando fuerza de la debilidad, gritó con fuerte voz: ¡Viva Jesucristo!
El jefe de la turba, Kaugiar, lo apremia con saña y sarcasmo:
—Pero, tú, que eres cristiano, puedes salvar la vida si renuncias a tu falsa religión y abrazas la de nuestro gran profeta Mahoma.
—No, «habibi», esto es, «amigo mío»; jamás cometeré tal impiedad. Soy cristiano y prefiero mil veces morir.
Los dos niños, desde la oscuridad donde estaban escondidos, contemplaron con sus propios ojos la crueldad con que se ejecutó el martirio: «superior al del padre Alberca», asegura uno de los testigos.
El padre Pedro Soler, para mostrar más claramente su inmutable determinación, se puso de rodillas e hizo la señal de la cruz, en actitud de ofrecer a Dios el holocausto de su vida. Luego, inclinando su cuello, lo ofreció al verdugo Kaugiar, jefe de los asesinos, el cual, según el niño José, le asestó una «gran cuchillada» con la cimitarra, cayendo al suelo boca abajo el cuerpo del Beato Soler. Los restantes correligionarios turcos se arrojaron sobre el cuerpo, consumando el holocausto a fuerza de crueles golpes en la cabeza y espalda. No satisfechos todavía, un joven componente del grupo asesino, apunta el otro niño, Antonio Taclagi, coronó el martirio del padre Soler, cortándole la cabeza y mostrándola, orgulloso, como un trofeo.
Sus cuerpos, restaurando el convento de San Francisco, fueron sepultados en el templo conventual en el que actualmente se veneran.
BEATIFICACIÓN
El día 10 de octubre de 1926, el Beato Pío XI proclamó oficial y públicamente la beatificación de los mártires franciscanos. El pontífice, con un vigor y entusiasmo «que nos produce impresión profunda», habló del orgullo de España al contar entre los suyos a siete de estos mártires y de su heroicidad, «mereciendo el cielo y el honor de la Iglesia universal», e invitándonos «a imitarlos en la robustez de la fe y en la simplicidad de sus vidas».
PEDRO RIQUELME OLIVA, O.F.M.
9 jul 2015
Santo Evangelio 9 de Julio de 2015
Día litúrgico: Jueves XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 10,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos de quién hay en él digno, y quedaos allí hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Y si no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies. Yo os aseguro: el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquella ciudad».
«Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca»
Rev. D. Antonio BORDAS i Belmonte
(L’Ametlla de Mar, Tarragona, España)
Hoy, el texto del Evangelio nos invita a evangelizar; nos dice: «Predicad» (cf. Mt 10,7). El anuncio es la buena nueva de Jesús, que intenta hablarnos del reino de Dios, que Él es nuestro salvador, enviado por el Padre al mundo y, por este motivo, el único que nos puede renovar desde dentro y cambiar la sociedad en la que vivimos.
Jesús anunciaba que «el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 10,7). Él era el anunciador del reino de Dios que se hacía presente entre los hombres y mujeres en la medida en que el bien avanzaba y retrocedía el mal.
Jesús quiere la salvación del hombre total, en su cuerpo y en su espíritu; más aun, ante el enigma que preocupa a la humanidad, que es la muerte, Jesús propone la resurrección. Quien vive muerto por el pecado, cuando recupera la gracia, experimenta una nueva vida. Éste es un gran misterio que comenzamos a experimentar a partir de nuestro bautismo: ¡los cristianos estamos llamados a la resurrección!
Una muestra de cómo el Papa Francisco busca el bien del hombre: «Esta “cultura del descarte” nos ha hecho insensibles también al derroche y al desperdicio de alimentos. En otro tiempo nuestros abuelos cuidaban mucho que no se tirara nada de comida sobrante. ¡El alimento que se desecha es como si se robara de la mesa del pobre, de quien tiene hambre!».
Jesús nos dice que seamos siempre portadores de paz. Cuando los sacerdotes llevamos la Comunión a un enfermo decimos: «¡La paz del Señor a esta casa!». Y la paz de Cristo permanece ahí, si hay personas dignas de ella. Para recibir los dones del reino de Dios se necesita una buena disposición interior. Por otro lado, también vemos cómo mucha gente pone excusas para no recibir el Evangelio.
Nosotros tenemos un gran cometido entre los hombres, y es que no podemos dejar de anunciar el Evangelio después de haber creído, porque vivimos de él y queremos que otros también lo vivan.
«No os procuréis oro, ni plata (...) para el camino»
Rev. D. David COMPTE i Verdaguer
(Manlleu, Barcelona, España)
Hoy, hasta lo imprevisto queremos tenerlo previsto. Hoy triunfan los servicios a domicilio. Y si hoy hablamos tanto de paz, quizá es porque estamos muy necesitados de ella. El Hoy del Evangelio toca de lleno estos distintos “hoy”. Vayamos por partes.
Queremos prever hasta lo imprevisible: pronto haremos un seguro por si el seguro nos falla. O cuando uno compra unos pantalones, ¡el dependiente nos ofrece el modelo con manchas o descoloridos incluidos! El Evangelio de hoy, con la invitación a ir desprovistos de equipaje («No os procuréis oro ni plata...»), nos invita a la confianza, a la disponibilidad. Pero alerta, ¡esto no es dejadez! Tampoco improvisación. Vivir esta realidad sólo es posible cuando nuestra vida está enraizada en lo fundamental: en la persona de Cristo. Como decía el Papa Juan Pablo II, «es necesario respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia (...). No se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos hacer nada’ (cf. Jn 15,5)».
También es cierto que proliferan los servicios a domicilio: nada de catering; ahora te hacen la tortilla de patatas en casa. Sirve de icono de una sociedad donde las personas tendemos fácilmente a ir a la nuestra, a organizarnos la vida prescindiendo de los demás. Hoy Jesús nos dice «id»; salid. Esto es, tened en cuenta aquellos que tenéis a vuestro lado. Tengámoslos, pues, realmente en cuenta, abiertos a sus necesidades.
¡Vacaciones, un paisaje tranquilo..., ¿son sinónimos de paz? Parece que tenemos motivos serios para dudar de ello. Quizá muchas veces son un letargo de las zozobras interiores; éstas, más adelante, volverán a despertar. Los cristianos sabemos que somos portadores de paz, es más, que esta paz impregna todo nuestro ser —también cuando a nuestro alrededor encontramos un ambiente hostil— en la medida que seguimos de cerca de Jesús.
¡Dejémonos tocar, pues, por la fuerza del Hoy de Cristo! Y..., «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo» (Juan Pablo II).
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Nuestra Sra. del rosario de Chiquinquirá 9 de Julio
Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá
Patrona de Colombia
9 de Julio
El 9 de julio de 1919, las autoridades civiles y religiosas (Msr. Herrera, Arzobispo de Bogotá y don Marco Fidel Suárez, Presidente de la República) coronaron solemnemente a nuestra señora de Chiquinquirá como Reina de Colombia.
Historia de Nuestra Señora de Chiquinquirá
Hacía el año 1563 Don Antonio de Santana jefe español del pueblo de Sutamarchán llevá a la Capilla de su pueblo una imagen que por medio del hermano dominico Andrés Jadraque ha mandado pintar en tunja al pintor Alonso de Narváez.
El encargo era pintar la Virgen del Rosario, pero como sobraba tela a los lados, pintaron al lado derecho de la Virgen a San Antonio (Patrono de Dn Antonio de Santana) y al lado izquierdo a San Andrés (Apóstol del Hmno. Andrés) este santo tiene a su lado la cruz en que lo crucificaron (en forma de X) y San Antonio lleva sobre un libro al Niño Jesús (porque se dice que se le aparecía el Divino Niño). El cuadro es colocado en la Capilla de Sutamarchán pero como el techo es de paja, poco a poco empiezan a caer goteras, y unos años después la pintura está casi totalmente borrada.
En 1578 el cuadro está tan borroso y deteriorado que el Párroco, P. Leguizamón, lo hace quitar del altar y lo envía a una finca que el Sr. Santana tiene en Chiquinquirá, finca llamada "Aposentos" palabra que significa "casa grande para dar alojamiento a indios y campesinos). En 1585 llega de España una sencilla mujer, llamada María Ramos, familiar de la esposa de Don Antonio de Santana y se va a trabajar como doméstica a la casa de ellos en Chiquinquirá.
Allí en el ranchejo que hace de Capilla encuentra María Ramos el cuadro que en 1578 había sido quitado de la Capilla de Sutamarchán por estar demasiado viejo y borrado, pero ahora si que es cierto que está deteriorado. Todo es agujero y mugre.
La piadosa mujer lo observa y al ser informada de que en un tiempo fué una imagen de la Sma. Virgen, pero que por estar ya tan en mal estado se ha empleado para poner semillas a secar al sol, se dedica a quitarle el polvo y la mugre y lo cuelga en una especie de marco. María Ramos pasa largos ratos de rodillas allí ante el borroso cuadro pidiendo a la Virgen que la consuele porque extraña su casa y su patria, y rogándole que por favor se digne hacerse un poco más visible porque allí en aquella tela casi no se notaba nada.
Pasan los meses, y María Ramos suplicaba: "Rosa del cielo ¿cuándo te pondremos contemplar bien?".
La Renovación: Dice la crónica de aquel tiempo: así las cosas el día 26 de diciembre de 1586, a eso de las 9 de la mañana pasaba una india cristiana llamada Isabel que llevaba en la mano a su hijo de 4 años llamado Miguel y al pasar por frente a la Capilla le dijo: "Madre mía, mire a la Madre de Dios que está en el suelo" volvió la india hacia el altar y vió como la imagen de la Madre de Dios estaba en el suelo despidiendo de si un resplandor celestial que inundaba toda la Capilla. Quedó asombrada la india y muy despavorida le dijo en altas voces a María Ramos: "mire señora que la Madre de Dios se ha bajado del sitio donde estaba y parece que se está quemando".
Volvió María Ramos el rostro y vió que la imagen de la Sma. Virgen estaba de la manera que decía la india y admirada de ver tan estupendo portento, llena de asombro y pasmo, dando goces y derramando lágrimas fué corriendo hasta el sitio donde estaba la imagen y arrodilándose se quedó mirándola y rezándole con gran fe y devoción.
A los clamores de María Ramos y de la india, acudió Juana de Santana, y juntas, las tres piadosas mujeres, postradas de rodillas estuvieron largo rato contemplando gozosas aquellos resplandores de Gloria que llenaban de luz la Capilla y de alegría los corazones.
Y sigue diciendo la crónica de aquel tiempo: "Estaba la milagrosa imagen en el suelo recostada e inclinada hacia el altar en el mismo sitio en el que acostumbraba hacer oración María Ramos. La pintura se había vuelto tan renovada y de celestiales colores y que era una gloria el verla. Cesaron los resplandores que despedía la milagrosa imagen de la madre de Dios y después de un rato, con respeto y devoción levantaron de aquel sitio el milagroso cuadro y lo colocaron en el puesto que había ocupado antes, sobre el altar.
"Apenas estuvo colocado el cuadro en su sitio, llegaron otro tanto de mujeres del servicio y viendo la bendita imagen en aquella hermosura nunca vista y con el rostro tan encendido, renovada de colores toda la imagen, se quedaron asombradas y postrándose de rodillas todos los presentes hicieron adoración y todo aquel día estuvo llena de gente la humilde Capilla, pues muchos venían a dar gracias a Dios y a contemplar la maravillosa imagen y la celestial hermosura que se ve al presente.
La fama de tan impresionante suceso corrió rápidamente por todo el vecindario. Indios y españoles comenzaron a acudir de todos los alrededores, y en un par de meses todo el territorio del virreinato Nueva Granada, estaba informado el acontecismo, y los milagros empezaron a duplicarse.
A los 15 días llegó el párroco de Sutmarchán a comprobar el hecho. Se quedó admirado de la renovación milagrosa. Habiendo reverenciado a la Virgen con mucha devoción, llamó a los testigos que habían presenciado la Renovación y ante un escribano les hizo hacer declaraciones juramentadas de lo que habían visto, con todos sus detalles. Todos declararon bajo la gravedad del juramento lo que acabamos de narrar, y el 10 de enero de 1587 en sobre cerrado y sellado fueron enviadas estas declaraciones al Arzobispo de Santa Fe de Bogotá.
El Sr. Arzobispo ante la noticia de que de todas partes se dirigen peregrinos a rezar ante el famoso cuadro, envía a unos investigadores especiales a indagar todos los detalles y después de mil averiguaciones, los especialistas concluyen que lo acontecido es algo excepcional, algo divino. Entonces el Sr. Arzobispo en persona se va a visitar el cuadro y no le queda más que repetir las palabras que dijo Jacob en la Biblia: "Verdaderamente Dios está en este sitio, y yo no lo sabía" (Gn. 28, 16).
Las gentes acudían de todas la regiones y la Madre bendita comenzó a obrar curaciones y conversiones en favor de devotos. Pero el milagro más grande y más frecuente que la Virgen de Chiquinquirá hace a sus devotos es la de la Conversión, que dejen su vida de pecado
8 jul 2015
Santo Evangelio 8 de Julio de 2015
Día litúrgico: Miércoles XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 10,1-7): En aquel tiempo, llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el mismo que le entregó. A éstos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca».
«Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca»
Rev. D. Fernando PERALES i Madueño
(Terrassa, Barcelona, España)
Hoy, el Evangelio nos muestra a Jesús enviando a sus discípulos en misión: «A éstos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones» (Mt 10,5). Los doce discípulos forman el “Colegio Apostólico”, es decir “misionero”; la Iglesia, en su peregrinación terrena, es una comunidad misionera, pues tiene su origen en el cumplimiento de la misión del Hijo y del Espíritu Santo según los designios de Dios Padre. Lo mismo que Pedro y los demás Apóstoles constituyen un solo Colegio Apostólico por institución del Señor, así el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, forman un todo sobre el que recae el deber de anunciar el Evangelio por toda la tierra.
Entre los discípulos enviados en misión encontramos a aquellos a los que Cristo les ha conferido un lugar destacado y una mayor responsabilidad, como Pedro; y a otros como Tadeo, del que casi no tenemos noticias; ahora bien, los evangelios nos comunican la Buena Nueva, no están hechos para satisfacer la curiosidad. Nosotros, por nuestra parte, debemos orar por todos los obispos, por los célebres y por los no tan famosos, y vivir en comunión con ellos: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de los ancianos como a los Apóstoles» (San Ignacio de Antioquía). Jesús no buscó personas instruidas, sino simplemente disponibles, capaces de seguirle hasta el final. Esto me enseña que yo, como cristiano, también debo sentirme responsable de una parte de la obra de la salvación de Jesús. ¿Alejo el mal?, ¿ayudo a mis hermanos?
Como la obra está en sus inicios, Jesús se apresura a dar una consigna de limitación: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 10,5-6). Hoy hay que hacer lo que se pueda, con la certeza de que Dios llamará a todos los paganos y samaritanos en otra fase del trabajo misionero.
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8 de Julio Beato Eugenio III, Papa
8 de Julio
Beato Eugenio III, Papa
San Antonio lo señala como a "uno de los Pontífices más grandes y que más sufrieron". Nació en Montemagno, entre Pisa y Lucca. Después de ocupar un cargo en la curia episcopal de Pisa, ingresó en 1135 al monasterio cisterciense de Claraval. Tomó el nombre de Bernardo, y San Bernardo fue su superior en aquel monasterio. Cuando el Papa Inocencio II pidió que algunos cisterciences fuesen a Roma, San Bernardo envió a su homónimo como jefe de la expedición. Los cistercienses se establecieron en el convento de San Anastasio (Tre Fontane).
A la muerte del Papa Lucio II, en 1145, los cardenales eligieron para sucederle a Bernardo, el abad de San Anastasio. El nuevo Pontífice tomó el nombre de Eugenio y fue consagrado en la abadía de Farfa. En enero de 1147, aceptó con gusto la invitación que le hizo Luis VII de que fuese a predicar la cruzada en Francia. En la segunda cruzada no tuvieron buenos resultados. El Papa permaneció en Francia hasta que el clamor popular por el fracaso de la cruzada le hizo imposible permanecer más tiempo en ese lugar. Durante su estancia en aquel país, presidió los sínodos de París, Tréveris y Reims, que se ocuparon principalmente de promover la vida cristiana; también hizo cuanto pudo por reorganizar las escuelas de filosofía y teología. En mayo de 1148 el Pontífice volvió a Italia y excomulgó a Arnoldo de Brescia (quien en sus peores momentos presagiaba a los demagogos doctrinarios de épocas posteriores). San Bernardo dedicó al Sumo Pontífice su tratado ascético "De Consideratione", donde afirmaba que el Papa tenía como principal deber atender a las cosas espirituales y que no debía dejarse distraer demasiado por asuntos que corresponden a otros.
Eugenio III partió de Roma en el verano de 1150 y permaneció dos años y medio en la Campania, procurando obtener el apoyo del emperador Conrado III y de su sucesor, Federico Barbarroja.
El santo murió en Roma el 8 de julio de 1153. Su culto fue aprobado en 1872.
7 jul 2015
Santo Evangelio 7 de Julio de 2015
Lectura del santo evangelio según san Mateo (9,32-38):
En aquel tiempo, presentaron a Jesús un endemoniado mudo. Echó al demonio, y el mudo habló.
La gente decía admirada: «Nunca se ha visto en Israel cosa igual.»
En cambio, los fariseos decían: «Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios.»
Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias. Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos: «Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies.»
Palabra del Señor
Comentario al Evangelio del martes, 7 de julio de 2015
Queridos hermanos, paz y bien.
Muy típico de los hombres, cuando no se puede negar el hecho, se apela a una mala intención. Por algo lo hará o ¿qué querrá?, son pensamientos que a algunos les atacan ante el bien que los demás hacen. A los que no actúan como nos gusta, o los excluimos o los demonizamos.
Nosotros muchas veces también estamos mudos. No hablamos, o decimos cosas que no aprovechan a los demás, o no damos testimonio, cuando en el trabajo o en la universidad o en la calle se habla (generalmente mal) de Dios o de la Iglesia. Hablamos mucho, decimos muchas palabras, pero estamos mudos espiritualmente. Necesitamos llenarnos de Dios. Hablar de lo que Dios nos inspire. Creemos ver muchas cosas, saberlo todo de ciertas realidades, pero no nos damos cuenta de que somos sólo unos pobres ciegos hasta que Jesús no libera nuestros ojos abriéndolos sobre un mundo nuevo, un mundo que antes ni siquiera imaginábamos.
Cuando estamos en la onda de Dios, vemos lo que Él ve y hablamos de loa que Él habla, entonces comprendemos la petición de Cristo. Muchas fuerzas se enfrentan a la misión de la Iglesia. Hoy hacen falta muchos trabajadores, personas que quieran poner su vida al servicio del evangelio del amor, de la paz y la justicia. Hay que cumplir con el mandato de Cristo, orar mucho y dar testimonio, para que aparezcan todo tipo de vocaciones, no solo sacerdotales, sino también laicales y religiosas, al servicio del Reino de Dios.
Vuestro hermano en la fe, Alejandro, C.M.F.
San Fermín, Obispo de Pamplona 7 de Julio
7 de julio
SAN FERMÍN
Obispo de Pamplona
(† 553)
Pamplona era entonces Pompelon, una pequeña aglomeración urbana fundada por los romanos, presidiendo en el centro de la tierra navarra, sobre una pequeña meseta a las orillas del Arga, una llanura rodeada de montañas. Los vascos habitantes de esta llanura conocían esa población romana con el nombre de Iruña, es decir, la ciudad. Según Estrabón: "Sobre la Jaccetania, hacia el Norte, habitan los vascones, en cuyo territorio se halla Pompelon".
Pompelon, producto humano lógico, tenía para los romanos un valor estratégico, pero asimismo realizaba otra importante misión: reunía las ásperas montañas pirenaicas, tras las cuales se extendían los ubérrimos campos de Aquitania, con la comarca de las riberas colindantes con el Ebro. Pompelon era un punto de confluencia en el trazado de las vías romanas que atravesaban Navarra.
Aún no había cristianos en el país. Los más antiguos cuentos del folklore vasco, unos cuentos de contextura esquemática que resuenan todavía desde un fondo de siglos, establecen la separación de dos mundos radicalmente distintos: el mundo cristiano y el mundo anterior a la evangelización del país. Hay en algunos de esos seculares cuentos, procedentes casi todos de una edad pastoril, alusiones claras a las primeras iglesuelas cristianas y al conjunto de prevenciones y de resistencias que su emplazamiento exaltaba entre los gentiles. El vasco introdujo en su milenario idioma el adjetivo "gentil" (jentillak, los gentiles), expresando así el mundo idolátrico de sus antepasados, desconocedores del cristianismo o refractarios a su introducción.
Todos los habitantes de la tierra vasca eran entonces gentiles, lo mismo, que fuesen pastores en el campo que los avecindados en las aglomeraciones urbanas. Pompelon y sus habitantes pertenecían al mundo del paganismo. Entre esos habitantes se contaba Firmo, alto funcionario de la administración romana en la ciudad, y su esposa Eugenia, matrona de ilustre ascendencia. Todo hace imaginar, sin embargo, que Firmo y Eugenia, aunque paganos, eran creyentes, que sus almas sentían aspiraciones mucho más allá de sus efigies tutelares predilectas. Firmo y Eugenia ofrendaban, sacrificaban en los altares de su culto con la sencilla fe del pueblo que creía en sus dioses con una pasión que durante casi medio milenio hizo frente al cristianismo, que avanzaba con fuerza arrolladora. En la fe pagana del pueblo había ardor y había vitalidad. Esto explica los mártires.
En la vida de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, nos movemos en un mundo de conjeturas, pero la mención del nombre de la madre evoca la gran receptibilidad de las mujeres paganas a la nueva doctrina destinada a toda la humanidad, sin excluir de la esperanza a los más humildes y despreciados, y que traía un positivo consuelo a los desesperados y a los vacilantes.
Las viejas hagiografías describen a Firmo y Eugenia dirigiéndose al templo de Júpiter para ofrecer sacrificios, y detenidos en el camino a la vista de un extranjero que con dulce y grave palabra explicaba al pueblo la figura y la doctrina de Cristo. Al llegar aquí hay que imaginarse el amoroso ardor de aquellos humildes y eficaces apóstoles, mucho más cercanos que nosotros en el tiempo a la figura de Jesús.
Firmo y Eugenia invitaron a su hogar al extranjero, hondamente impresionados por el discurso de éste. Honesto, que así se llamaba el apóstol, explicó a aquéllos los fundamentos de la religión cristiana, y cómo venía de Tolosa de Francia, de donde le había enviado el santo obispo Saturnino, discípulo de los apóstoles, con la concreta misión de difundir en Pompelon la fe de Jesucristo. Las convincentes palabras de Honesto en la intimidad del hogar de Firmo conmovieron todavía más a éste, que no solamente dio a aquél esperanzas de convertirse al cristianismo, sino que, además, manifestó deseos de conocer a Saturnino.
El santo obispo de Tolosa no tardó mucho en acceder a los deseos de Firmo. Una cosa es la gran devoción de Pamplona y Navarra a San Saturnino, pero tiene sobre todo importancia ese recio resumen de su obra apostólica que acostumbran añadir los navarros a la mención del mártir y que vale por la mejor biografía:
"San Saturnino, el que nos trajo la fe".
Cuentan que Saturnino evangelizó en Navarra más de cuarenta mil paganos, entre ellos a Firmo, Fausto y Fortunato, los tres primeros magistrados de Pompelon, y que, a impulsos de aquella ardorosa predicación, se construyó rápidamente la primera iglesia cristiana, que pronto resultó insuficiente.
Todos estos preliminares, un poco largos, resultan necesarios para explicar la figura de Fermín, el hijo de Firmo y Eugenia, niño de diez años de edad, que Honorato se encargó de modelar en el espíritu al quedar a la cabeza de la grey de Pompelon, vuelto ya Saturnino a Tolosa. La historia de Fermín, a esa grande e imprecisa distancia histórica, resulta demasiado lineal, pero no por eso menos reveladora del ardor de aquellos heroicos confesores de Jesucristo, íntimamente comprometidos a confesarla dondequiera y en cualquier situación que fuese. Honesto, dedicando con afán sus esfuerzos al alma que él adivinó excepcional del niño Fermín, obtuvo que éste, ya para los dieciocho años, hablara en público con admiración de todos los oyentes. Firmo y Eugenia enviaron entonces a Fermín a Tolosa, poniéndole bajo la dirección de Honorato, obispo y sucesor de Saturnino. Este, no menos admirado del talento y de la prudencia de Fermín, venciendo su modestia, le ordenó presbítero, consagrándolo después obispo de Pamplona, su ciudad natal.
El celo evangelista de Fermín en su tierra navarra emparejaba con el de su antecesor Saturnino. Al conjuro de la palabra entusiasta de Fermín los templos paganos se arruinaban sin objeto y los ídolos hacíanse pedazos: en poco tiempo el territorio fue llenándose de fervorosos cristianos.
Las devociones fundamentales de San Fermín eran precisamente las devociones fundamentales, dicho sea sin ánimo de paradoja: la Santísima Trinidad y la Santísima Virgen María. Invocando a la Santísima Trinidad, la devoción de las devociones, operaba milagros tan prodigiosos que los gentiles en Navarra y en las Galias llegaron a mirarle como un dios. Vamos a dejar a un lado la leyenda. Digamos en lenguaje actual que el amor de Dios inflamaba el alma de Fermín en una caridad milagrosa.
Fermín, después de ordenar suficiente número de presbíteros en su tierra, pasó a las Galias, cuyas regiones reclamaban el entusiasmo del joven obispo, pues a la sazón ardía en ellas furiosa la persecución. La indiferencia ante la persecución constituía en Fermín otra manera de predicar y no precisamente la menos eficaz. Los paganos de Agen, de la Auvernia, de Angers, de Anjou, en el corazón de las Galias, y también en Normandía, quedaban admirados de aquella presencia que daba sereno testimonio de Cristo, indiferente a todos los peligros. El ansia tranquila del martirio movía a Fermín.
Esta ansia dirigió a Fermín hacia Beauvais, donde el presidente Valerio sostenía una crudelísima persecución contra todo lo que tuviera nombre de cristiano. Fermín, encerrado muy a poco de llegar, hubiese muerto en la prisión, víctima de durísimas privaciones y sufrimientos, de no haber acaecido la muerte de Valerio, circunstancia que el pueblo creyente aprovechó para ponerlo en libertad. La fama de su entereza moral y su gesto de comenzar a predicar públicamente a Jesucristo tan pronto como salió de la cárcel movieron en aquella ocasión eficazmente el corazón de muchos paganos, que juntamente con los viejos cristianos, contagiados todos ellos del entusiasmo de Fermín, edificaron iglesias por todo el territorio.
A Fermín, infatigable, se le señala en la Picardia y más tarde, de regreso de una correría por los Países Bajos, otra vez en la ciudad de Amiéns, capital de aquella región, en donde había de encontrar gloriosa muerte. La cercanía intuida del martirio acrecentó más todavía su santa indiferencia y el entusiasmo de Fermín, ya incontenible en su empeño de predicar a Jesucristo. Por otra parte, la fe de Fermín seguía operando prodigios asombrosos, comparables a los de los primeros apóstoles.
El pretor de Amiéns, alarmado de aquel ascendiente, llamó a su presencia a Fermín; pero, prendado de su persona y de la sinceridad de sus palabras, mandó ponerle en libertad. Pero, como Fermín insistiera en predicar al pueblo la fe en Cristo, el pretor, volviendo de su acuerdo, ordenó encerrarlo en la prisión. La agitación del pueblo creyente, mal resignado con esta medida, determinó un miedoso y cruel impulso del pretor: mandó cortar la cabeza a San Fermín en la misma cárcel. En medio de la consternación de los cristianos un tal Faustiniano, convertido por San Fermín, tuvo el valor de atreverse a rescatar el cuerpo decapitado para enterrarlo provisionalmente en una de sus heredades, y más tarde, con todo sigilo, trasladó los restos de aquel gran devoto de María a una iglesia que el mismo San Fermín había dedicado a la Santísima Virgen.
JOSÉ DE ARTECHE
6 jul 2015
Santo Evangelio 6 de Julio de 2015
Día litúrgico: Lunes XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 9,18-26): En aquel tiempo, Jesús les estaba hablando, cuando se acercó un magistrado y se postró ante Él diciendo: «Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá». Jesús se levantó y le siguió junto con sus discípulos. En esto, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años se acercó por detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: «Con sólo tocar su manto, me salvaré». Jesús se volvió, y al verla le dijo: «¡Ánimo!, hija, tu fe te ha salvado». Y se salvó la mujer desde aquel momento.
Al llegar Jesús a casa del magistrado y ver a los flautistas y la gente alborotando, decía: «¡Retiraos! La muchacha no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él. Mas, echada fuera la gente, entró Él, la tomó de la mano, y la muchacha se levantó. Y la noticia del suceso se divulgó por toda aquella comarca.
«Tu fe te ha salvado»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
Hoy, la liturgia de la Palabra nos invita a admirar dos magníficas manifestaciones de fe. Tan magníficas que merecieron conmover el corazón de Jesucristo y provocar —inmediatamente— su respuesta. ¡El Señor no se deja ganar en generosidad!
«Mi hija acaba de morir, pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá» (Mt 9,18). Casi podríamos decir que con fe firme “obligamos” a Dios. A Él le gusta esta especie de obligación. El otro testimonio de fe del Evangelio de hoy también es impresionante: «Con sólo tocar su manto, me salvaré» (Mt 9,22).
Se podría afirmar que Dios, incluso, se deja “manipular” de buen grado por nuestra buena fe. Lo que no admite es que le tentemos por desconfianza. Éste fue el caso de Zacarías, quien pidió una prueba al arcángel Gabriel: «Zacarías dijo al ángel: ‘¿En qué lo conoceré?’» (Lc 1,18). El Arcángel no se arredró ni un pelo: «Yo soy Gabriel, el que está delante de Dios (...). Mira, te vas a quedar mudo y no podrás hablar hasta el día en que sucedan estas cosas, porque no diste crédito a mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo» (Lc 1,19-20). Y así fue.
Es Él mismo quien quiere “obligarse” y “atarse” con nuestra fe: «Yo os digo: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá» (Lc 11,9). Él es nuestro Padre y no quiere negar nada de lo que conviene a sus hijos.
Pero es necesario manifestarle confiadamente nuestras peticiones; la confianza y connaturalizar con Dios requieren trato: para confiar en alguien le hemos de conocer; y para conocerle hay que tratarle. Así, «la fe hace brotar la oración, y la oración —en cuanto brota— alcanza la firmeza de la fe» (San Agustín). No olvidemos la alabanza que mereció Santa María: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45).