Francisco Marto, Beato Vidente de Fátima, 4 de abril


Francisco Marto, Beato
Vidente de Fátima, 4 de abril

Niño Vidente de la Virgen en Fátima

Martirologio Romano: En el lugar de Aljustrel, cerca de Fátima, en Portugal, beato Francisco Marto, que, consumido por una enfermedad, siendo todavía niño, brilló por la suavidad de costumbres, la perseverancia en los sufrimientos y en la fe, y también por la asiduidad en la oración. († 1919)

Fecha de beatificación: 13 de mayo de 2000 por el Papa Juan Pablo II.

Nació en Aljustrel, Fátima, el 11 de Junio de 1908. Fue bautizado el 20 de Junio de 1908. 

Cayó victima de la neumonía en Diciembre de 1918 y falleció en Aljustrel a las 22 horas del día 4 de Abril de 1919. 

Sus restos mortales quedaron sepultados en el cementerio parroquial de Fátima hasta el día 13 de marzo de 1952, fecha en que fueron trasladados para la Basílica de Cova da Iria (lado derecho según se entra). 

Su gran preocupación era la de “consolar a Nuestro Señor”. El Espíritu de amor y reparación para con Dios ofendido, fueron notables en su vida tan corta. Pasaba horas “pensando en Dios”. Según su historia, el pequeño Francisco pasaba largas horas "pensando en Dios", por lo que siempre fue considerado como un contemplativo. 

Su precoz vocación de eremita fue reconocida en el decreto de heroicidad de virtudes, según el que después de las apariciones "se escondía detrás de los árboles para rezar solo; otras veces subía a los lugares más elevados y solitarios y ahí se entregaba a la oración tan intensamente que no oía las voces de los que lo llamaban".

Hoy festejamos de nacimiento de Francisco al Reino de Dios; Francisco junto a su hermana Jacinta son festejados el 20 de febrero.

Si tiene información relevante para la canonización de los beatos Jacinta y Francisco, escriba a:
Rev. Anton Witwer, SJ

Secretariado dos Pastorinhos
Aptdo. 6
Rua de São Pedro, 9
2496-908 Fátima, PORTUGAL


Por: . | Fuente: ACI Prensa

San Isidoro, Arzobispo de Sevilla 4 de Abril

San Isidoro, Arzobispo de Sevilla
4 de Abril

Nació en Sevilla en el año 556. Era el menor de cuatro hermanos, quienes también fueron elevados a los altares: San Leandro, San Fulgencio y Santa Florentina. Su hermano mayor, San Leandro, que era obispo de Sevilla, se encargó de su educación conllevando a que el santo adquiriese el hábito de dedicar mucho tiempo al estudio y a la oración. Al morir Leandro, San Isidoro ocupó el cargo de Obispo de Sevilla, y por 38 años administró la Prelatura española con gran brillo y notables éxitos.

San Isidoro fue el obispo más sabio de su tiempo en España. Poseía la mejor biblioteca de la nación, y escribió varios libros, entre ellos el más famoso fue "Las Etimologías", el Primer Diccionario que se hizo en Europa. También escribió "La Historia de los Visigodos" y biografías de hombres ilustres. Muchos historiadores y teólogos consideran al santo como un puente entre la Edad Antigua y la Edad Media que empezaba. Su influencia fue muy grande en toda Europa y principalmente en España. Su ejemplo llevó a muchos a dedicar su tiempo libre al estudio y a las buenas lecturas.

Se preocupaba mucho por la instrucción del clero, por esto, se encargó de que en cada diócesis hubiera un colegio para preparar a los futuros sacerdotes, lo cual fue como una preparación a los seminarios que siglos más tarde se iban a fundar en todas partes.

Cuando sintió que iba a morir pidió perdón públicamente por todas las faltas de su vida pasada y suplicó al pueblo que rogara por él a Dios. A los 80 años de edad murió, el 4 de abril del año 636. La Santa Sede de Roma lo declaró "Doctor de la Iglesia".

El año pasado, luego de un sondeo realizado por iniciativa del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, San Isidoro fue considerado el principal candidato para convertirse en el santo patrono oficial de los usuarios del web y los operadores de computadora.

Fuente Aci Prensa

3 abr 2015

Santo Evangelio 3 de Abril de 2015


Día litúrgico: Viernes Santo

Texto del Evangelio (Jn 18,1—19,42): En aquel tiempo, Jesús pasó con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto, en el que entraron él y sus discípulos. Pero también Judas, el que le entregaba, conocía el sitio, porque Jesús se había reunido allí muchas veces con sus discípulos. Judas, pues, llega allí con la cohorte y los guardias enviados por los sumos sacerdotes y fariseos, con linternas, antorchas y armas. Jesús, que sabía todo lo que le iba a suceder, se adelanta y les pregunta: «¿A quién buscáis?». Le contestaron: «A Jesús el Nazareno». Díceles: «Yo soy». Judas, el que le entregaba, estaba también con ellos. Cuando les dijo: «Yo soy», retrocedieron y cayeron en tierra. Les preguntó de nuevo: «¿A quién buscáis?». Le contestaron: «A Jesús el Nazareno». Respondió Jesús: «Ya os he dicho que yo soy; así que si me buscáis a mí, dejad marchar a éstos». Así se cumpliría lo que había dicho: «De los que me has dado, no he perdido a ninguno». Entonces Simón Pedro, que llevaba una espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, y le cortó la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús dijo a Pedro: «Vuelve la espada a la vaina. La copa que me ha dado el Padre, ¿no la voy a beber?». 

Entonces la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús, le ataron y le llevaron primero a casa de Anás, pues era suegro de Caifás, el Sumo Sacerdote de aquel año. Caifás era el que aconsejó a los judíos que convenía que muriera un solo hombre por el pueblo. Seguían a Jesús Simón Pedro y otro discípulo. Este discípulo era conocido del Sumo Sacerdote y entró con Jesús en el atrio del Sumo Sacerdote, mientras Pedro se quedaba fuera, junto a la puerta. Entonces salió el otro discípulo, el conocido del Sumo Sacerdote, habló a la portera e hizo pasar a Pedro. La muchacha portera dice a Pedro: «¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?». Dice él: «No lo soy». Los siervos y los guardias tenían unas brasas encendidas porque hacía frío, y se calentaban. También Pedro estaba con ellos calentándose. El Sumo Sacerdote interrogó a Jesús sobre sus discípulos y su doctrina. Jesús le respondió: «He hablado abiertamente ante todo el mundo; he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he hablado nada a ocultas. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me han oído lo que les he hablado; ellos saben lo que he dicho». Apenas dijo esto, uno de los guardias que allí estaba, dio una bofetada a Jesús, diciendo: «¿Así contestas al Sumo Sacerdote?». Jesús le respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?». Anás entonces le envió atado al Sumo Sacerdote Caifás. Estaba allí Simón Pedro calentándose y le dijeron: «¿No eres tú también de sus discípulos?». El lo negó diciendo: «No lo soy». Uno de los siervos del Sumo Sacerdote, pariente de aquel a quien Pedro había cortado la oreja, le dice: «¿No te vi yo en el huerto con Él?». Pedro volvió a negar, y al instante cantó un gallo. 

De la casa de Caifás llevan a Jesús al pretorio. Era de madrugada. Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder así comer la Pascua. Salió entonces Pilato fuera donde ellos y dijo: «¿Qué acusación traéis contra este hombre?». Ellos le respondieron: «Si éste no fuera un malhechor, no te lo habríamos entregado». Pilato replicó: «Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley». Los judíos replicaron: «Nosotros no podemos dar muerte a nadie». Así se cumpliría lo que había dicho Jesús cuando indicó de qué muerte iba a morir. Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: «¿Eres tú el Rey de los judíos?». Respondió Jesús: «¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?». Pilato respondió: «¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?». Respondió Jesús: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí». Entonces Pilato le dijo: «¿Luego tú eres Rey?». Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz». Le dice Pilato: «¿Qué es la verdad?». Y, dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo: «Yo no encuentro ningún delito en Él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?». Ellos volvieron a gritar diciendo: «¡A ése, no; a Barrabás!». Barrabás era un salteador.

Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarle. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura; y, acercándose a Él, le decían: «Salve, Rey de los judíos». Y le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: «Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en Él». Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilato: «Aquí tenéis al hombre». Cuando lo vieron los sumos sacerdotes y los guardias, gritaron: «¡Crucifícalo, crucifícalo!». Les dice Pilato: «Tomadlo vosotros y crucificadle, porque yo ningún delito encuentro en Él». Los judíos le replicaron: «Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios». Cuando oyó Pilato estas palabras, se atemorizó aún más. Volvió a entrar en el pretorio y dijo a Jesús: «¿De dónde eres tú?». Pero Jesús no le dio respuesta. Dícele Pilato: «¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte?». Respondió Jesús: «No tendrías contra mí ningún poder, si no se te hubiera dado de arriba; por eso, el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado». Desde entonces Pilato trataba de librarle. Pero los judíos gritaron: «Si sueltas a ése, no eres amigo del César; todo el que se hace rey se enfrenta al César». Al oír Pilato estas palabras, hizo salir a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado Enlosado, en hebreo Gabbatá. Era el día de la Preparación de la Pascua, hacia la hora sexta. Dice Pilato a los judíos: «Aquí tenéis a vuestro Rey». Ellos gritaron: «¡Fuera, fuera! ¡Crucifícale!». Les dice Pilato: «¿A vuestro Rey voy a crucificar?». Replicaron los sumos sacerdotes: «No tenemos más rey que el César». Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. 

Tomaron, pues, a Jesús, y Él cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí le crucificaron y con Él a otros dos, uno a cada lado, y Jesús en medio. Pilato redactó también una inscripción y la puso sobre la cruz. Lo escrito era: «Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos». Esta inscripción la leyeron muchos judíos, porque el lugar donde había sido crucificado Jesús estaba cerca de la ciudad; y estaba escrita en hebreo, latín y griego. Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: «No escribas: ‘El Rey de los judíos’, sino: ‘Éste ha dicho: Yo soy Rey de los judíos’». Pilato respondió: «Lo que he escrito, lo he escrito». Los soldados, después que crucificaron a Jesús, tomaron sus vestidos, con los que hicieron cuatro lotes, un lote para cada soldado, y la túnica. La túnica era sin costura, tejida de una pieza de arriba abajo. Por eso se dijeron: «No la rompamos; sino echemos a suertes a ver a quién le toca». Para que se cumpliera la Escritura: «Se han repartido mis vestidos, han echado a suertes mi túnica». Y esto es lo que hicieron los soldados. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa. 

Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dice: «Tengo sed». Había allí una vasija llena de vinagre. Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está cumplido». E inclinando la cabeza entregó el espíritu.

Los judíos, como era el día de la Preparación, para que no quedasen los cuerpos en la cruz el sábado —porque aquel sábado era muy solemne— rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y los retiraran. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas del primero y del otro crucificado con Él. Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis. Y todo esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: «No se le quebrará hueso alguno». Y también otra Escritura dice: «Mirarán al que traspasaron». 

Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo —aquel que anteriormente había ido a verle de noche— con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar. En el lugar donde había sido crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el que nadie todavía había sido depositado. Allí, pues, porque era el día de la Preparación de los judíos y el sepulcro estaba cerca, pusieron a Jesús.


Comentario: Rev. D. Francesc CATARINEU i Vilageliu (Sabadell, Barcelona, España)
Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: ‘Todo está cumplido’. E inclinando la cabeza entregó el espíritu

Hoy celebramos el primer día del Triduo Pascual. Por tanto, es el día de la Cruz victoriosa, desde donde Jesús nos dejó lo mejor de Él mismo: María como madre, el perdón —también de sus verdugos— y la confianza total en Dios Padre.

Lo hemos escuchado en la lectura de la Pasión que nos transmite el testimonio de san Juan, presente en el Calvario con María, la Madre del Señor y las mujeres. Es un relato rico en simbología, donde cada pequeño detalle tiene sentido. Pero también el silencio y la austeridad de la Iglesia, hoy, nos ayudan a vivir en un clima de oración, bien atentos al don que celebramos.

Ante este gran misterio, somos llamados —primero de todo— a ver. La fe cristiana no es la relación reverencial hacia un Dios lejano y abstracto que desconocemos, sino la adhesión a una Persona, verdadero hombre como nosotros y, a la vez, verdadero Dios. El “Invisible” se ha hecho carne de nuestra carne, y ha asumido el ser hombre hasta la muerte y una muerte de cruz. Pero fue una muerte aceptada como rescate por todos, muerte redentora, muerte que nos da vida. Aquellos que estaban ahí y lo vieron, nos transmitieron los hechos y, al mismo tiempo, nos descubren el sentido de aquella muerte.

Ante esto, nos sentimos agradecidos y admirados. Conocemos el precio del amor: «Nadie tiene mayor amor que el de dar la vida por sus amigos» (Jn 15,13). La oración cristiana no es solamente pedir, sino —antes de nada— admirar agradecidos.

Jesús, para nosotros, es modelo que hay que imitar, es decir, reproducir en nosotros sus actitudes. Hemos de ser personas que aman hasta darnos y que confiamos en el Padre en toda adversidad.

Esto contrasta con la atmósfera indiferente de nuestra sociedad; por eso, nuestro testimonio tiene que ser más valiente que nunca, ya que el don es para todos. Como dice Melitón de Sardes, «Él nos ha hecho pasar de la esclavitud a la libertad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida. Él es la Pascua de nuestra salvación».

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San Ricardo, 3 de Abril

3 de abril

 SAN RICARDO

(† 1253)

El siglo XIII comienza en Inglaterra de modo humilde y oscuro y termina de modo esplendoroso. El secreto de este cambio debe hallarse —al menos desde el punto de vista de la historia eclesiástica— en la influencia de la predicación religiosa y en el ejemplo de austeridad de un gran santo.

El clamor de la predicación de los dominicos españoles despertó el letargo de los monjes ingleses y transmitió también directamente elementos de cultura debidos a la actividad personal de los hijos de Santo Domingo.

Pero la vida inglesa de principios del siglo XIII no se caracteriza solamente por la ignorancia y superstición en el pueblo, sino también por la ambición en los nobles, el regalismo del trono, el lujo desmedido en los jerarcas eclesiásticos y la apatía y relajación en los monasterios.

Entre el reinado de Juan —Felipe Augusto— Y el de Eduardo I hay un paso trascendental. Se pasa de una época de ignorancia colectiva a otra de predominio universitario. Se corrigen excesos autoritarios, se estimula el espíritu de actividad intelectual y se impone en la vida cristiana y en los señores eclesiásticos una mayor sobriedad de costumbres. Entre esas dos épocas hay un período, que es el reinado de Enrique III; pero quien ha suscitado en gran parte esta evolución y este cambio, radicado en el sentimiento religioso de aquella sociedad, es un obispo inglés descendiente de una familia de sencillos labradores: San Ricardo.

Sus virtudes características podrían reducirse a estas tres palabras: austeridad, caridad y energía.

En medio de una sociedad en que los obispos eran "lores" y amantes de las grandezas humanas y los monjes abundaban en la prosperidad y hasta en el lujo, él pasó hambres, amó y practicó la pobreza, se vio desprovisto incluso, de casa en que vivir y por fin murió en un hospicio para sacerdotes pobres y peregrinos.

A pesar de este tenor de vida austero y duro, sus sentimientos de caridad para con el pueblo fueron bien conocidos, captando el afecto de sus súbditos. Hasta con los más insignificantes animales demostraba la delicadeza de su corazón y, cuando pretendían prepararle para comer unos pequeños pajarillos, los rechazaba diciendo. "Pobres avecillas que han de morir para servirme de alimento, no quiero ser la causa de que tengan que morir sin haber cometido delito alguno".

Pero, al mismo tiempo, es sorprendente que un temperamento tan delicado fuera, sin embargo, enérgico e intransigente cuando se enfrentaba con la inmoralidad o la avaricia.

Quizá el ambiente de su familia campesina, acostumbrada a vivir en contacto con la naturaleza, fue una base para estos sentimientos, al parecer encontrados: El campo enseña a ser llanos y rectilíneos como la realidad de la misma naturaleza y, al mismo tiempo, fomenta los sentimientos de ternura para con los pájaros y de solidaridad y fraternidad con los vecinos.

La casa de sus padres estaba en Wyche, y allí nació Ricardo en 1197. Pronto murieron sus padres, y él, el menor de los dos hermanos, se dedicó a la labranza, trabajando como humilde labriego para rescatar la pequeña hacienda de sus antepasados, puesta en ruina por su negligente tutor.

Dejando en manos de su hermano Roberto la fortuna conseguida y la posibilidad de un casamiento con una rica doncella, se marchó a Oxford para comenzar una nueva vida. En la Universidad estudió con tesón, pero en su persona no hubo cambio de modo de ser. Conoció la pobreza y hasta el hambre, y, por no tener siquiera medios para encender un fuego con que calentarse durante el invierno, tenía que correr por los campos para mantener el calor natural.

La providencia de Dios prepara desde la juventud a los hombres que han de desempeñar más tarde una alta misión. El recuerdo de los días duros de sus años de estudiante y la costumbre adquirida de soportar las dificultades cotidianas habrían de ser una gran experiencia para el más tarde obispo de Chichester.

Especialmente en un siglo medieval en que, junto a las condiciones casi miserables de las clases más numerosas de la sociedad, aparecía el lujo exorbitante de los grande señores, esta preparación del joven Ricardo había de ser muy fructuosa.

Sus mejores maestros fueron franciscanos, como Grosseteste, y dominicos. Estos, que llegaron a Oxford en 1221, pasaron pronto del común concepto de frailes "mendicantes" a la opinión general de hombres de ciencia.

Después de una corta estancia en París, Ricardo volvió a Oxford para graduarse, consiguiendo el título académico de M. A. (Master in Art) y de allí pasó a Bolonia, considerada entonces como la más importante escuela de Leyes, y, después de siete años de estudio, consiguió el doctorado en derecho canónico.

Volvió, pues, a Oxford, en donde inmediatamente fue nombrado canciller de la Universidad y, al mismo tiempo, canciller de dos obispos amigos suyos: el de Canterbury, Edmundo Rich, y el de Lincoln, su antiguo profesor Grosseteste.

La intimidad con su maestro, el santo obispo de Canterbury, fue tal que su confesor, el dominico Ralph Bocking, pudo decir de ellos: "Cada uno era el apoyo del otro; el maestro, de su discípulo, y el discípulo, de su maestro; el padre, de su hijo, y el hijo, de su padre espiritual".

Este apoyo a su obispo y amigo se manifestó especialmente con motivo de las dificultades creadas por el rey Enrique III, que se apoderaba de los beneficios eclesiásticos vacantes. Estos disgustos, que llevaron a la tumba a San Edmundo Rich, fueron otra experiencia providencial para el apostolado futuro de San Ricardo.

Se retiró a Orleáns, en donde enseñó como profesor durante dos años y allí fue ordenado sacerdote en 1243.

Sus primeros ministerios sacerdotales fueron como párroco en Deal, en Inglaterra, pero pronto fue llamado de nuevo a la Cancillería de Canterbury por el nuevo obispo Bonifacio de Saboya.

Pasado un año sólo de su ordenación sacerdotal, fue nombrado obispo de Chichester por el arzobispo de Canterbury, pero su nombramiento chocó con las apetencias absolutistas del rey.

En efecto, Enrique III, presionando sobre los sagrados cánones, obtuvo en principio la elección de Roberto Passelewe para ocupar la silla de Chichester, vacante por la muerte del obispo Ralph Neville, pero el arzobispo de Canterbury se opuso enérgicamente y, convocando el Cabildo de sus sufragáneos, decidió el nombramiento de Ricardo. El favorito del rey, según Mateo de París, era un hombre que "había conseguido el apoyo del monarca gracias a injustos manejos con los que había aumentado el erario real en unos millares de marcos".

La historia humana aún sigue llena de semejantes injusticias; pero la providencia de Dios guía a sus elegidos por caminos maravillosos.

A pesar de su legítimo nombramiento no pudo tomar posesión de su silla 'hasta un año después. El rey Enrique III recibió airado su elección y se apropió todos los beneficios eclesiásticos de la diócesis, negándose a reconocerle como legítimo obispo. Una vez más los intentos absolutistas de los poderes civiles se manifestaban en la historia inglesa del siglo XIII.

Pero el papa Inocencio IV, que a la sazón presidía el concilio de Lyón, le ratificó y consagró personalmente el 5 de marzo de 1245.

A pesar de ello el rey dio órdenes de que se le cerraran todas las puertas a su regreso a Chichester, prohibiendo, además, que se le facilitara casa o dinero. Así pues, se encontró con las cancelas cerradas a su llegada al palacio episcopal y hasta los que de buen grado le hubieran ofrecido hospedaje rehuyeron recibirle por temor a la venganza del rey.

Como un vagabundo caminó por su diócesis hasta que Dios dispuso que un buen sacerdote, Simón de Tarring, le abriera su puerta y, según escribe Bocking, "Ricardo aceptó este techo hospitalario como un forastero que se calienta junto al corazón de un amigo".

Para comprender este estado de cosas en el siglo XIII, es preciso recordar que el alto poder alcanzado por el cristianismo a partir del siglo XI tuvo sus raíces en el creciente prestigio del Papado. El hundimiento de la Casa de Hoenstaufen inclinó el poder temporal de los Papas hacia Francia, que tradicionalmente había sido un buen refugio en los momentos de crisis. La rivalidad entre Inglaterra y Francia tuvo sus más estridentes manifestaciones en la acentuación del nacionalismo inglés y en la resistencia del trono a aceptar las decisiones de los Sumos Pontífices. La actitud del monarca de Inglaterra frente a la consagración de San Ricardo por el papa Inocencio IV no es más que un ejemplo en la larga lista de intransigencias e intromisiones de los monarcas ingleses medievales en los asuntos eclesiásticos. Una atmósfera bien propicia para la preparación del gran cisma anglicano. En realidad, todos los grandes cismas, como los acontecimientos históricos, han sido la consecuencia de largos períodos de preparación de materiales colectivos.

Pero Cristo dio a su Iglesia no sólo el derecho de enseñar (ius docendi) y el derecho de santificar (ius sanctificandi), sino también el derecho de gobernar (ius gubernandi et regendi), y este poder, como los otros mencionados, es una prerrogativa que los poderes seculares han de respetar. "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado". "El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros recibe, a Mí me recibe."

Nuevas pruebas vinieron sobre San Ricardo apenas reconocido como obispo de Chichester. Durante dos años trabajó como obispo misionero. Visitó las chozas de los pescadores y las casas de los humildes, viajando casi siempre a pie, desprovisto de todo.

Durante este período de su vida se celebraron los famosos sínodos, cuyos estatutos son conocidos con el nombre de "Constituciones de San Ricardo", y parece imposible pensar que esto se realizara en condiciones tan llenas de dificultades. Estas "Constituciones" recogen los abusos más comunes en su época, conocidos personalmente por él mismo y atacados y condenados con extraordinaria energía. En realidad, la entereza de carácter no está reñida con la bondad y la caridad paternal. San Beda el Venerable, comentando cómo las turbas seguían a Jesús, dice que precisamente las dos cualidades que el pueblo demanda en sus jefes son: la bondad y la autoridad; la bondad porque los purifica. Son desgraciados y necesitan comprensión, y la autoridad porque son débiles y necesitan donde apoyarse.

San Ricardo conoció el momento crítico en que le tocó vivir. Los tres principales errores religiosos del siglo XIII, sobre la propiedad, sobre la autoridad (planteado por los fraticelli) y sobre el matrimonio (sustentado por Dulcino en Italia), llegaban a Inglaterra apoyados por el exceso de nacionalismo. Hasta los legados pontificios eran recibidos con críticas en la corte inglesa. La labor de contención de San Ricardo fue decisiva no sólo en su diócesis, sino sobre todo el país.

Es curioso comprobar que todas las grandes herejías religiosas traen como consecuencia trastornos sociales en la vida de los pueblos. Estos tres mismos errores religiosos del siglo XIII sobre la propiedad, la autoridad y el matrimonio podrían ser considerados como las fuentes de tres grandes "herejías" sociales de nuestro tiempo: el comunismo, el anarquismo y el naturalismo. En realidad, puede decirse con razón que todas las revoluciones han comenzado por la teología, la filosofía y los errores ideológicos.

El apostolado de San Ricardo de Wyche, obispo de Chichester, fue una continua defensa del derecho frente al abuso y de la doctrina del Evangelio frente al nepotismo reinante. Solía decir que Cristo no dio la primacía de su Iglesia a su pariente San Juan, sino a San Pedro, que no pertenecía a su familia. Las ideas se impusieron como consecuencia de su educación fundamental por la enseñanza de los dominicos. Es interesante el ver que, al final de este siglo, se alza en Inglaterra la abadía de Westminster, considerada como el predominio de las ideas profundas sobre la concepción superficial de la vida de comienzos del mismo siglo. Un símbolo de ideología y de tendencia a la libertad del espíritu.

Pero, junto a esta energía de carácter, sus ocho años de obispado fueron también una continua prueba de su ardiente caridad con los humildes y de su espíritu de austeridad para consigo mismo. Mientras otros se regalaban en fiestas y banquetes, él conservaba siempre una gran frugalidad en sus comidas. Aun cuando el rey, amenazado por la excomunión, reconoció su legitimidad y devolvió algunos de sus bienes a su iglesia, él continuó su mismo tenor de vida. Esta sencillez de costumbres y su acendrada caridad y amabilidad fueron, sin duda, las causas principales por que su pueblo le amó con sincero afecto. La mayoría de sus muchos milagros fueron hechos a petición de los humildes.

Murió a los cincuenta y cinco años, en una casa para pobres sacerdotes, Mais-Dieu, rodeado de sus discípulos, y fue canonizado nueve años después. Su fiesta se celebra en las diócesis de Westminster, Birmingham y Southwark.

JESÚS M. BARRANQU

2 abr 2015

Santo Evangelio 2 de Abril de 2015


Día litúrgico: Jueves Santo (Misa vespertina de la Cena del Señor)

Texto del Evangelio (Jn 13,1-15): Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Durante la cena, cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echa agua en un lebrillo y se puso a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido. 

Llega a Simón Pedro; éste le dice: «Señor, ¿tú lavarme a mí los pies?». Jesús le respondió: «Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora: lo comprenderás más tarde». Le dice Pedro: «No me lavarás los pies jamás». Jesús le respondió: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Le dice Simón Pedro: «Señor, no sólo los pies, sino hasta las manos y la cabeza». Jesús le dice: «El que se ha bañado, no necesita lavarse; está del todo limpio. Y vosotros estáis limpios, aunque no todos». Sabía quién le iba a entregar, y por eso dijo: «No estáis limpios todos». 

Después que les lavó los pies, tomó sus vestidos, volvió a la mesa, y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis “el Maestro” y “el Señor”, y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros».


Comentario: Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses Obispo de Terrassa (Barcelona, España)
Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros

Hoy recordamos aquel primer Jueves Santo de la historia, en el que Jesucristo se reúne con sus discípulos para celebrar la Pascua. Entonces inauguró la nueva Pascua de la nueva Alianza, en la que se ofrece en sacrificio por la salvación de todos.

En la Santa Cena, al mismo tiempo que la Eucaristía, Cristo instituye el sacerdocio ministerial. Mediante éste, se podrá perpetuar el sacramento de la Eucaristía. El prefacio de la Misa Crismal nos revela el sentido: «Él elige a algunos para hacerlos partícipes de su ministerio santo; para que renueven el sacrificio de la redención, alimenten a tu pueblo con tu Palabra y lo reconforten con tus sacramentos».

Y aquel mismo Jueves, Jesús nos da el mandamiento del amor: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Antes, el amor se fundamentaba en la recompensa esperada a cambio, o en el cumplimiento de una norma impuesta. Ahora, el amor cristiano se fundamenta en Cristo. Él nos ama hasta dar la vida: ésta ha de ser la medida del amor del discípulo y ésta ha de ser la señal, la característica del reconocimiento cristiano.

Pero, el hombre no tiene capacidad para amar así. No es simplemente fruto de un esfuerzo, sino don de Dios. Afortunadamente, Él es Amor y —al mismo tiempo— fuente de amor, que se nos da en el Pan Eucarístico.

Finalmente, hoy contemplamos el lavatorio de los pies. En actitud de siervo, Jesús lava los pies de los Apóstoles, y les recomienda que lo hagan los unos con los otros (cf. Jn 13,14). Hay algo más que una lección de humildad en este gesto del Maestro. Es como una anticipación, como un símbolo de la Pasión, de la humillación total que sufrirá para salvar a todos los hombres.

El teólogo Romano Guardini dice que «la actitud del pequeño que se inclina ante el grande, todavía no es humildad. Es, simplemente, verdad. El grande que se humilla ante el pequeño es el verdaderamente humilde». Por esto, Jesucristo es auténticamente humilde. Ante este Cristo humilde nuestros moldes se rompen. Jesucristo invierte los valores meramente humanos y nos invita a seguirlo para construir un mundo nuevo y diferente desde el servicio.

San Francisco de Paula, 2 de Abril

2 de abril
 
SAN FRANCISCO DE PAULA

(† 1508)
 
Al alborear el 27 de marzo de 1416, en un caserío de Paola, pequeño centro urbano del reino de Nápoles, hubo un gozo desbordado. Santiago de Alessio y su esposa Viena contemplaron embelesados la sonrisa de su primogénito, ardientemente deseado por espacio de tres lustros. Convencidos de haberlo obtenido del cielo por intercesión del serafín de Asís, le impusieron el nombre de Francisco. La leyenda aureoló las sienes del recién nacido con guirnaldas de poesía y de música. Una luz esplendorosa rasgó las tinieblas de la noche. Se oyeron en los aires armonías misteriosas. ¡Feliz presagio! Francisco disiparía las tinieblas que ensombrecían el momento histórico en que le tocó vivir con los rayos luminosos de su santidad de taumaturgo, y apaciguaría los ánimos enconados con el acento persuasivo de su voz de profeta.

En el regazo de la madre el niño aprendió a conocer a Jesús y María, que serían los amores de toda su vida. Sus primeros silabeos tuvieron sonoridades de oración, y fueron actos de virtud sus primeras acciones infantiles. También aprendió a leer. Las primeras letras constituyeron todo su caudal de cultura en una época de espléndido renacimiento. Una alevosa enfermedad amenazó su vista; mas, antes de que perdiera la posibilidad de contemplar las bellezas de la creación, sus padres le ofrecieron a San Francisco de Asís y el milagro se obró. Contaba el niño trece años cuando, en 1428, a fuer de agradecido y cumpliendo el voto, se vistió de oblato en el convento franciscano de San Marco Argentano. Y en esta escuela perfeccionó el silabario de su futura providencial actuación. Los frailes entreveían gozosos en el ejemplar jovenzuelo un perfecto dechado de vida franciscana. Mas muy otros eran los designios de Dios.

Concluido felizmente el año de oblación, Francisco retorna a la casa paterna y muy luego emprende una peregrinación a los lugares franciscanos de Umbría. Allí, tras las huellas del Pobrecillo, se disiparon las últimas dudas sobre su peculiar vocación de soledad y penitencia. Durante el viaje el joven peregrino dio pruebas inequívocas de una voluntad fuerte y decidida, de un ánimo emprendedor y generoso, de un carácter capaz de cualquier sacrificio.

Al retorno, su morada no fue el hogar doméstico, sino una cueva de las agrestes cercanías de Paola. Cubrió su cuerpo con burdo sayal y lo ciñó con nudosa cuerda. Por lecho escogió la desnuda tierra y por almohada una dura piedra. Las hierbas crudas del campo fueron su comida, y la fresca agua del cercano arroyuelo su bebida. Así, segregado de todo y de todos, velaba las armas y templaba su espíritu para las futuras batallas.

Al cabo de cinco años de aislamiento descubren su paradero y se establecen los primeros contactos con admiradores y discípulos. Al lado de su desvencijada cabaña se construyen otras; y todas rodean una humilde capillita. Aquellos primeros discípulos eran pobres e incultos como Francisco. El pueblo les dio luego un nombre: Los ermitaños de fray Francisco. Y éste les propuso, en lecciones sorprendentes, un programa de renovación individual y social, primer germen de la nueva regla monástica. En Paterno Cálabro (1444) y en Spezzano (1453) se organizaron otras comunidades. Mientras tanto la fama del ermitaño de Paola había pasado ya el estrecho de Mesina y le llaman a Sicilia. A pie, y con el bordón de peregrino en la mano, llega en 1464 a orillas del mar. Dícele al barquero: "Hermano, ¿me pasa usted?" Y el barquero, irónico, le responde: "Señor. ¿me paga usted"?. "No tengo dinero para pagarle", replica el ermitaño. "Ni yo barca para pasarle", contestó el otro. Sigue un brevísimo silencio. El siervo de Dios se postra sobre la arena y bendice las olas; extiende sobre ellas su manto y lo levanta por el borde para que le sirva de vela; pone su pie sobre la parte desplegada y, ante el natural asombro de todos, atraviesa el estrecho, maniobrando diestramente su manto según las corrientes del viento. Así sucedió a mediodía, a la presencia de numerosos testigos. La historia, la poesía, la pintura, la música han perpetuado el recuerdo de un hecho tan excepcional, y el culto cristiano venera al protagonista del mismo como protector de los navegantes.

Las fundaciones de los ermitaños de Paola se desarrollan en un ambiente de simpatía. Y es que Francisco supo imprimirles un matiz propio para satisfacer una apremiante necesidad de los tiempos y lugares: socorrer material y moralmente unas poblaciones abandonadas en uno y otro sentido, empobrecidas por las guerras, devastadas por la carestía y la peste y desvergonzadamente explotadas por los gobernantes. Al frente de este dinámico equipo, con que se enriquecía la Iglesia, desplegaba un fecundo apostolado social por medio de la caridad, que fue el santo y seña de la nueva Orden religiosa bajo el escudo simbolizado en la mágica palabra Charitas. Asimismo se hizo pregonero del mensaje de la penitencia evangélica, compendiada en la abstinencia absoluta y perpetua sancionada con un voto solemne. Y fue éste un remedio muy eficaz contra la gangrena social del siglo XV. El Renacimiento, con sus resabios de paganismo, arrastraba a la sensualidad, al afeminamiento y al desmoronamiento de la ascética cristiana. La cruzada penitencial de los "mínimos" produjo opimos frutos.

Para realizar convenientemente la importante misión confiada a Francisco, Dios le distinguió con el don de milagros, que forman como la trama de toda su vida y un caso único en la hagiografía católica, tan rica de taumaturgos. El milagro, en efecto, florecía donde él ponía sus plantas, donde tocaba su mano o se escuchaba su voz. La leyenda ha inventado unos y adulterado otros; pero la historia ha conservado en sus anales muchísimos de autenticidad indiscutible. Y esta floración de milagros animaba los hechos sorprendentes que iban entretejiendo su historia y se proyectaba en los acontecimientos religiosos, sociales y políticos, en que el siervo de Dios intervenía, ilustrándolos y embelleciéndolos.

Mas este don taumatúrgico ahondaba sus raíces y tenía su marco propio en las sólidas virtudes que hermoseaban el alma de nuestro biografiado. A cualquiera será fácil entretejer con ellas un gracioso ramillete. La caridad polifacética fue su estrella polar, la luz que iluminó los senderos de su vida. La humildad alegre y generosa le facilitó la convivencia amigable y serena con el pueblo desvalido y le preservó de los vértigos de la grandeza y del fausto de las cortes en que vivió. Su austeridad heroica proyectaba en un mundo lleno de apetencias las armonías de la cruz redentora. La oración y la contemplación, manteniendo el contacto con la gracia, hizo de su vida un acto continuo de adoración al Padre que está en los cielos.

Así se nos presenta la silueta señera del fundador de los mínimos con la huella indeleble que imprimió en las páginas de la historia del Renacimiento. Francisco de Paula no fue sacerdote, pero sí un reformador auténtico, que supo imprimir a toda su actividad una tonalidad marcadamente social. Fue el defensor valiente y decidido de los pobres y de los oprimidos, participando en sus penas y alentándoles en sus dificultades. No sólo con su conducta —que era un reto continuado a los desórdenes de la sociedad—, sino también con su protesta vibrante e irreducible ante los atropellos de las autoridades. "La tiranía no place a Dios bendito", era como un estribillo monótono en sus labios. Y lo mismo lo repetía al señor feudal sin conciencia y a los barones y ministros reales sin entrañas, que a los reyes desaprensivos e insolentes. "¡Ay de los que gobiernan y mal gobiernan! ¡Ay de los ministros de los tiranos! ¡Ay de los administradores de justicia que olvidan que el fin principal de la autoridad es el bien común!" Francisco era valiente e intrépido en sus diatribas. No temía a nadie. Obraba por amor, y la caridad es la antítesis de la cobardía.

Los ecos de aquellas amonestaciones terroríficas, que resonaban por toda Calabria, llegaron hasta la corte de Nápoles. Fernando I el Bastardo (1458-1494), instigado por sus consejeros áulicos, quiso poner un límite a la libertad apostólica del pregonero evangélico. Mas también él hubo de inclinarse rendido ante la fuerza avasalladora de la santidad y del milagro. En febrero de 1482 le recibe con los laureles del triunfo en su misma corte; y el siervo de Dios pasa algunos días en el palacio real con la misma sencillez y pobreza con que viviera en la cueva más apartada. Los biógrafos nos han conservado algunos episodios con auténtico sabor de florecillas acerca de esta morada palaciega. Sin doblegarse ante los halagos y las promesas, supo reprender la conducta poco recomendable del soberano. En cierta ocasión le presenta en bandeja de plata un montón de monedas de oro destinadas a la fábrica del convento de la capital. El Santo las rechaza con cortesía. Y, fijando sus ojos escrutadores y profundos en el semblante del rey, exclama: "Majestad, vuestro pueblo vive oprimido; el descontento es general; la adulación de los cortesanos impide que los gritos de tantas desgracias lleguen a vuestro augusto trono. Acordaos, Majestad, que Dios ha puesto el cetro en vuestras manos para procurar la felicidad y bienestar de los vasallos y no para satisfacer vuestras ansias desmesuradas de orgullo y vanidad. ¿O creéis, por ventura, que no existe el infierno para los que mandan? Ese oro que me ofrecéis no os pertenece; es el precio injusto del peso insoportable de las contribuciones que está desangrando las venas de vuestros vasallos y clama venganza al cielo". Y sin terminar estas encendidas frases ni apartar su mirada del augusto interlocutor, toma una moneda de la bandeja y, cual si fuera un juguete, la desmenuza entre sus dedos y brotan gotas de sangre que salpican el manto real, El rey tiembla de pies a cabeza; dobla su rodilla y promete administrar sus Estados con caridad y justicia.

Mientras Francisco recorría los agrestes senderos de Calabria derramando bondades y regalando salud a los cuerpos y a las almas, y hasta restituyendo la vida con milagros, la fama de sus estrepitosos prodigios llegó a la corte francesa. Luis XI (1461-1483) pasaba los años de su vejez prisionero voluntario en el alcázar de Plessis-du-Parc (Tours). Ante el terror de la muerte había movilizado todas las fuerzas espirituales de la nación para implorar la salud corporal. En vano. Como último recurso manda una embajada al taumaturgo de Paola, confiando que sola su presencia le otorgaría la suspirada gracia. Mas éste, que había descubierto en aquel gesto sólo interesados fines temporales, se niega a satisfacer sus deseos. Intervienen el rey de Nápoles y el papa Sixto IV, y se rinde ante la voluntad de Dios. Tenía sesenta y nueve años de edad. Sin abandonar su bordón de peregrino emprende a pie el viaje, dejando para siempre su patria. Antes de abandonar el último altozano, desde el cual pudo contemplar las aldeas de Calabria diseminadas en la campiña y en las laderas de los montes, una honda pena le oprimió el corazón. Con los ojos humedecidos por las lágrimas, extiende hacia lo alto sus cansados brazos e implora para aquellas pobres gentes días más felices y afortunados.

Finalmente, a principios de 1483 se hace a la vela en Ostia con rumbo a Francia. En el agitado golfo de Lyon calmó una fiera tempestad y libró su embarcación del bajel pirata que la amenazaba. Su itinerario hasta Tours fue una marcha triunfal jalonada por el milagro. El aura popular que le precedía había creado en la corte un ambiente de confiado optimismo y le dispensó un recibimiento apoteósico. El rey, que entreveía ahora el día más feliz de su agitada existencia, apenas pudo pronunciar estas palabras entrecortadas por la emoción. "Prolongadme la vida, oh padre". Para eso precisamente le había llamado. Sin embargo, el taumaturgo no le obtuvo la salud corporal, de la que tanto había abusado con un gobierno cruel y despótico. Pero le recordó palabras de vida eterna, enseñándole a bien morir. "La vida de los reyes, sire, como la de cualesquiera de sus vasallos, está en la mano de Dios. Poned orden en vuestra conciencia y en vuestro Estado." Siguieron días de afectuosos e íntimos coloquios. El monarca pretendió colmar al Santo de sus augustas atenciones; pero no logró que habitara en el palacio, prefiriendo una cabaña en el parque real. Amaestrado por Francisco, se persuadió de la realidad inexorable de su destino terreno. En vez de la salud del cuerpo, había obtenido la del alma. Y el 30 de agosto de 1483 Luis XI, el rey más insolente de la época, murió más cristianamente de lo que había vivido. Fue el milagro que él no había pedido.

Si bien Francisco había soñado y escogido por su morada el desierto, la divina providencia dispuso que continuara su misión en la corte más fastuosa y mundana del siglo, trabajando por la pacificación y salvación de Europa. A la muerte de Luis XI, no regresa a su patria, sino que desde el cuartel general de Plessis-du-Parc, organizado ya en convento regular, fue el consejero de Carlos VIII y Luis XII en momentos históricos y decisivos para el reino. En Francia, como en Italia, el Santo fue constantemente el abanderado y defensor de los oprimidos; estuvo siempre de parte de ellos, porque siempre estaba de la parte de Cristo. Un ejemplo luminoso de esta conducta nos lo ofrece su encuentro en la corte francesa con una mujer, nacida para el dolor y el sacrificio: Santa Juana de Valois, la hija no amada de Luis XI y la esposa despreciada de Luis XII, fundadora de la Orden de la Santísima Anunciada. Nuestro Santo fue para la desventurada reina consejero iluminado, amigo fiel, ángel del consuelo en el áspero calvario de su vida. En definitiva, un rasgo delicadamente humano que se trenza con la austeridad algo selvática del santo anacoreta.

San Francisco intervino asimismo en la vida política y militar española, ofreciendo nuevos perfiles a la catolicidad de su misión. Ya desde joven había reaccionado contra el peligro de la media luna. Y mientras los soldados del rey de Nápoles combatían en Otranto (1480) contra el asalto del Islam, él y sus ermitaños movilizaron las fuerzas imponderables de sus oraciones, sacrificios y consejos a favor de las armas cristianas. Aquellos entusiasmos juveniles no desaparecieron en la vejez, cuando la cruzada se combatía en las vegas andaluzas. Ahora el taumaturgo de Paola, desde la corte de Francia, se pone al lado de los cruzados hispanos. Las armas de Fernando V tropiezan con serias dificultades a las puertas de Málaga; el asedio se prolonga; los asaltos a la fortaleza se multiplican inútilmente; cunde el desaliento y se plantea la retirada. En aquel crítico momento se presentan ante el rey dos religiosos enviados por el solitario de Plessis con una embajada: es necesario continuar sin titubeos ni vacilaciones la cruzada contra el Islam. A los tres días —era el año 1487— el rey, al frente de sus tropas victoriosas, entra en la ciudadela. Y el pueblo saludó a los embajadores como "frailes de la Victoria" y Fernando V les ofreció una residencia. Nuestra Señora de las Victorias perpetúa en la capital malagueña el recuerdo. Así San Francisco de Paola, representado en sus religiosos, entraba en la vida nacional al sonido de las trompetas de la victoria, hallándose presente al remate triunfal de la Reconquista. Y, en afanes apostólicos, los mínimos extendieron su benéfica aportación al Nuevo Mundo hispano, pues el jefe espiritual de la primera expedición de las carabelas de Colón (1492) fue el mínimo aragonés fray Bernardo Boyl. Y en esta proyección americana latía el espíritu del fundador,

En el atardecer de su laboriosa jornada no disminuyó la actividad bienhechora de consejero y orientador de conciencias. Seguía siempre en vanguardia defendiendo los intereses de Dios y de su Iglesia, mientras que el continuo e intenso ejercicio de las virtudes afinaba más y más su noble espíritu y lo enriquecía de tesoros de vida eterna. Por fin llegó la hora suprema. Todavía resonaban en sus oídos los ecos conmovedores de la pasión de San Juan que hiciera leer en su lecho de muerte, cuando el Viernes Santo de 1507, 2 de abril, el taumaturgo Francisco de Paula, silenciosamente, volaba al cielo. Así lo proclamó en seguida a voz en grito el pueblo de Tours. Así lo sancionó Dios con una lluvia de gracias y milagros. La corte de Francia se hizo intérprete de la voz común, y León X, el 1 de mayo de 1519, le decretó los honores de los altares. En esta memorable ocasión el Sumo Pontífice le proclamó ante la faz del mundo entero "enviado de Dios para iluminar, cual mística estrella, las tinieblas de su siglo". En realidad, la estrella que apareció en el cielo de Paola en la alborada del 27 de marzo de 1416 y sufrió un eclipse en Tours a mediodía del 2 de abril de 1507 continúa brillando en el firmamento de la Iglesia, después de haber iluminado con sus fulgores una de las épocas más turbulentas de la Historia y de haber dado a la edad del Renacimiento pagano matices de color de cielo.

MELCHOR DE POBLADURA, O. F. M. Cap

1 abr 2015

¿Cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones que Dios permite en mi vida?


¡Cuánto dolor de Cristo al verse abandonado!

Miércoles Santo. ¿Cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones que Dios permite en mi vida? 

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net

Acompañar a Cristo en su pasión tiene que ser para nosotros un enraizarnos profunda y convencidamente en los aspectos más importantes de nuestra vida. El seguimiento de Cristo es para todos nosotros un atrevernos a clavar la cruz en nuestra existencia, conscientes de que no hay redención sin sacrificio, no hay redención si no hay ofrecimiento.

Quisiera proponerles estar con Cristo en el Pretorio antes de salir a ser crucificado, como nos narra San Juan: "Entonces Pilatos se lo entregó para que fuera crucificado". Cristo, maniatado, coronado de espinas, flagelado, sentado en un calabozo esperando como tantos otros presos, como tantos miles de prisioneros a lo largo del mundo, el momento en el cual se abra la puerta del calabozo para ir hacia el patíbulo, para ir hacia el cadalso.

Atrevámonos a contemplar a Cristo y veamos cómo, sobre su cuerpo, se ha ido escribiendo como una historia trágica todos los recorridos de su pasión. En su cuerpo están escritos, a través de las huellas, a través de las heridas, a través de los escupitajos, a través de los golpes, a través de la sangre, todos los momentos que le han acontecido. Por nuestra mente pueden pasar como un relámpago las situaciones por las que Él ha querido atravesar. Hagamos nuestra la imagen del Señor listo para ir al Calvario. ¡Cuántos dolores pasó desde el momento de su prendimiento a través de los tribunales y a través de las burlas!

Si nos atenemos simplemente a lo que nos narran los evangelios acerca de los golpes, la flagelación, la corona de espinas, y junto con eso todos los golpes físicos, humillantes y dolorosos, sabremos por qué los evangelistas resumen en una frase el tremendo suplicio de la flagelación..., ¡no hacía falta describir más!: "Pilatos tomó entonces a Jesús y lo mandó azotar". En el contexto en el que son escritos los evangelios, todos conocían perfectamente lo que significaba la flagelación. Y todo los dolores morales, las humillaciones, las vejaciones, Cristo lo tiene escrito en su cuerpo, lo tiene grabado en su carne, por mí.

A veces los dolores morales son mucho más intensos, mucho más agudos que los dolores físicos. A veces podríamos haber perdido el sentido de lo que es la carencia de todo respeto, la carencia de todo límite, de toda decencia.

¡Cuántas obscenidades, cuántas groserías, cuántas vejaciones habrá escuchado Jesús! Él, de cuya boca jamás salió palabra hiriente, tiene que escuchar toda una serie de insultos y vejaciones sobre Él, sobre su Padre, sobre su familia... ¡Y todo, por mí!

¡Cuántos dolores -en lo espiritual- al verse abandonado por los suyos! ¿Dónde está Pedro?, ¿Dónde está Juan? "Prudentemente lo seguían". ¿Dónde está Tomás, Andrés, Nathanael y Santiago? ¿Dónde están los que querían hacer llover fuego sobre la ciudad de Samaria por el simple hecho de que no recibían al Maestro?, ¿Dónde están, ahora que el Maestro no sólo no es recibido, sino que es condenado a muerte, abandonado, traicionado?

Traicionado por los suyos, mal interpretado, injuriado, calumniado. ¡Qué doloroso es ver que lo abandonan sus amigos, que es objeto de burlas soeces, que sufre golpes, malos tratos, despojos! ¡Qué heridas le causan en el alma la tristeza, el tedio, el miedo y las vejaciones!

Contemplemos la corona de espinas en la cabeza, la cara abofeteada y escupida y el cuerpo lleno de heridas. ¡Y todo, por mí! Vayamos sobre nosotros mismos y preguntémonos: ¿qué voy a hacer yo? Éste es el cuerpo de Cristo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ante el cual toda la Iglesia se arrodilla, y ante el cual todos los hombres han pasado por encima del respeto humano y le han ofrecido sus vidas.

Y ¿qué hay en el alma de Cristo? Antes de salir a la cruz, nos podría asustar ver su cuerpo. ¿Qué sentimiento podría surgir en nosotros al ver su alma? ¿Me atrevo a bajar ahí para ver qué hay en ella? Quizá nos podría asustar el ver la soledad y el desamparo en que se debate su alma. En el alma de Cristo está profundamente arraigada la soledad y el abandono.

Apliquemos esto a nuestra vida. Cristo acaba de sufrir todos los suplicios. Cristo está sufriendo el suplicio interior de la soledad y la incomprensión. ¿Qué capacidad tengo yo de acompañar a Cristo en su soledad y en su abandono? ¿Hasta qué punto he comprendido yo a Cristo en su misión? Me podré espantar quizá de que Pedro, Juan, Andrés, Santiago, no hayan comprendido a Cristo. ¿Y yo? Si Cristo estuviese en el calabozo y viese mi alma ¿se sentiría acompañado, se sentiría comprendido?

De cara a mi alma, ¿cuál es mi fuerza interior ante las incomprensiones que Dios permite en mi vida, por parte, incluso, de los más cercanos?

Debemos ser para los demás testigos de que la soledad del alma es redentora, de que la soledad del alma tiene una capacidad de fecundidad que, quizá muchas veces, nosotros no somos capaces de valorar porque no la hacemos tesoro junto a Cristo. Contemplemos a este Señor nuestro que tanto ha sufrido por nosotros, para aprender también que nosotros podemos sufrir por Él.

Santo Evangelio 1 de Abril de 2015

Día litúrgico: Miércoles Santo

Texto del Evangelio (Mt 26,14-25): En aquel tiempo, uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue donde los sumos sacerdotes, y les dijo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?». Ellos le asignaron treinta monedas de plata. Y desde ese momento andaba buscando una oportunidad para entregarle. 

El primer día de los Ázimos, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: «¿Dónde quieres que te hagamos los preparativos para comer el cordero de Pascua?». Él les dijo: «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’». Los discípulos hicieron lo que Jesús les había mandado, y prepararon la Pascua. 

Al atardecer, se puso a la mesa con los Doce. Y mientras comían, dijo: «Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará». Muy entristecidos, se pusieron a decirle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?». Él respondió: «El que ha mojado conmigo la mano en el plato, ése me entregará. El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero ¡ay de aquel por quien el Hijo del hombre es entregado! ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!». Entonces preguntó Judas, el que iba a entregarle: «¿Soy yo acaso, Rabbí?». Dícele: «Sí, tú lo has dicho».


Comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
Yo os aseguro que uno de vosotros me entregará

Hoy, el Evangelio nos propone —por lo menos— tres consideraciones. La primera es que, cuando el amor hacia el Señor se entibia, entonces la voluntad cede a otros reclamos, donde la voluptuosidad parece ofrecernos platos más sabrosos pero, en realidad, condimentados por degradantes e inquietantes venenos. Dada nuestra nativa fragilidad, no hay que permitir que disminuya el fuego del fervor que, si no sensible, por lo menos mental, nos une con Aquel que nos ha amado hasta ofrecer su vida por nosotros.

La segunda consideración se refiere a la misteriosa elección del sitio donde Jesús quiere consumir su cena pascual. «Id a la ciudad, a casa de fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa voy a celebrar la Pascua con mis discípulos’» (Mt 26,18). El dueño de la casa, quizá, no fuera uno de los amigos declarados del Señor; pero debía tener el oído despierto para escuchar las llamadas “interiores”. El Señor le habría hablado en lo íntimo —como a menudo nos habla—, a través de mil incentivos para que le abriera la puerta. Su fantasía y su omnipotencia, soportes del amor infinito con el cual nos ama, no conocen fronteras y se expresan de maneras siempre aptas a cada situación personal. Cuando oigamos la llamada hemos de “rendirnos”, dejando aparte los sofismas y aceptando con alegría ese “mensajero libertador”. Es como si alguien se hubiese presentado a la puerta de la cárcel y nos invita a seguirlo, como hizo el Ángel con Pedro diciéndole: «Rápido, levántate y sígueme» (Hch 12,7). 

El tercer motivo de meditación nos lo ofrece el traidor que intenta esconder su crimen ante la mirada escudriñadora del Omnisciente. Lo había intentado ya el mismo Adán y, después, su hijo fratricida Caín, pero inútilmente. Antes de ser nuestro exactísimo Juez, Dios se nos presenta como padre y madre, que no se rinde ante la idea de perder a un hijo. A Jesús le duele el corazón no tanto por haber sido traicionado cuanto por ver a un hijo alejarse irremediablemente de Él.

San Hugo, Obispo, 1 de Abril

1 de abril

San Hugo, Obispo


El obispo que nunca quiso serlo y que se santificó siéndolo. 

Nació en Valence, a orillas del Isar, en el Delfinado, en el año 1053. Casi todo en su vida se sucede de forma poco frecuente. Su padre Odilón, después de cumplir con sus obligaciones patrias, se retiró con el consentimiento de su esposa a la Cartuja y al final de sus días recibió de mano de su hijo los últimos sacramentos. Así que el hijo fue educado en exclusiva por su madre. 

Aún joven obtiene la prebenda de un canonicato y su carrera eclesiástica se promete feliz por su amistad con el legado del papa. Como es bueno y lo ven piadoso, lo hacen obispo a los veintisiete años muy en contra de su voluntad por no considerarse con cualidades para el oficio -y parece ser que tenía toda la razón-, pero una vez consagrado ya no había remedio; siempre atribuyeron su negativa a una humildad excesiva. Lo consagró obispo para Grenoble el papa Gregorio VII, en el año 1080, y costeó los gastos la condesa Matilde.

Al llegar a su diócesis se la encuentra en un estado deprimente: impera la usura, se compran y venden los bienes eclesiásticos (simonía), abundan los clérigos concubinarios, la moralidad de los fieles está bajo mínimos con los ejemplos de los clérigos, y sólo hay deudas por la mala administración del obispado. El escándalo entre todos es un hecho. Hugo -entre llantos y rezos- quiere poner remedio a todo, pero ni las penitencias, ni las visitas y exhortaciones a un pueblo rudo y grosero surten efecto. Después de dos años todo sigue en desorden y desconcierto. Termina el obispo por marcharse a la abadía de la Maison-Dieu en Clermont (Auvernia) y por vestir el hábito de san Benito. Pero el papa le manda taxativamente volver a tomar las riendas de su iglesia en Grenoble. 

Con repugnancia obedece. Se entrega a cumplir fielmente y con desagrado su sagrado ministerio. La salud no le acompaña y las tentaciones más aviesas le atormentan por dentro. Inútil es insistir a los papas que se suceden le liberen de sus obligaciones, nombren otro obispo y acepten su dimisión. Erre que erre ha de seguir en el tajo de obispo sacando adelante la parcela de la Iglesia que tiene bajo su pastoreo. Vendió las mulas de su carro para ayudar a los pobres porque no había de dónde sacar cuartos ni alimentos, visita la diócesis andando por los caminos, estuvo presente en concilios y excomulgó al antipapa Anacleto; recibió al papa Inocencio II -que tampoco quiso aceptar su renuncia- cuando huía del cismático Pedro de Lyon y contribuyó a eliminar el cisma de Francia.

Ayudó a san Bruno y sus seis compañeros a establecerse en la Cartuja que para él fue siempre remanso de paz y un consuelo; frecuentemente la visita y pasa allí temporadas viviendo como el más fraile de todos los frailes.

Como él fue fiel y Dios es bueno, dio resultado su labor en Grenoble a la vuelta de más de medio siglo de trabajo de obispo. Se reformaron los clérigos, las costumbres cambiaron, se ordenaron los nobles y los pobres tuvieron hospital para los males del cuerpo y sosiego de las almas. Al final de su vida, atormentado por tentaciones que le llevaban a dudar de la Divina Providencia, aseguran que perdió la memoria hasta el extremo de no reconocer a sus amigos, pero manteniendo lucidez para lo que se refería al bien de las almas. Su vida fue ejemplar para todos, tanto que, muerto el 1 de abril de 1132, fue canonizado solo a los dos años, en el concilio que celebraba en Pisa el papa Inocencio.

No tuvo vocación de obispo nunca, pero fue sincero, honrado en el trabajo, piadoso, y obediente. La fuerza de Dios es así. Es modelo de obispos y de los más santos de todos los tiempos.

Autor: Archidiósesis de Madrid

31 mar 2015

. Padre, aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú.

¿Por qué el Padre elige este camino?

Martes Santo. Padre, aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras Tú. 

Autor: P. Cipriano Sánchez LC | Fuente: Catholic.net
Getsemaní es el momento de la obscuridad de la voluntad de Dios; momentos en los cuales el mismo Cristo pide que se le aparte el cáliz: "¡Abba, Padre!; todo es posible para ti; aparta de mí esta copa; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieras tú."

San Marcos refleja la obscuridad que se presenta dentro del alma de Cristo. Los comentaristas de la Escritura siempre han visto aquí un momento en el cual como que Cristo viene a preguntarse: Todo lo que yo voy a hacer, ¿merecerá la pena?

No hay que olvidar el tremendo realismo que supone para Cristo la encarnación, y Él no ha querido, en cierto sentido, ahorrarse ni siquiera esas obscuridades interiores de saber si verdaderamente merecería la pena todo el esfuerzo que Él iba a hacer.

Pero junto con esta obscuridad, hay también otra obscuridad en el camino de Cristo, en el alma de Cristo: ¿Por qué el Padre elige ese camino? ¿Por qué no eligió otro? La elección del camino por parte del Padre es una elección que entra dentro del misterio eterno. ¿Por qué razón la cruz, por qué tanto sufrimiento, por qué tanto dolor? Y si es tremenda la obscuridad ante el camino particularmente duro que se le muestra a Cristo, creo que hay un aspecto muy preocupante y difícil, que es el hecho de que Dios Padre busca en Él el abandono total sin condiciones.

Cristo se sabe Hijo, se sabe, por lo tanto, amado por el Padre, a pesar del dolor que puede embargar el corazón, a pesar de la sangre que pueda brotar de la herida que le produce la renuncia de sí mismo. Sabe que el Padre le exige un abandono total, sin condiciones.

"Si es posible, que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya". Cristo es consciente de que su amor por el Padre no puede tener otra opción sino la renuncia de sí mismo. ¿Qué amor sería el que desconfiara de su fuerza sobre el odio, sobre el dolor, sobre la renuncia total? Cristo se sabe amado por toda la eternidad, desde toda la eternidad, pero eso no le ahorra ni un momento de obscuridad.

El relato evangélico es suficientemente claro respecto a esta obscuridad y soledad que nuestro Señor siente ante la voluntad del Padre. Entremos en la obscuridad en el alma de Cristo.

Cristo ha querido tocar todo el dolor humano, y por eso, también Cristo ha querido, como tantas almas humanas, pasar por la obscuridad, de manera que también el alma de Cristo asuma sobre sí la obscuridad y la redima por medio de la oblación libre, del ofrecimiento libre al Padre.

Cristo sabe que el amor no quita del alma la presencia de la soledad purificadora, que reclama un desprendimiento absoluto de todo lo que podría haberle servido de soporte; la soledad del que tiene que lanzarse a la obscuridad, al dolor, a la angustia; la soledad del que sabe que su camino entra al desfiladero de la muerte, del despojo absoluto de toda seguridad humana; la soledad del que siente en su alma el mordisco implacable de la tristeza y de la amargura. Esa soledad que nadie puede evitar al hombre cuando quiere vivir sin pactos fáciles todas las exigencias de su identidad; una profunda soledad interior que reclama una verdadera convicción, para dar hacia adelante el siguiente paso, para darlo con decisión, con energía, porque sabe que su soledad no es excusa para no entregarse al Padre.

Cristo quiere tocar la soledad de todos los hombres, de los hombres que se sienten retados por la obscuridad del alma ante la misión que se les confía. Y el alma de Cristo es consciente de que esa soledad que Él revive por su libre oblación es posible superarla a través de la oración. Y Cristo busca la oración, busca el contacto con el Padre. Cristo busca el encuentro con su Padre para fortalecerse, quizá no para superar la obscuridad. Porque no hay que olvidar que muchas veces la obscuridad no se supera sino que simplemente se soporta. Muchas veces la obscuridad no se puede quitar, no se puede arrancar del alma por mucho que se quiera.

En el alma de Cristo está presente la obscuridad que proviene del dolor interior, que proviene del peso de los pecados ajenos, y Cristo se abraza a este cáliz del Señor. Cristo quiere ser capaz de corresponder a su Padre abrazándose al cáliz que se le ofrece. Cada uno de nosotros debemos preguntarnos también por todas nuestras obscuridades. No es difícil ser fiel cuando todo es claro, cuando todo es amable. La fidelidad es difícil, más difícil todavía, cuando se realiza en la obscuridad, cuando sólo sabes que tienes que ser fiel, cuando sólo te queda la convicción de que tienes que seguir adelante. Y así es la fidelidad de Cristo en Getsemaní. "Si es posible que pase, pero no lo que yo quiera sino lo que quieras tú". Como dirá la carta a los Hebreos: "Aprendió con gritos y con lágrimas la obediencia, y así se constituyó en causa de salvación para todos los que le obedecen." 

¿Qué hago yo con mis noches en la obscuridad cuando no entiendo qué quieren de mí? ¿Qué hago cuando soy tomado por Dios en caminos que yo no habría escogido para mí, cuando la misión es difícil, cuando el reclamo de la misión supone dar más todavía, cuando yo pensaba que ya estaba en el borde y más no se podía dar?

No tenemos que olvidar que la firmeza interior está en el homenaje de la libertad, en la ofrenda de mi libertad que se vuelve a ofrecer a Dios en medio de la obscuridad. Esa es la fidelidad interior, esa es la firmeza de mi alma. Cristo me da el ejemplo, y Cristo es fiel a sí mismo, fiel a su identidad, fiel a su Padre y fiel a mí, aunque lo único que ve es la obscuridad de una muerte ignominiosa. Fiel, aunque sabe que lo único que lo espera es la noche, el tiempo de las tinieblas, la hora en que el poder, la fuerza, es misteriosamente entregada a los enemigos del Dios fiel que nunca abandona a sus hijos. Cristo es fiel para mí, aunque yo no vea nada, aunque no entienda, aunque a mis ojos el panorama sea sólo la obscuridad, porque la fidelidad en la obscuridad es otro nombre del amor.
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Santo Evangelio 31 de Marzo de 2015



Día litúrgico: Martes Santo

Texto del Evangelio (Jn 13,21-33.36-38): En aquel tiempo, estando Jesús sentado a la mesa con sus discípulos, se turbó en su interior y declaró: «En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará». Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba. Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba a la mesa al lado de Jesús. Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando». Él, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?». Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar». Y, mojando el bocado, le toma y se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote. Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto». Pero ninguno de los comensales entendió por qué se lo decía. Como Judas tenía la bolsa, algunos pensaban que Jesús quería decirle: «Compra lo que nos hace falta para la fiesta», o que diera algo a los pobres. En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche. 

Cuando salió, dice Jesús: «Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto. Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo voy, vosotros no podéis venir, os digo también ahora a vosotros». Simón Pedro le dice: «Señor, ¿a dónde vas?». Jesús le respondió: «Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde». Pedro le dice: «¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti». Le responde Jesús: «¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces».


Comentario: Abbé Jean GOTTIGNY (Bruxelles, Bélgica)
Era de noche

Hoy, Martes Santo, la liturgia pone el acento sobre el drama que está a punto de desencadenarse y que concluirá con la crucifixión del Viernes Santo. «En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche» (Jn 13,30). Siempre es de noche cuando uno se aleja del que es «Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero» (Símbolo de Nicea-Constantinopla). 

El pecador es el que vuelve la espalda al Señor para gravitar alrededor de las cosas creadas, sin referirlas a su Creador. San Agustín describe el pecado como «un amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios». Una traición, en suma. Una prevaricación fruto de «la arrogancia con la que queremos emanciparnos de Dios y no ser nada más que nosotros mismos; la arrogancia por la que creemos no tener necesidad del amor eterno, sino que deseamos dominar nuestra vida por nosotros mismos» (Benedicto XVI). Se puede entender que Jesús, aquella noche, se haya sentido «turbado en su interior» (Jn 13,21). 

Afortunadamente, el pecado no es la última palabra. Ésta es la misericordia de Dios. Pero ella supone un “cambio” por nuestra parte. Una inversión de la situación que consiste en despegarse de las criaturas para vincularse a Dios y reencontrar así la auténtica libertad. Sin embargo, no esperemos a estar asqueados de las falsas libertades que hemos tomado, para cambiar a Dios. Según denunció el padre jesuita Bourdaloue, «querríamos convertirnos cuando estuviésemos cansados del mundo o, mejor dicho, cuando el mundo se hubiera cansado de nosotros». Seamos más listos. Decidámonos ahora. La Semana Santa es la ocasión propicia. En la Cruz, Cristo tiende sus brazos a todos. Nadie está excluido. Todo ladrón arrepentido tiene su lugar en el paraíso. Eso sí, a condición de cambiar de vida y de reparar, como el del Evangelio: «Nosotros, en verdad, recibimos lo debido por lo que hemos hecho; pero éste no hizo mal alguno» (Lc 23,41).


Comentario: + Rev. D. Lluís ROQUÉ i Roqué (Manresa, Barcelona, España)
Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él

Hoy contemplamos a Jesús en la oscuridad de los días de la pasión, oscuridad que concluirá cuando exclame: «Todo se ha cumplido» (Jn 19,30); a partir de ese momento se encenderá la luz de Pascua. En la noche luminosa de Pascua —en contraposición con la noche oscura de la víspera de su muerte— se harán realidad las palabras de Jesús: «Ahora el Hijo del hombre es glorificado, y Dios es glorificado en Él» (Jn 13,31). Puede decirse que cada paso de Jesús es un paso de muerte a Vida y tiene un carácter pascual, manifestado en una actitud de obediencia total al Padre: «Aquí estoy para hacer tu voluntad» (Heb 10,9), actitud que queda corroborada con palabras, gestos y obras que abren el camino de su glorificación como Hijo de Dios.

Contemplamos también la figura de Judas, el apóstol traidor. Judas mira de disimular la mala intención que guarda en su corazón; asimismo, procura encubrir con hipocresía la avaricia que le domina y le ciega, a pesar de tener tan cerca al que es la Luz del mundo. Pese a estar rodeado de Luz y de desprendimiento ejemplar, para Judas «era de noche» (Jn 13,30): treinta monedas de plata, “el excremento del diablo” —como califica Papini al dinero— lo deslumbraron y amordazaron. Preso de avaricia, Judas traicionó y vendió a Jesús, el más preciado de los hombres, el único que puede enriquecernos. Pero Judas experimentó también la desesperación, ya que el dinero no lo es todo y puede llegar a esclavizar.

Finalmente, consideramos a Pedro atenta y devotamente. Todo en él es buena voluntad, amor, generosidad, naturalidad, nobleza... Es el contrapunto de Judas. Es cierto que negó a Jesús, pero no lo hizo por mala intención, sino por cobardía y debilidad humana. «Lo negó por tercera vez, y mirándolo Jesucristo, inmediatamente lloró, y lloró amargamente» (San Ambrosio). Pedro se arrepintió sinceramente y manifestó su dolor lleno de amor. Por eso, Jesús lo reafirmó en la vocación y en la misión que le había preparado.