▼
7 jun 2014
Santo Evangelio 7 de Junio de 2014
Día litúrgico: Sábado VII de Pascua
Texto del Evangelio (Jn 21,20-25): En aquel tiempo, volviéndose Pedro vio que le seguía aquel discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había recostado en su pecho y le había dicho: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Viéndole Pedro, dice a Jesús: «Señor, y éste, ¿qué?». Jesús le respondió: «Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿qué te importa? Tú, sígueme». Corrió, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: «No morirá», sino: «Si quiero que se quede hasta que yo venga».
Éste es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.
Comentario: Rev. D. Fidel CATALÁN i Catalán (Terrassa, Barcelona, España)
Las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero
Hoy leemos el final del Evangelio de san Juan. Se trata propiamente del final del apéndice que la comunidad joánica añadió al texto original. En este caso es un fragmento voluntariamente significativo. El Señor Resucitado se aparece a sus discípulos y los renueva en su seguimiento, particularmente a Pedro. Acto seguido se sitúa el texto que hoy proclamamos en la liturgia.
La figura del discípulo amado es central en este fragmento y aun en todo el Evangelio de san Juan. Puede referirse a una persona concreta —el discípulo Juan— o bien puede ser la figura tras la cual puede situarse todo discípulo amado por el Maestro. Sea cual sea su significación, el texto ayuda a dar un elemento de continuidad a la experiencia de los Apóstoles. El Señor Resucitado asegura su presencia en aquellos que quieran ser seguidores.
«Si quiero que se quede hasta que yo venga» (Jn 21,22) puede indicar más esta continuidad que un elemento cronológico en el espacio y el tiempo. El discípulo amado se convierte en testigo de todo ello en la medida en que es consciente de que el Señor permanece con él en toda ocasión. Ésta es la razón por la que puede escribir y su palabra es verdadera, porque glosa con su pluma la experiencia continuada de aquellos que viven su misión en medio del mundo, experimentando la presencia de Jesucristo. Cada uno de nosotros puede ser el discípulo amado en la medida en que nos dejemos guiar por el Espíritu Santo, que nos ayuda a descubrir esta presencia.
Este texto nos prepara ya para celebrar mañana domingo la Solemnidad de Pentecostés, el Don del Espíritu: «Y el Paráclito vino del cielo: el custodio y santificador de la Iglesia, el administrador de las almas, el piloto de quienes naufragan, el faro de los errantes, el árbitro de quienes luchan y quien corona a los vencedores» (San Cirilo de Jerusalén).
7 de junio María Teresa de Soubiran Fundadora
María Teresa de Soubiran
Fundadora
P. Felipe Santos
Etimológicamente significa “princesa de las aguas”, en lengua siria; y Teresa = “bella y ardiente como el sol de verano”. Viene de la lengua griega.
En nuestra sociedad actual hay hijos que pasan de los padres, los abandonan, no los tratan como ellos se merecen, ni les prodigan el cariño que les hace falta.
También en algunas congregaciones religiosas – formadas por seres humanos – ha sucedido alguna que otra vez algo parecido. Desde luego, hay que decir que han sido muy pocos los casos.
Pero a la santa de hoy sí que le ocurrió.
Cuando cumplió los 20 años, anhelaba con todo el deseo de su alma hacerse monja carmelita. Su director espiritual, sin embargo, la orientó por otros caminos distintos.
No se veía contenta con la idea que le había inculcado el sacerdote. Llevada entonces por el auténtico Espíritu de Dios, fundó la congregación de Santa María de Beguinage que, desde el año 1863, se convirtió en la de María Auxiliadora, entregada y dedicada a la educación de los chicos y chicas pobres y a los enfermos.
El Instituto recibió la aprobación del Papa en 1869.
¿Qué sucedió?
En pocas palabras, una vez que entró en la congregación la viuda Riché e hizo su profesión religiosa, todo cambió.
Era una mujer con mucha ambición. Al poco tiempo la nombraron superiora general Desde este mismo instante, todo su trabajo consistió en desprestigiar ante las demás hermanas a la fundadora. Y no se detuvo hasta que la expulsó de la institución.
Finalmente, pudo entrar en una casa de París, Nuestra Señora de la Caridad. Hizo su profesión y vivió feliz durante quince años.
Murió de tisis. En cuanto a la susodicha viuda Riché, gobernó la congregación durante 20 años, pero su marido (era una falsa viuda) la persiguió por todas partes. Al final, el marido ganó la batalla en 1890.
¡Felicidades a quien lleve este nombre!
6 jun 2014
Santo Evangelio 7 de Junio de 2014
Día litúrgico: Viernes VII de Pascua
Texto del Evangelio (Jn 21,15-19): Habiéndose aparecido Jesús a sus discípulos y comiendo con ellos, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?» Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis corderos». Vuelve a decirle por segunda vez: «Simón de Juan, ¿me amas?». Le dice él: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas».
Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas a donde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras». Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».
Comentario: Rev. D. Joaquim MONRÓS i Guitart (Tarragona, España)
‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero’. Le dice Jesús: ‘Apacienta mis ovejas’
Hoy hemos de agradecer a san Juan que nos deje constancia de la íntima conversación entre Jesús y Pedro: «‘Simón de Juan, ¿me amas más que éstos?’ Le dice él: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero’. Le dice Jesús: ‘Apacienta mis corderos’» (Jn 21,15). —Desde los más pequeños, recién nacidos a la Vida de la Gracia... has de tener cuidado, como si fueras Yo mismo... Cuando por segunda vez... «le dice Jesús: ‘Apacienta mis ovejas’», Él le está diciendo a Simón Pedro: —A todos los que me sigan, tú los has de presidir en mi Amor, debes procurar que tengan la caridad ordenada. Así, todos conocerán por ti que me siguen a Mí; que mi voluntad es que pases por delante siempre, administrando los méritos que —para cada uno— Yo he ganado.
«Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: ‘¿Me quieres?’ y le dijo: ‘Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero’» (Jn 21,17). Le hace rectificar su triple negación y, solamente recordarla, le entristece. —Te amo totalmente, aunque te he negado..., ya sabes cómo he llorado mi traición, ya sabes cómo he encontrado consuelo solamente estando con tu Madre y con los hermanos.
Encontramos consuelo al recordar que el Señor estableció el poder de borrar el pecado que separa, mucho o poco, de su Amor y del amor a los hermanos. —Encuentro consuelo al admitir la verdad de mi alejamiento respecto de Ti y al sentir de tus labios sacerdotales el «Yo te absuelvo» “a modo de juicio”.
Encontramos consuelo en este poder de las llaves que Jesucristo otorga a todos sus sacerdotes-ministros, para volver a abrir las puertas de su amistad. —Señor, veo que un desamor se arregla con un acto de amor inmenso. Todo ello, nos conduce a valorar la joya inmensa del sacramento del perdón para confesar nuestros pecados, que realmente son “des-amor”.
6 de junio SAN MARCELINO CHAMPAGNAT
6 de junio
SAN MARCELINO CHAMPAGNAT
(† 1840)
Nació este varón de Dios el 20 de mayo de 1789, en la aldea de Rosey, de la parroquia de Marlhes, departamento de Loira, diócesis, desde 1801, de Lyon. Fueron sus padres Juan Bautista Champagnat y María Chirat; este matrimonio tuvo diez hijos. El padre era hombre recto, bastante instruido, de buen juicio y muy estimado en la comarca; sus convecinos acudían a él para que dirimiera sus diferencias. El aprecio de que gozaba y su relativa buena hacienda le merecieron el nombramiento de jefe del municipio de Marlhes; mantuvo el cargo con rectitud inflexible y protegió decididamente a la Iglesia, por lo cual fue juzgado desafecto a la Revolución, sometido a procesos y vejado con pérdidas cuantiosas.
La madre era muy piadosa, devota ferviente de la Santísima Virgen, solícita con sus hijos, excelente ama de casa y consejera a la que acudían a su vez vecinas y amigas. Llegada la noche rezaba en familia el rosario con las últimas oraciones y daba lectura a Las vidas de los santos. La divina Providencia le avisó que, como al Sabio (Sab. 8,19), a Marcelino le “cupo en suerte un alma buena", pues al cuidar a su infante advirtió más de una vez una llamita que se levantaba del pecho del niño, subía a su frente y se esparcía hasta esfumarse por la alcoba; María Chirat ofreció su hijo a la Virgen, y se dispuso a esmerarse en la educación de Marcelino.
El ambiente familiar era propicio por demás para la adecuada formación del alma de nuestro Beato. Tenía la madre un hermano llamado Marcelino, piadoso como ella, y que, alborozado y diligente, apadrinó en la pila a su sobrino y le impuso los nombres de Marcelino, José y Benito. En la misma casa vivía refugiada la tía Rosa, hermana de su padre, expulsada por el Terror de su convento; esta santa mujer ayudó a la madre en la educación cristiana de Marcelino; le hablaba de Dios, de María, de los ángeles custodios y de los estragos de la Revolución. Las instrucciones, consejos y ejemplos de la edificante tía calaron hondo en el alma de Champagnat, como más tarde lo reconocía y comentaba agradecido.
Frutos del cristianismo práctico de aquel hogar fueron, entre otros, el bautismo sin dilación de Marcelino, al día siguiente de nacer, fiesta de la Ascensión; la preparación esmerada de Marcelino a la comunión primera, que recibió a los once años en la primavera de 1800; la mayor frecuencia en comulgar, ya en la casa, ya en el seminario, de lo entonces en uso y que hubo que conceder a Marcelino, y la consagración a Dios de otros hermanos que siguieron el ejemplo de nuestro Beato,
Rosey era un lugarejo situado en la zona elevada y montañosa del sudoeste de Lyon, región agreste de los montes Pilat, donde aún se guardaban costumbres patriarcales; la vida de los Champagnat-Chirat la constituían los deberes religiosos, la atención a los hijos, el cuidado de una granja-molino, la ganadería, la agricultura, en ocasiones la albañilería, la carpintería y el oficio de herrero, y siempre una sobria y prudente administración en la que eran expertos los padres; en todas estas prácticas iba iniciando a sus hijos Juan Bautista, y de todas ellas sacó Marcelino buen provecho para sus empresas posteriores.
Esta fue cortada al talle de la de Nazaret, la primera acreditada escuela cristiana de Marcelino, en, la que aventajó mucho y mereció promoción a más altos destinos.
La Revolución había maltrecho la Iglesia en Francia; era arzobispo de Lyon el insigne y piadoso cardenal Fesch, tío de Napoleón Bonaparte, quien decidió restaurar la vida cristiana en su diócesis y empezó por restablecer y poblar los seminarios; mandó que su vicario general enviase sacerdotes emisarios que hallaran jóvenes aptos para el sacerdocio; el párroco de Marlhes enderezó los pasos del visitante que le correspondió hacia la granja de los Champagnat; no eran llamados por Dios los hermanos mayores de Marcelino, pero éste, que, por muerte del último hijo, había quedado el benjamín, si bien perplejo al pronto, reaccionó en seguida con decisión y aceptó la vocación divina en la que jamás vaciló a pesar de las dificultades muy grandes que tuvo que vencer. La escuela de Cristo en la granja de Rosey había dado su floración esplendente: un sacerdote.
Y pasó Marcelino a la escuela superior de la formación de su alma, el seminario. En octubre de 1805 ingresó en el Seminario Menor de Verriéres, y en él acreció la piedad, ejercitó la fortaleza, aprovechó las humillaciones, fue dechado de paciencia y regularidad y ganó el afecto de sus colegas, el aprecio de sus superiores y maestros y el nombramiento de prefecto de disciplina durante las noches, de las que se sirvió para el estudio, realizando una evolución que sorprendió a profesores y condiscípulos y acortó los cursos de su carrera.
En octubre de 1813 ingresó en el Seminario Conciliar de Lyon. La divina gracia le condujo a perfección más alta; escogió por virtud predilecta la humildad, con la que su santidad resultó hondamente cimentada; gozó en los estudios que le hablaban de Dios; formó parte de un grupo de doce seminaristas resueltos a emplear sus vidas en la restauración cristiana del mundo, por medio de la devoción y culto de María, el apostolado de las misiones y del catecismo, y de su ejemplo; comunicaron sus planes al rector del seminario, subieron con él al santuario de Fouirviére y se consagraron a María; de aquel cenáculo mariano salieron más tarde los padres y los hermanos Maristas, y, entre aquellas almas selectas había un santo, el Cura de Ars; un beato, Marcelino, Champagnat, y un venerable, Juan Claudio Colin, fundador y primer general de la Sociedad de María.
El 22 de julio de 1816 fue ordenado sacerdote en la metropolitana iglesia de Lyon, cuando pasaba poco de los veintisiete años de edad; muy luego subió otra vez a Fourviere y ofreció a María su sacerdocio. Fue nombrado coadjutor de la Valla, pueblo situado en las estribaciones del Pilat, con extensa feligresía diseminada entre montes y comunicada por pésimos caminos; al llegar Marcelino a la vista de la torre de la iglesia de su cargo se arrodilló y, con oración sentida, se dispuso a emprender la etapa de ejercitación heroica de virtudes apostólicas con las que iba a consumar su perfección.
Fue el consuelo del anciano párroco, que le reputó irreprensible; levantó el caído esplendor de su iglesia; cuidó de que ningún enfermo muriera sin sacramentos, sin reparar en la hora, en el rigor de las estaciones, en el cansancio o el desfallecimiento por tiempo transcurrido sin alimento para poder comulgar, ni en la distancia y mal camino. Predicaba con unción; y las notas conservadas de sus sermones y avisos de buen gobierno requieren talento y densa cultura eclesiástica. Se ganó la confianza de los jóvenes, de los ancianos, enfermos y de todos sus feligreses. Acabó con el vicio de la embriaguez, con las fiestas mundanas y las malas lecturas: un día entero se alimentó su hogar con libros esparcidos por la Revolución; fundó una biblioteca y regaló lecturas con prodigalidad. Se granjeó el corazón de los niños, a los que tanto gustó su catequesis que vez hubo en que, engañados por la luna, creyeron que amanecía y los hubo de recoger en la iglesia antes de salir el sol; sus lecciones de catequista eran recordadas treinta años después con agrado por los mayores que le oyeron. La transformación de la Valla fue completa y su buen suceso recuerda el cabal éxito apostólico de su condiscípulo Juan María Vianney.
Y, así preparado por Dios, surgió el fundador que nos presentan sus hijos, los hermanos maristas, como muy joven fundador de la Iglesia, pues contaba algo más de veintisiete años al fundar, y moría a los cincuenta y un años de edad; nos lo describen los maristas diciendo: Fue de elevada estatura, robusto y bien constituido: de carácter enérgico y dulce a la vez. Hombre alto en su aspecto físico y hombre gigante en la virtud ...”.
En los coloquios apostólicos marianos decía Marcelino a sus compañeros que necesitaban hermanos que ayudaran a los sacerdotes misioneros y enseñaran el catecismo; insistió reiteradamente en su idea, y sus amigos, al fin, le dijeron que, pues era idea suya, se encargara él de su ejecución; pero tuvo además Marcelino la ratificación del cielo para la empresa de fundación; dice un marista: “... tuvo la personal inspiración de fundar un Instituto de hermanos..., la recibió el año 1816, en una de sus frecuentes visitas al santuario de Nuestra Señora de Fourviére, en Lyon"; una placa de bronce recuerda en el santuario este suceso. Pero el momento escogido por Dios para lanzar a Marcelino a su obra fue a fines de octubre de 1816, cuando fue requerido para asistir en su muerte a un adolescente llamado Francisco Montaigne, que expiraba en total desconocimiento de los rudimentos de la doctrina cristiana; Marcelino, lleno de amor y de celo, le instruyó y dispuso a morir como un ángel, y se retiró con el tiempo justo para haber salvado un alma. Champagnat se conmovió y, meditando en el ingente número de niños y adolescentes que se hallarían en el mismo caso que Montaigne, resolvió proceder a la fundación de sus hermanos.
El Instituto comenzó el 2 de enero de 1817; la primera casa fue, por su pobreza, un auténtico portal de Belén. Animado Marcelino por sus superiores eclesiásticos y probado con la cruz de la adversidad, solicitados sus hermanos por los párrocos que le pedían escuelas, acometió las obras de su Casa en el valle que desciende de La Valla a Saint-Chamond, a las orillas del Gier. El día de la Asunción de 1825 fue bendecida esta Casa, que él denominó Nuestra Señora del Hermitage. Allí murió Marcelino el 6 de junio de 1840, sábado, día de la semana en que deseaba morir, a la hora del amanecer, en que sus hijos, por su mandato, cantan la salve. En el Hermitage dictó su testamento al hermano Luis María y lo hizo leer a sus hijos a su presencia antes de expirar; es modelo de santidad y muestra de talento y buen gobierno; recomienda la obediencia, la caridad, delicada hasta con todos los demás Institutos; la sencillez, la perseverancia marista como prenda de salvación, el oficio de ángeles custodios con los niños y el amor a María, primera Superiora del Instituto. Al morir dejaba Marcelino en Francia 280 hermanos, con 40 Casas.
La pedagogía marista tiene características propias, aprovechamiento de progresos que halló reconocidos, enmienda de fracasos frecuentes en la enseñanza y aciertos de orientación en bien de la Iglesia. Es Instituto dedicado a Dios por el apostolado exclusivo de la enseñanza; muy adicto a la jerarquía eclesiástica; amigo del clero secular desde su comienzo y a lo largo de su historia: el caso del párroco de Saint Chamond, señor Dervieux, ayudando generosamente al fundador en un momento difícil de su incipiente obra, era el preludio de una mutua cooperación entre hermanos y sacerdotes que había de ser nota distintiva de los maristas.
Marcelino padeció un maestro que no supo discernir un retraso mental por falta del cultivo del alma de una inteligencia escasa; no quiso pisar más en una escuela en la que vio maltratar a un niño, y lloró siempre la exasperación y desvío de la Iglesia de un niño al que motejó un sacerdote en la catequesis con tan desgraciada fortuna que los condiscípulos le abochornaban con el apodo molesto. Prohibió para siempre los remoquetes en sus casas; desterró de sus aulas los castigos aflictivos; para estímulo de instrucción y educación se sirvió del canto en la escuela; aprovechó el método simultáneo de enseñanza establecido por Juan Bautista de la Salle; introdujo el uso docente de las consonantes seguidas de vocal, práctica muy suya que se generalizó enseguida en Francia y ha pasado a la pedagogía universal; fue precursor de la escuela activa por la participación de los alumnos de su propia formación; entre los maristas ha habido en este último aspecto aventajados seguidores de Champagnat...; inculcó en sus hijos el cultivo de la intuición; un día explicaba con una manzana la forma de la tierra y la existencia de infieles en apartadas regiones; un niño que le oía con interés fue más tarde monseñor Epalle, misionero de Oceanía y mártir en las islas Salomón. Así quería Champagnat a sus hijos, los hermanos maristas, catequistas perfectos, y para esto les manda: una hora diaria de estudio religioso y que enseñen el catecismo cada día en sus clases y en la primera hora de lección del día...
Pero la quintaesencia de la pedagogía marista es la devoción, culto y amor a María; el lema del Instituto es el de Marcelino: Todo a Jesús por María y todo a María para Jesús; a María llamaba y tenía el fundador por su recurso, ordinario; encarga a sus hijos que den culto brillante al mes de María; decía así Champagnat: "En el Instituto todo pertenece a María; bienes y personas; todo debe emplearse a su gloria; amarla..., inculcar su devoción a los niños... como medio de servir fielmente a Jesucristo... es el fin y el espíritu de la Congregación."
Así se ha podido publicar en la beatificación de Champagnat, 29 de mayo de 1955, que en poco más de un siglo este Instituto ha llegado a 8.500 hermanos con 5.500 formandos o novicios, de 700 colegios en 52 países y más de 250.000 alumnos.
HERNÁN CORTÉS
Canonizado por Juan Pablo II en mayo de 1999.
5 jun 2014
Santo Evangelio 5 de Junio de 2014
Día litúrgico: Jueves VII de Pascua
Santoral 5 de Junio: San Bonifacio, obispo y mártir
Texto del Evangelio (Jn 17,20-26): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí.
»Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos».
Comentario: P. Joaquim PETIT Llimona, L.C. (Barcelona, España)
Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí
Hoy, encontramos en el Evangelio un sólido fundamento para la confianza: «Padre santo, no ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí» (Jn 17,20). Es el Corazón de Jesús que, en la intimidad con los suyos, les abre los tesoros inagotables de su Amor. Quiere afianzar sus corazones apesadumbrados por el aire de despedida que tienen las palabras y gestos del Maestro durante la Última Cena. Es la oración indefectible de Jesús que sube al Padre pidiendo por ellos. ¡Cuánta seguridad y fortaleza encontrarán después en esta oración a lo largo de su misión apostólica! En medio de todas las dificultades y peligros que tuvieron que afrontar, esa oración les acompañará y será la fuente en la que encontrarán la fuerza y arrojo para dar testimonio de su fe con la entrega de la propia vida.
La contemplación de esta realidad, de esa oración de Jesús por los suyos, tiene que llegar también a nuestras vidas: «No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que (...) creerán en mí». Esas palabras atraviesan los siglos y llegan, con la misma intensidad con que fueron pronunciadas, hasta el corazón de todos y cada uno de los creyentes.
En el recuerdo de la última visita de Juan Pablo II a España, encontramos en las palabras del Papa el eco de esa oración de Jesús por los suyos: «Con mis brazos abiertos os llevo a todos en mi corazón —dijo el Pontífice ante más de un millón de personas—. El recuerdo de estos días se hará oración pidiendo para vosotros la paz en fraterna convivencia, alentados por la esperanza cristiana que no defrauda». Y ya no tan cercano, otro Papa hacía una exhortación que nos llega al corazón después de muchos siglos: «No hay ningún enfermo a quien le sea negada la victoria de la cruz, ni hay nadie a quien no le ayude la oración de Cristo. Ya que si ésta fue de provecho para los que se ensañaron con Él, ¿cuánto más lo será para los que se convierten a Él?» (San León Magno).
5 de junio SAN BONIFACIO Obispo y mártir
5 de junio
SAN BONIFACIO
Obispo y mártir
(† 751)
Bonifacio o Winfrido es justamente designado como apóstol de Alemania, si bien es verdad que ya antes de él otros misioneros habían predicado el Evangelio en diversas regiones de este territorio, y a pesar de que algunas de estas regiones, como Baviera y Turingia, constituían ya importantes núcleos de cristiandad. A él se debe, en efecto, en primer lugar, el haber generalizado y sistematizado, mucho más que los anteriores misioneros, la evangelización de la mayor parte de Alemania, y, por otra parte, el haber organizado de una manera definitiva la jerarquía de estos vastos territorios, procediendo en toda esta labor en inteligencia con los Romanos Pontífices. Mas con todo este trabajo de evangelización de Alemania y organización de sus iglesias no se agotó la actividad de este grande apóstol. Esta comprende una segunda parte, a la que suelen atender menos los historiadores, pero que tuvo extraordinaria importancia en la vida de San Bonifacio. Es la regeneración y reorganización de la Iglesia de los Francos, que se hallaba en gran decadencia. Así, pues, San Bonifacio es apóstol de Alemania y reorganizador de la Iglesia franca.
Llamábase Winfrido y nació hacia el año 680, según todas las probabilidades, en el territorio de Wessex, de una familia profundamente cristiana. Contando sólo cinco años, atraído por el ejemplo y las palabras de unos monjes, manifestó a sus padres el deseo de seguirlos, y, después de vencer su persistente oposición, pudo dirigirse a la escuela del monasterio de Exeter. Contaba entonces sólo siete años y durante otros siete pudo poner los más sólidos fundamentos a su formación humanística y sacerdotal. A los catorce se trasladó al monasterio de Nursling, de la diócesis de Winchester, donde, ingresado en la Orden, recorrió los estudios superiores del llamado Trivio y Cuatrivio, en los que salió tan aventajado que bien pronto pudo ser allí mismo renombrado maestro. De ello nos dejó una excelente prueba en una gramática latina que compuso en este tiempo.
Pero mucho más que en los estudios profanos, que constituían la base de la formación humanística y filosófica, aventajóse Winfrido en los eclesiásticos, que más directamente debían servirle para los ideales apostólicos que ya entonces acariciaba en su interior. Por esto consta que estudió de un modo especial la Sagrada Escritura y la dogmática o teología, tal como entonces se proponía, al mismo tiempo que realizaba los primeros ensayos de predicación entre la gente humilde y sencilla del pueblo. Todo esto, unido a un espíritu profundamente religioso, a la práctica de todas las virtudes monásticas y a un abrasado amor de Dios y del prójimo, le prepararon convenientemente para la grande obra a que Dios lo destinaba.
Precisamente entonces eran frecuentes las salidas de Inglaterra de monjes misioneros, que partían para el centro y norte de Europa, donde se entregaban con toda su alma a la evangelización de aquellos territorios, todavía paganos. Hallábase entonces en la región de Frisia (la actual Holanda) el gran apóstol San Willibrordo, y continuamente llegaban a los monasterios de Inglaterra e Irlanda voces en demanda de nuevos misioneros. Winfrido, pues, que se hallaba a la sazón en la plenitud de su vida, sintióse llamado por Dios a este inmenso campo de apostolado, y, después de obtener, tras largas luchas, el permiso de su abad, partió para el Continente, junto con otros dos compañeros, el año 716.
Mas no había llegado todavía la hora de Dios. La situación del norte de Europa era insegura, por lo cual Winfrido se convenció de que su labor apostólica sería inútil. Así, pues, volvióse a su monasterio de Nursling, donde, a la muerte del abad Wimbert, trataron los monjes de elegirlo a él. No sin mucho esfuerzo consiguió, al fin, verse libre de esta dignidad, pues su única obsesión era volver al Continente para entregarse de lleno a su evangelización. Convencido, pues, de que, para dar verdadera eficacia a su labor, era necesario recibir una comisión directa del Papa, dirigióse el año 718 a Roma.
Era el primer viaje que hacía a la Ciudad Eterna. El papa San Gregorio II le recibió con muestras de extraordinaria satisfacción, cambióle su nombre de Winfrido por el de Bonifacio; instruyóle ampliamente sobre el modo de introducir en los pueblos germanos la doctrina cristiana, la liturgia y administración romana, y en la primavera de 719 le dio una comisión especial para los pueblos del centro de Europa.
Atravesando, pues, Bonifacio la Baviera y el centro de Alemania dirigióse a Frisia, donde providencialmente había muerto su rey Radbod, y su sucesor, unido con los francos, se mostraba favorable a la predicación del Evangelio. Allí, pues, al lado del veterano apóstol San Willibrordo, pasó el novel misionero Bonifacio tres años. Este aprendizaje fue de grandísima utilidad para él. Sin embargo, resistiendo a las instancias de San Willibrordo, quien, ya anciano, deseaba nombrarle sucesor suyo, y siguiendo las instrucciones del Papa, se dirigió a Hesse, donde inició su primera gran campaña de predicación. En este tiempo se le juntó uno de sus más fieles colaboradores, llamado Gregorio. Para dar más firmeza y regularidad al trabajo misionero estableció pronto su primer monasterio en Amöneburg. El resultado de sus primeros trabajos fueron millares de conversiones y el establecimiento de numerosas cristiandades.
Ante las primeras noticias de los éxitos obtenidos el Papa le llamó a Roma, donde, bien informado de su espíritu y de sus métodos de predicación, así como también de los nuevos campos que se abrían al Evangelio, le consagró obispo el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés, del año 722. A esta dignidad, que tanto ascendiente debía dar a Bonifacio, añadió el Papa una carta especial para Carlos Martel, con el objeto de que obtuviera de éste su apoyo oficial para tan importante empresa, y asimismo gran cantidad de reliquias, el Código oficial canónico y otras cosas que contribuían a dar mayor autoridad al misionero.
Armado, pues, Bonifacio de su nueva autoridad episcopal y de todas estas nuevas armas, dirigióse a Carlos Martel, quien, a la vista de la carta pontificia, puso al servicio del misionero todo el apoyo de su poder. En esta forma entró de nuevo Bonifacio en Alemania y se dispuso a continuar la obra comenzada en Hesse. Para ello realizó entonces una de las más sublimes hazañas de su vida misionera, con el objeto de deshacer la superstición pagana, que constituía el principal obstáculo del Evangelio. Efectivamente, en un día señalado con anticipación, para hacer presencia de gran multitud de paganos, dio con sus propias manos algunos golpes de hacha y luego hizo derribar la encina sagrada de Geismar, a la que los gentiles profesaban gran veneración. Al ver, pues, los paganos que sus dioses no hacían nada para vengar aquel ultraje, reconocieron su impotencia, y a partir de este hecho se mostraron mejor dispuestos para recibir el Evangelio. Con la madera de aquella encina hizo Bonifacio construir una iglesia dedicada a San Pedro, y a corta distancia de ella levantó el monasterio de Fritzlar, que fue en adelante uno de los puntos de apoyo de su obra misionera.
Puesta ya en marcha la misión de Hesse, el año 725 pasó a Turingia, donde ya anteriormente había sido introducido, pero no había arraigado el cristianismo, y allí continuó desarrollando su actividad apostólica. En todas partes encontraba al pueblo dispuesto a escuchar la palabra de Dios. Lo único que faltaban eran misioneros. Por esto insistió constantemente a los monasterios ingleses en demanda de nuevas fuerzas, y, en efecto, fueron llegando muchos monjes misioneros durante los años siguientes. Bien pronto fundó en Turingia, cerca de Gotha, el monasterio de Ordruf, que fue su base de operaciones en aquel territorio. Entre los nuevos misioneros son dignos de mención San Lull, que fue el sucesor de San Bonifacio en la sede de Maguncia, y San Esteban, su futuro compañero de martirio. Llegaron asimismo religiosas, que iniciaron la rama femenina del monacato en Turingia y Hesse. Entre ellas se distinguieron Santa Tecla, Santa Walburga y sobre todo la prima del mismo San Bonifacio, Santa Lioba.
Cerca de diez años hacía que trabajaba en estas regiones de Hesse y Turingia, alentado siempre por San Gregorio II, cuando este gran Papa murió en 731. Su sucesor, San Gregorio III (731-741), conociendo perfectamente el celo y la santidad de San Bonifacio, le envió en 732 el palio arzobispal, constituyéndole metropolitano de toda la Alemania al otro lado del Rhin, a lo que añadía una amplia facultad para fundar nuevos obispados en todos aquellos territorios.
Algunos años más tarde, en 737, hizo su tercer viaje a Roma, con el objeto de tratar detenidamente con el Romano Pontífice sobre la organización definitiva de las iglesias germanas. Entonces recibió de Gregorio III el nombramiento de legado apostólico con poder general sobre todos aquellos territorios, y en Montecassino obtuvo uno de sus mejores auxiliares, al monje San Willibald, y otros misioneros. Con estos nuevos poderes y nuevos auxiliares dirigióse, ante todo, a Baviera, cuyas cristiandades reorganizó e introdujo una plena jerarquía con los obispados de Salzburgo, Ratisbona, Freising, Passau y otros.
Una vez organizada la iglesia de Baviera, volvió a su campo de operaciones de Hesse y Turingia, donde creó los obispados de Erfurt para Turingia, Buraburg para Hesse y Wurzburgo para Franconia; algo más tarde organizó el obispado de Eichstätt. El año 741, mientras realizaba esta obra fundamental de estabilización de aquellas iglesias, fundó la abadía de Fulda, tan célebre en lo sucesivo, y donde debían luego descansar sus restos mortales.
Este mismo año 741 entró San Bonifacio en un nuevo campo de su actividad, al que tal vez han prestado menos atención los historiadores, y que da una idea completa de la magnitud de la obra apostólica de San Bonifacio. En efecto, su encendido amor de Dios y su celo por las almas no se contentó con la evangelización y organización de las iglesias germanas, sino que realizó también una completa regeneración y reorganización de la Iglesia en Francia. Esta se encontraba, en efecto, en un estado de general decadencia. Muerto el año 741 Carlos Martel, su hijo Carlomán heredó los territorios orientales de Austrasia y Pipino los occidentales de Neustria. Entonces, pues, el piadoso Carlomán, que conocía perfectamente el celo apostólico de San Bonifacio, le invitó para que acudiera a sus dominios con el fin de reformar la disciplina eclesiástica. Aceptó Bonifacio la invitación y comenzó al punto su tarea. Esta se dirigió principalmente a los elementos eclesiásticos, los clérigos, obispos y monasterios. Mas, para dar más eficacia a su acción reformadora, apoyada siempre por Carlomán y más tarde por Pipino, celebró una serie de concilios, célebres en la historia de la Iglesia de Francia.
El primero tuvo lugar en Austrasia en 742. Es el primer concilio germánico. Del resultado que con él obtuvo San Bonifacio puede juzgarse por las disposiciones reformadoras que se tomaron. Se atacó a la raíz del mal, ordenando la devolución de los bienes eclesiásticos. Se urgió el derecho de los obispos y se dieron severas disposiciones contra los vicios de simonía e incontinencia del clero. Todas estas disposiciones fueron luego proclamadas como leyes del Estado. En 743 celebráronse otros dos sínodos en Austrasia. El año siguiente solicitó también Pipino la intervención de San Bonifacio en los territorios de Neustria, donde se celebraron dos sínodos y se introdujeron todas las normas reformadoras de Austrasia. El año 745 se pudo celebrar ya un concilio general para ambos territorios. El resultado fue a todas luces visible. A los cinco años de labor de San Bonifacio la Iglesia franca quedaba completamente regenerada.
El concilio general germano del año 747 fue la mejor confirmación de los resultados obtenidos por la grandiosa obra de San Bonifacio. En él todo el episcopado franco firmó la llamada Carta de la verdadera profesión de fe y de la unidad católica y la mandaron a Roma. De este modo toda la Germania y toda Francia quedaban, por la obra de San Bonifacio, íntimamente unidas con Roma.
Pero esto mismo señala otro punto culminante de la vida de San Bonifacio. Hasta este tiempo poseía una comisión general para todos aquellos territorios. El nuevo papa Zacarías juzgó llegado el tiempo de nombrar a San Bonifacio arzobispo de Maguncia, constituyendo esta sede como primada de Alemania y Francia. De este modo se completaba la unidad de la obra de San Bonifacio. Apenas realizado esto, perdió el mismo año 747 a su principal apoyo, Carlomán, quien se retiró a un monasterio. Pero su hermano Pipino el Breve, que unió entonces toda Francia, continuó prestándole el mismo apoyo. La obra de Bonifacio continuó, pues, produciendo los más sazonados frutos, no obstante los disturbios promovidos por algunos caracteres turbulentos.
Pero, entretanto, San Bonifacio, ya de avanzada edad, obtuvo el nombramiento de su discípulo y colaborador Lull como sucesor suyo en la sede de Maguncia. Pero su ardiente espíritu misionero no encontraba mejor descanso que el campo de sus primeros trabajos apostólicos. Dirigíase, pues, entonces a la región de Frisia, donde con aliento juvenil se entregó de lleno al trabajo misionero entre los gentiles, todavía numerosos en aquel territorio. Los primeros éxitos de esta nueva y última campaña del veterano apóstol le rejuvenecieron extraordinariamente. Sentíase allí como en su propio elemento. Organizaron las cosas para celebrar una confirmación en el campo de Dokkum; y el 5 de junio de 754, cuando esperaba a los nuevos cristianos para administrarles este sacramento, cayeron sobre él unos gentiles fanáticos y le martirizaron junto con cincuenta y dos compañeros. Enterrado primero en Utrecht, más tarde fue trasladado a Maguncia y luego a Fulda.
Con justicia se le ha dado el título de apóstol de Alemania en el más amplio sentido de la palabra. San Bonifacio es uno de los más excelentes ejemplos de los grandes misioneros de la Iglesia católica de todos los tiempos. Su encendido amor de Dios y de las almas le comunicó la fuerza necesaria para vencer las mayores dificultades y trabajar hasta derramar su sangre por la fe que predicaba. El resultado de su obra apostólica, verdaderamente admirable, se extendió a toda Alemania y a Francia.
BERNARDINO LLORCA, S. I.
4 jun 2014
Santo Evangelio 4 de Junio de 2014
Día litúrgico: Miércoles VII de Pascua
Texto del Evangelio (Jn 17,11b-19): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre santo, cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba yo con ellos, yo cuidaba en tu nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura.
»Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu Palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad».
Comentario: Fr. Thomas LANE (Emmitsburg, Maryland, Estados Unidos)
Que tengan en sí mismos mi alegría colmada
Hoy vivimos en un mundo que no sabe cómo ser verdaderamente feliz con la felicidad de Jesús, un mundo que busca la felicidad de Jesús en todos los lugares equivocados y de la forma más equivocada posible. Buscar la felicidad sin Jesús sólo puede conducir a una infelicidad aún más profunda. Fijémonos en las telenovelas, en las que siempre se trata de alguien con problemas. Estas series de la TV nos muestran las miserias de una vida sin Dios.
Pero nosotros queremos vivir el día de hoy con la alegría de Jesús. Él ruega a su Padre en el Evangelio de hoy «y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada» (Jn 17,13). Notemos que Jesús quiere que en nosotros su alegría sea completa. Desea que nos colmemos de su alegría. Lo que no significa que no tengamos nuestra cruz, ya que «el mundo los ha odiado, porque no son del mundo» (Jn 17,14), pero Jesús espera de nosotros que vivamos con su alegría sin importar lo que el mundo pueda pensar de nosotros. La alegría de Jesús nos debe impregnar hasta lo más íntimo de nuestro ser, evitando que el estruendo superficial de un mundo sin Dios pueda penetrarnos.
Vivamos pues, hoy, con la alegría de Jesús. ¿Cómo podemos conseguir más y más de esta alegría del Señor Jesús? Obviamente, del propio Jesús. Jesucristo es el único que puede darnos la verdadera felicidad que falta en el mundo, como lo testimonian esas citadas series televisivas. Jesús dijo, «si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Jn 15,7). Dediquemos cada día, por tanto, un poco de nuestro tiempo a la oración con las palabras de Dios en las Escrituras; alimentémonos y consumamos las palabras de Jesús en la Sagrada Escritura; dejemos que sean nuestro alimento, para saciarnos con la su alegría: «Al inicio del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da a la vida un nuevo horizonte a la vida» (Benedicto XVI).
4 de junio SAN FRANCISCO CARACCIOLO
4 de junio
SAN FRANCISCO CARACCIOLO
(† 1608)
San Francisco Caracciolo nace el 13 de octubre de 1563, el mismo año en que se clausura el concilio de Trento. Sus biógrafos toman tal coincidencia por un presagio, pues este Santo está plenamente dentro del espíritu de la reforma tridentina.
Al clausurarse el concilio fue como si la Iglesia hubiera lanzado un suspiro de alivio. Quedaba salvaguardada la integridad del dogma frente a los desvíos protestantes, se había formulado una legislación pastoral capaz de renovar el espíritu del clero y la piedad de los fieles, se habían sentado las bases justas para toda la renovación de la vida cristiana.
A mayor abundamiento Dios había concedido a la cristiandad un Papa santo que la librase de la amenaza turca, y se mostrase decidido a aplicar con toda energía la verdadera reforma. Puso en orden la curia pontificia, exhortó a mayor austeridad a los cardenales, obligó a guardar la residencia a los obispos, envió misioneros a los países recientemente descubiertos, y según escribían los embajadores venecianos Pío V llevaba trazas de hacer de Roma un convento.
Al inflexible dominico sucedieron los papas Gregorio XIII, Sixto V y Clemente VIII, los mismos que llenan el último tercio del siglo XVI y las primeras fechas del XVII, contemporáneos todos de San Francisco Caracciolo.
Estamos en toda la gloria del Barroco, esa manifestación compleja que desborda el arte para afectar la literatura, el teatro y las mismas formas devocionales.
¡Qué diferencia entre los comienzos del siglo XVI y su coronación! La orgía del Renacimiento había sacudido con un viento de locura a la Ciudad Eterna. Fue una fiebre que embotó los sentidos para no ver siquiera el alcance de la rebelión de Lutero. Dios tuvo que enviar contra la urbe distraída el castigo del sacco. Pero, misericordioso también, le envió una racha de santos reformadores. Pudiéramos decir que abren la marcha San Cayetano y San Ignacio; pero después son pelotón, como cuando avanzan juntos los ciclistas de la "vuelta".
Se reforman las Ordenes antiguas y nacen Ordenes religiosas nuevas, atentas a las necesidades de los tiempos y como enfrentándose al protestantismo. Ellos negaban el valor de las buenas obras, el culto a la Eucaristía, la eficacia de la confesión, la veneración a los santos... Las nuevas Ordenes se dedican a la enseñanza, al cuidado de los enfermos, a la educación de la juventud. Se exalta la adoración al Santísimo, hasta llegar a establecerse las Cuarenta Horas, que regula Clemente VIII. La dirección espiritual llena de confesonarios los templos y San Felipe Neri emplea largas horas en este ministerio. El culto llega a fastuosidades no conocidas antes, los templos se hacen hermosos, ricamente decorados, las imágenes inflan sus ropajes desde las altas hornacinas, los cuadros tocan los temas del martirio, de la beneficencia, de los éxtasis milagrosos. El arte se pone en línea de batalla para dar réplica contundente a cada una de las negaciones protestantes.
Y con el arte, la teología en Salamanca y Alcalá, y la historia en los volúmenes de Baronio y la patrística en los de Petavio, y la mística teología en la prosa castellana de Santa Teresa y San Juan de la Cruz.
Ahora los decretos del concilio no serán cánones muertos en las colecciones sinodales. Una pléyade de santos obispos estimulará la reforma con su ejemplo. Giberti y Santo Tomás de Villanueva, San Carlos Borromeo y San Francisco de Sales, fray Bartolomé de los Mártires y el Beato Ribera serán el ejemplo viviente para estímulo de pastores. Podemos decir con plena justicia que la época postridentina es, con el siglo XIII, el momento de mayor eclosión de santidad que ha conocido la Iglesia.
Entonces precisamente nace en un pueblo italiano de los Abruzos, en Villa Santa María, un niño hijo de familia distinguidísima en Italia y enlazada con las principales casas de aquella región y aun del reino de España. Don Francisco Caracciolo y su esposa, la noble dama doña Isabella Baratuchi, tuvieron la dicha de tener cinco hijos, que consagraron al servicio del Señor, excepto el primogénito, que llevó la casa. El segundo fue el Santo a que nos estamos refiriendo, al que dieron en el bautismo el nombre de Ascanio, que después, en decisiva circunstancia, cambiaría por el de Francisco.
Puede suponerse la esmerada educación que tan ilustres progenitores darían a sus hijos. Con Ascanio, además, cualquier esfuerzo rendía copioso fruto. A los seis años le aplicaron al aprendizaje del latín, y por estar dotado de un excelente ingenio, ya a los nueve podía formar discursos y entablar conversaciones en esta lengua. No menos prodigiosos fueron sus progresos en la retórica y en las letras, haciendo su conversación agradable y elocuente, según el gusto depurado de la época.
Llegado a la juventud destinóle su padre al ejercicio de las armas. Ascanio era un apuesto mancebo, de ojos negros, cabellos ensortijados, piel ligeramente morena. Un joven agraciado, como los italianos del Sur, con la viveza y desenvoltura propia de esta raza de artistas.
Los autores advierten que Ascanio consiguió superar la prueba de la milicia sin menoscabo de su virtud; era un joven piadoso, devotísimo de la Sagrada Eucaristía y de la Santísima Virgen, que diariamente rezaba el oficio parvo y el rosario y ayunaba los sábados. Pero estas devociones eran por entonces patrimonio de muchas almas. Propiamente en Ascanio no había surgido aún el problema vocacional. Fue necesario que Dios le visitase con la enfermedad. A los veinte años hallóse cubierto de un mal repugnante que los médicos diagnosticaron como lepra. Sus amigos le desampararon por temor al contagio. En tales circunstancias es cuando hace voto de abrazar el estado religioso si un milagro le devolvía la salud.
Y Ascanio curó. Marchó a Nápoles para estudiar teología. Allí visitaba las iglesias, sobre todo las menos frecuentadas de público, donde le era más fácil entregarse a la oración. Y en 1587 recibió el sacerdocio. Para hacer útil su ministerio se inscribió al año siguiente en la cofradía de los Bianchi, los Blancos, una congregación sita en la iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, que se ejercitaba en oficios de caridad con los enfermos, los presos, los condenados a galeras y aun los ajusticiados. Porque Nápoles es tierra volcánica donde la sangre hierve en las venas, como la lava en el Vesubio, y donde acudían a repostar las naves del rey católico, que sin tregua ni descanso hacían la guerra a turcos y berberiscos. ¿Y quién puede contener en tierra a marinos y soldados dispuestos a compensarse de la dura disciplina del mar? Las pendencias y las reyertas estaban a la orden del día, y frecuentemente acababan en sangre. Recuérdese que Tirso de Molina sitúa en Nápoles las hazañas de Enrico, de su obra El condenado por desconfiado. Siendo entonces los procedimientos judiciales muy expeditivos y el virrey español inflexible en aplicar las sentencias, con esto está dicho que a los hermanos de la Cofradía de los Blancos no les faltaría tarea en que emplearse.
Por entonces vino a Nápoles un genovés, Juan Antonio Adorno, a quien San Luis Beltrán pronosticara en Valencia que había de ser fundador de una nueva religión. Comunicando tal vaticinio con su director espiritual, el padre Basilio Pignatelli, le alentó al cumplimiento de tal aviso, llevándoselo consigo a Nápoles, para que, fuera de su país —Italia estaba entonces dividida en muchos Estados—, pudiera ejecutarlo con menos obstáculos.
Ordenóse Adorno de sacerdote y se inscribió también en la Cofradía de los Blancos, y allí conoció a un pariente de Ascanio, don Fabricio Caracciolo, abad de Santa María la Mayor, hombre de mucho mérito, en quien puso los ojos para realizar sus ideas. De común acuerdo determinaron ambos escribir a un tercer pariente de nuestro Santo, llamado también Ascanio, a quien dirigieron una citación. Por error del emisario la carta fue llevada no al verdadero destinatario, sino a su homónimo, quien consideró providencial la equivocación y aceptó complacidísimo intervenir en aquel asunto, viendo el dedo de Dios, que así le indicaba la religión en la cual era gustoso que ingresase.
Reunidos los tres con los vínculos de la más pura caridad, se retiraron a la abadía de los padres camaldulenses, cerca de Nápoles, para redactar en el retiro y la oración las constituciones del futuro instituto, lo que llevaron a cabo en el espacio de cuarenta días.
Pasaron Adorno y Ascanio a Roma para solicitar la aprobación de la Orden del papa Sixto V, quien la reconoció con fecha del 1 de julio de 1588, dándoles el nombre de "clérigos menores". A los tres votos habituales añadían un cuarto de no aceptar dignidades eclesiásticas. Vueltos a Nápoles hicieron su profesión en manos del vicario del arzobispado en el oratorio de la Virgen del Socorro el día 9 de abril de 1589, en cuyo acto se mudó Caracciolo el nombre de Ascanio por el de Francisco, por la gran devoción que profesaba al seráfico patriarca, a quien se propondría imitar en toda su vida.
En Nápoles se les agregaron diez clérigos, completando así el número de doce, como en el Colegio Apostólico. Para atraer hacia el nuevo instituto las bendiciones de lo alto, ayunarían por turno a pan y agua una vez a la semana y se relevarían de hora en hora junto al Santísimo, a fin de que la adoración fuese perpetua.
Adorno pensó marchar a España para recabar de Felipe Il permiso para establecer en sus reinos la nueva Congregación, pues un decreto reciente del Consejo de Estado prohibía admitir nuevas religiones, por la exuberancia de fundaciones que en todas partes se llevaban a cabo. Francisco Caracciolo le acompañó, y después de un viaje penosísimo por mar llegaron a Madrid, donde les colmaron de honores, pero no encontraron solución favorable en la corte a sus demandas. Vueltos a Italia obtuvieron nueva confirmación del instituto del papa Gregorio XVI. Adorno, después de grave enfermedad, fallecía en Nápoles el 18 de febrero de 1591. Entonces fue elegido Caracciolo para sucederle en la congregación general que se celebró el día 9 de marzo de 1593, poniendo él como condición que dicho cargo sólo durase un trienio. Contaba entonces Francisco treinta años, edad considerada entonces como demasiado juvenil para tareas de tan grave responsabilidad, pero su eminente virtud y consumada prudencia decidió la elección.
El 10 de abril de 1594 se le presentó nuevamente ocasión favorable de volver a España. Pasando de Nápoles a Madrid don Juan Bautista de Aponte, nombrado presidente del Supremo Consejo de las Indias, le invitó a acompañarle, costeándole los gastos del viaje. Sin embargo, no consiguió que se hospedase en su casa de Madrid, haciéndolo en el hospital de los italianos, con objeto de poder asistir a los pobres enfermos, en cuyo oficio y en otros no menos admirables brilló su heroica caridad para edificación de todos.
Fue al Escorial para entrevistarse con Felipe II y lograr despacho favorable a su demanda, pero halló la más tenaz oposición entre los miembros del Consejo, no logrando resultados positivos.
Sin embargo, como se agravasen los dolores de gota del rey, dio en pensar Felipe Il si eran consecuencia de la negativa dada a Caracciolo, haciéndole llamar al instante para que se cumplimentase su solicitud; hecho esto, al punto cesaron los dolores. Entonces, agradecido, le remitió al arzobispo de Toledo, con orden de que se apoyase el establecimiento en España del nuevo Instituto, lo que logró con la ayuda de un caballero principal que le cedió una casa para ello. Allí se recogió el Santo con algunos compañeros, ejercitándose en las funciones del confesonario y púlpito con tanto celo y notorio aprovechamiento de las almas, que mereció el nombre de predicador del amor de Dios, conciliándose con esto y su virtud la veneración de toda la corte.
Pero la persecución es patrimonio de las obras de Dios, y el mismo caballero que le protegía iba a ser el origen de la tempestad que se levantó en contra de los clérigos menores. Porque dicho señor comenzó a mezclarse en los asuntos privados de la Congregación, y como Francisco resistiese a semejante abuso, tomó tal inquina al Santo que comenzó a propalar contra él y sus compañeros tal suerte de calumnias que, informado siniestramente el Consejo, dio orden de que se cerrase la iglesia y que saliesen los religiosos de la corte en el espacio de seis días.
Recibió Caracciolo con su acostumbrada mansedumbre tan terrible determinación, y pasando al Escorial logró que se suspendiese la ejecución de lo mandado; pero, como los enemigos no desistiesen de molestarle, sufrió por espacio de dos años otras muchas contradicciones con admirable paciencia.
En medio de estas tribulaciones fuele preciso pasar a Italia a establecer su instituto en varias partes que lo deseaban con vivas ansias, y en Roma logró, con el favor del cardenal Montalvo, protector de la Orden, informar al papa Clemente VIII, quien, condolido de los sucesos de Madrid, le dio la más expresiva recomendación para el rey católico, que fue capaz de sosegar todas las contradicciones.
De allí volvió a Nápoles, donde la ciudad le hizo un honorífico recibimiento, arrodillándose los fieles a su paso y besándole las manos. Esto era demasiado para su humildad. Tomando el crucifijo, se hincó de rodillas en la plaza pública y pidió perdón a todos por los escándalos de su juventud.
En Nápoles le esperaba una gran alegría. Su pariente Fabricio Caracciolo, que había alentado la fundación de la nueva Orden sin decidirse a ingresar en ella, lo hizo finalmente con fecha del 15 de agosto de 1596.
En el capítulo de 1597 Francisco fue reelegido nuevamente general. Las cosas se habían sosegado en España y a Felipe II le sucedió su hijo Felipe III, que se mostró más favorable a los clérigos menores que su padre. Entonces Francisco partió por tercera vez a esta nación con cuatro de los suyos. Fundó una casa en Valladolid, donde se hallaba la corte, merced a una cuantiosa limosna que recibiera del rey. Esto fue en 1601. También fundó un colegio en Alcalá, para que sus religiosos pudieran seguir los cursos de aquella célebre universidad.
Es admirable cómo un hombre solo pudo desplegar tan asombrosa actividad y llevar a cabo tal número de fundaciones privado de recursos. Pero todavía es objeto de mayor sensación su inalterable conformidad con la voluntad divina entre tantas contradicciones como padeció, sin que saliera de sus labios la más mínima queja contra sus opositores. Aunque agasajado en medio de las cortes supo conservarse pobre y humilde. En este punto están concordes todos los que le conocieron. Se tenía por el más despreciable de los pecadores y nada le ofendía tanto como la estimación y aplauso que hacían de su persona.
Tampoco se dispensó de la mortificación en medio de su ajetreada vida. Ayunaba a pan y agua tres días a la semana, añadiendo a éstos en el Adviento, Cuaresma y cuarenta días precedentes a la Asunción de la Virgen muy sangrientas disciplinas, que destrozaban sus carnes. De continuo llevaba pegado al cuerpo un jubón de cilicio, sobre una plancha de hierro adherida a la carne, que costó mucho trabajo despegarla cuando después de su muerte se trató de amortajar su cadáver. Tan abrasado estaba del amor divino que le bastaba poner los ojos en un crucifijo para salir fuera de sí, cayendo en éxtasis y deliquios no pocas veces, acompañados de admirables resplandores de todo su rostro, consecuencia del fuego interior que le abrasaba, según aquellas palabras del salmo: "El celo de tu casa me devora".
De aquí resultaba aquella caridad sin límites para con los prójimos, por cuya salvación suspiraba incesantemente, tomando sobre sí rigurosas penitencias para satisfacer por sus pecados, pidiendo limosnas por las calles para socorrer a los pobres, privándose no pocas veces de lo necesario para socorrerlos, brillando su piedad con los enfermos que visitaba en sus casas y en los hospitales.
Su devoción a la Santísima Virgen era tal que sólo oír su dulce nombre le producía una emoción que se desbordaba en lágrimas. Fue propagador incansable de las glorias de Nuestra Señora, a la que llamaba con ternura su piadosa madre.
Después de nuevas fundaciones en Roma, donde le fue concedida la iglesia de San Lorenzo in Lucina y la de Santa Inés en la plaza Navona, consiguió de su Orden que se le exonerase del cargo de general, para mejor entregarse al retiro y a la oración. Eligió para habitación un hueco de la escalera del convento, donde se ocupaba día y noche en altísima contemplación y ejercicios de penitencia, acreditando Dios su eminente santidad con los dones de profecía, discreción de espíritus, lágrimas y milagros.
Era feliz en su nuevo género de vida cuando en 1608 fue requerido para marchar en Agnone, en el reino de Nápoles, por ofrecerle a la Orden una iglesia y casa los padres de San Felipe Neri, a fin de que estableciese allí el nuevo Instituto. Expuesto el caso al nuevo general, le ordenó que fuera personalmente, lo que hizo al punto; pero apenas llegado a aquella tierra, presintiendo que su fin estaba próximo, pronunció estas palabras de la Escritura: "Aquí será mi descanso por los siglos". Y, en efecto, a los pocos días de su estancia en Agnone una fiebre altísima le obligó a guardar cama. En estas disposiciones escribió a los cardenales Gimnasio y Montalvo encargándoles encarecidamente la protección de su religión. Al traerle el viático se levantó del lecho para recibirlo de rodillas, y al punto entró en agonía. No cesaba de pronunciar los nombres de Jesús y de María. Sus últimas palabras fueron: "Vamos, vamos". Y como uno de los asistentes le preguntara adónde quería ir, contestó: "¡Al cielo, al cielo!". Eran las siete de la tarde del 4 de junio de 1608 cuando entregó su alma al Creador. Tenía cuarenta y cuatro años.
Su cuerpo, que desde el instante de expirar despedía una suave fragancia, fue expuesto por tres días a la veneración de los fieles, sin que durante los mismos, aun siendo riguroso verano, se notasen síntomas de descomposición. Más tarde, en 1629, fue transportado a la iglesia de Santa María la Mayor, de Nápoles, cuna de su Orden, donde se conserva. San Francisco Caracciolo fue beatificado por el papa Clemente XIV en 1769 y canonizado por Pío VII en 1807, quien mandó incluir su oficio en el breviario romano. Se le representa con una custodia en la mano, para resaltar la devoción que tuvo su Orden al Santísimo Sacramento.
CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA
3 jun 2014
Santo Evangelio 3 de Junio de 2014
Día litúrgico: Martes VII de Pascua
Texto del Evangelio (Jn 17,1-11a): En aquel tiempo, Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar.
»Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese. He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu Palabra. Ahora ya saben que todo lo que me has dado viene de ti; porque las palabras que tú me diste se las he dado a ellos, y ellos las han aceptado y han reconocido verdaderamente que vengo de ti, y han creído que tú me has enviado.
»Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que tú me has dado, porque son tuyos; y todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti».
Comentario: Rev. D. Pere OLIVA i March (Sant Feliu de Torelló, Barcelona, España)
Padre, ha llegado la hora
Hoy, el Evangelio de san Juan —que hace días estamos leyendo— comienza hablándonos de la “hora”: «Padre, ha llegado la hora» (Jn 17,1). El momento culminante, la glorificación de todas las cosas, la donación máxima de Cristo que se entrega por todos... “La hora” es todavía una realidad escondida a los hombres; se revelará a medida que la trama de la vida de Jesús nos abre la perspectiva de la cruz.
¿Ha llegado la hora? ¿La hora de qué? Pues ha llegado la hora en que los hombres conocemos el nombre de Dios, o sea, su acción, la manera de dirigirse a la Humanidad, la manera de hablarnos en el Hijo, en Cristo que ama.
Los hombres y las mujeres de hoy, conociendo a Dios por Jesús («las palabras que tú me diste se las he dado a ellos»: Jn 17,8), llegamos a ser testigos de la vida, de la vida divina que se desarrolla en nosotros por el sacramento bautismal. En Él vivimos, nos movemos y somos; en Él encontramos palabras que alimentan y que nos hacen crecer; en Él descubrimos qué quiere Dios de nosotros: la plenitud, la realización humana, una existencia que no vive de vanagloria personal sino de una actitud existencial que se apoya en Dios mismo y en su gloria. Como nos recuerda san Ireneo, «la gloria de Dios es que el hombre viva». ¡Alabemos a Dios y su gloria para que la persona humana llegue a su plenitud!
Estamos marcados por el Evangelio de Jesucristo; trabajamos para la gloria de Dios, tarea que se traduce en un mayor servicio a la vida de los hombres y mujeres de hoy. Esto quiere decir: trabajar por la verdadera comunicación humana, la felicidad verdadera de la persona, fomentar el gozo de los tristes, ejercer la compasión con los débiles... En definitiva: abiertos a la Vida (en mayúscula).
Por el espíritu, Dios trabaja en el interior de cada ser humano y habita en lo más profundo de la persona y no deja de estimular a todos a vivir de los valores del Evangelio. La Buena Nueva es expresión de la felicidad liberadora que Él quiere darnos.
3 de junio Carlos Luanga y compañeros mártires de Uganda
3 de junio
Carlos Luanga y compañeros mártires de Uganda
(† 1886)
"Quién fue el que primero introdujo en Africa la fe cristiana se disputa aún; pero consta que ya antes de la misma edad apostólica floreció allí la religión, y Tertuliano nos describe de tal manera la vida pura que los cristianos africanos llevaban, que conmueve el ánimo de sus lectores. Y en verdad que aquella región a ninguna parecía ceder en varones ilustres y en abundancia de mártires. Entre éstos agrada conmemorar los mártires scilitanos, que en Cartago, siendo procónsul Publio Vigellio Saturnino, derramaron su sangre por Cristo, de las preguntas escritas para el juicio, que hoy felizmente se conservan, se deduce con qué constancia, con qué generosa sencillez de ánimo respondieron al procónsul y profesaron su fe. Justo es también recordar los Potamios, Perpetuas, Felicidades, Ciprianos y "muchos hermanos mártires" que las Actas enumeran de manera general, aparte de los mártires aticenses, conocidos también con el nombre de "masas cándidas", o porque fueron quemados con cal viva, como narra Aurelio Prudencio en su himno XIII, o por el fulgor de su causa, como parece opinar Agustín. Pero poco después, primero los herejes, después los vándalos, por último los mahometanos, de tal manera devastaron y asolaron el África cristiana que la que tantos ínclitos héroes ofreciera a Cristo, la que se gloriaba de más de trescientas sedes episcopales y había congregado tantos concilios para defender la fe y la disciplina, ella, perdido el sentido cristiano, se viera privada gradualmente de casi toda su humanidad y volviera a la barbarie."
Así comienza Benedicto XV las letras apostólicas de beatificación de los siervos de Dios Carlos Lwanga, Mattías Murumba y sus compañeros, más conocidos con el nombre de los Mártires de Uganda.
En efecto, ya hacia fines del siglo XIX, cuando las glorias del Africa cristiana habían pasado a una remota perspectiva histórica, mientras los exploradores iban penetrando en los misterios del continente negro, los misioneros emulaban, y en no pocas ocasiones superaban, sus trabajos y sus esfuerzos. Entre ellos destacaba un insigne hijo de Bayona, el cardenal Lavigerie, a quien correspondió la gloria de restituir la gloriosa sede de Cartago. El fue quien, con el deseo de promover eficazmente el apostolado misional en Africa, instituyó los "misioneros de Africa", más conocidos con el nombre de Padres blancos.
Ya en los principios del apostolado, los Padres blancos se encargaron de la región de Uganda, como parte del Vicariato del Nilo superior, el año 1878. Consiguieron entrar en la región, y hasta obtener no pocos neófitos. Establecida una estación misional, la de Santa María de Rubaga, acudieron a ella por centenares los negros, y hubo momentos en que podía esperarse una rápida cristianización de toda aquella región. El mismo rey, llamado Mtesa, al principio les favoreció, aunque luego, por temor a que la nueva religión fuera obstáculo para el floreciente comercio de esclavos que él mantenía, obligó a los misioneros a alejarse. Pero, muerto el rey Mtesa, le sucedió su hijo Muanga, amigo de los cristianos, con lo que volvieron a renacer las esperanzas.
Aún más: con ocasión de una conjuración que fue descubierta, el nuevo rey decidió rodearse de cristianos, y así gran parte de su corte estuvo compuesta por jóvenes bautizados, con alguno de los cuales había llegado el rey a establecer auténtica amistad. Pronto, sin embargo, aquel panorama iba a verse enteramente turbado.
Se interpuso, de una parte, la política. El primer ministro, que había tenido cierta intervención en la conjura descubierta y no podía perdonar a los cristianos su lealtad, empezó a tramar su destrucción. Acabó de exasperarle la noticia de que el rey pensaba nombrar para su cargo a José Mñasa, un cristiano. Pero acaso sus maniobras hubieran fracasado si no hubiese intervenido otra causa: la lujuria. Por influjo de las costumbres mahometanas el rey, que hasta entonces había llevado una vida pura, cayó en la lujuria en su forma más abyecta y opuesta a la naturaleza. Y se encontró con que los jóvenes que formaban parte de su corte y eran cristianos oponían una negativa rotunda a sus infames solicitaciones. Lo que debiera haber servido en honor de la religión fue utilizado como pretexto para la persecución.
Nada faltaba al esquema clásico. Como motor, las pasiones. La codicia, excitada por el temor a perder el comercio de esclavos. La ambición de los políticos, temerosos de verse al margen del poder. La lujuria, en su forma más baja y repugnante. Nada iba a faltar tampoco para ese mismo esquema clásico en el desarrollo. Las escenas que habíamos leído en los primeros tiempos del cristianismo las vamos a encontrar reproducidas, en algunas ocasiones casi a la letra, en 1886, en el corazón del continente africano.
En efecto, el rey, irritado por aquella resistencia que encontraba, decretó la persecución contra "todos los que hicieren oración", que ésta fue la preciosa definición de los cristianos que se dio en el decreto persecutorio. E inmediatamente se desataron las furias de los paganos contra aquella cristiandad naciente. Cuántos fueron los que perecieron no lo sabemos, ni será fácil que se sepa nunca, habiendo ocurrido aquellos martirios en sitios donde la escritura era desconocida prácticamente y donde, por tanto, no podían perpetuarse los hechos ocurridos. Dios quiso, sin embargo, que conociéramos siquiera el martirio de algunos africanos que, por ocupar puestos más relevantes, dieron su vida en condiciones que permitieron luego averiguar lo sucedido. Tales son los mártires que Benedicto XV beatificó solemnemente el 6 de junio de 1920.
Pueden dividirse en dos grupos, de los que hablaremos sucesivamente. El primero está constituido por unos cuantos jóvenes, cuyas edades fluctúan entre los trece y los veintiséis años. A última hora se les agregó un compañero de treinta años. Todos ellos tienen como nota común el formar parte de la corte y estar viviendo como pajes en el palacio del rey. Todos fueron martirizados un mismo día, y casi todos con un mismo martirio.
Puede tenerse como principal a Carlos Lwanga. Tenía veintiún años el día de su martirio y podía considerarse como el favorito del rey, que había contado con él siempre para sus encargos más delicados. Siempre, hasta el día en que el rey se atrevió a pedirle lo que él no podía en manera alguna darle. Entonces fue arrojado al calabozo, y allí vinieron muy pronto a acompañarle sus compañeros de martirio. Entre ellos Mbaga Tuzindé, hijo de Mkadjanga, el principal y el más cruel de los verdugos. Era catecúmeno cuando empezó la persecución, y el mismo Carlos Lwanga le bautizó poco antes de ser condenado a muerte. Con él sucedió una escena que ya habían conocido los cristianos en las actas de las Santas Perpetua y Felicidad: su padre se presentó en el calabozo para pedirle una y otra vez que abjurase la religión católica, o que, al menos, dejase que le escondieran y que prometiera no volver a orar. A lo que el adolescente, pues no había cumplido todavía dieciséis años, respondió, con la firmeza que tantas veces hemos contemplado en los mártires cristianos, diciendo que prefería perderlo todo antes que abjurar. El padre tuvo que limitarse a utilizar su cargo para obtener para su hijo un triste privilegio: encargó a uno de los verdugos que estaban a sus órdenes que, cuando ya estuviera su hijo junto a la pira, le diera un golpe en la cabeza para que perdiera el sentido y así fuese quemado sin sufrir tanto.
No es posible dar, ni siquiera en síntesis, las biografías de los trece mártires que forman este primer grupo. Dos de ellos, Mgagga y Gyavira, de dieciséis y diecisiete años, fueron bautizados en la misma cárcel por Carlos Lwanga. Otro, Santiago Buzabaliao, intentó repetidas veces la conversión del mismo rey, con quien le había unido buena amistad antes de su elevación al trono. Los demás, jóvenes todos, resistieron impávidos todas las amenazas. Pero entre ellos destaca la figura angelical y encantadora de Kizito, niño aún de trece años, que fue, sin embargo, el que dio la nota de máxima valentía. El levantó el ánimo de los que desfallecían. El fue también el que, camino del patíbulo, invitó a todos a cogerse de las manos, de tal manera que llevaran unos a otros, si alguno decayera en su ánimo. El fue, en fin, el que con mayor fuerza rechazó proposiciones libidinosas del rey.
Nota curiosa constituye la presencia en el grupo de Mukasa Kiriwanu. Formaba parte del grupo de los pajes de la corte, pero aún no estaba bautizado. Cuando sus compañeros salían hacia el lugar del suplicio, uno de los verdugos le preguntó si era cristiano. El contestó que sí y se unió a los condenados. Y así, sin haber recibido el bautismo de agua, sino únicamente el de sangre, ascendió a los altares.
Es hermoso también el caso de Lucas Banabakintu. No pertenecía a la servidumbre regia, sino a la de un gran señor. Había recibido hacía cuatro años el bautismo y la confirmación, y, cuando después recibió la primera comunión, se distinguió por su extraordinaria pureza de vida y su fervor en las cosas santas. Al estallar la persecución le hubiera sido fácil evitar ser apresado. Con gran fortaleza de ánimo se presentó, sin embargo, a su dueño, y éste le entregó a los soldados del rey. Así, a pesar de que su edad era superior a la de sus compañeros (tenía treinta años), mereció padecer el martirio con ellos.
Amaneció el día 3 de junio de 1886. Agrupados todos los mártires, salieron del calabozo camino de una colina llamada Namugongo. No todos, sin embargo, llegaron a ella. Algunos, que no pudieron andar con la suficiente presteza, fueron alanceados por el camino. Los que quedaban llegaron, por fin, al lugar del suplicio. Les ataron de pies y manos; les envolvieron en una red hecha de cañas y les pusieron en pie sobre unos haces de leña, para que sus cuerpos se fueran consumiendo lentamente. Y entonces se produjo la maravilla que colmó de admiración a los verdugos, que jamás habían visto cosa parecida: empezó a arder la leña y comenzaron las llamas a lamer los pies de los mártires; quedaron éstos envueltos en una nube de humo. Y, en lugar de salir de ella gemidos o maldiciones, salieron únicamente murmullos de oración y cánticos de victoria. Exhortándose unos a otros estuvieron firmes sobre el fuego, hasta que, por fin, sus voces se fueron extinguiendo. Grex immolatorum tener, tierna grey de los inmolados, les llama Benedicto XV, aplicándoles la frase que la Sagrada Liturgia dedica a los santos inocentes.
Pasemos al segundo grupo de mártires, formado por nueve de ellos. En realidad, sin embargo, muy bien pudieran agregarse cinco al grupo anterior, pues, aunque no fueron martirizados el mismo día ni de la misma forma, pertenecían también, como los anteriores, a la corte, estaban unidos con ellos por lazos de íntima amistad, eran jóvenes de la misma edad, y sólo circunstancias fortuitas hicieron que no fuesen atormentados el mismo día 3 de junio.
Junto a ellos nos encontramos con otros mártires, que también repiten, por su parte, las más hermosas páginas de los primeros tiempos del cristianismo.
Recordemos en primer lugar a Matías Kalemba Murumba. Era ya un hombre hecho, pues tenía cincuenta años y ejercía la profesión de juez. Había sido primero mahometano y después protestante, para terminar recibiendo el bautismo en la Iglesia católica el 28 de mayo de 1882. Entonces, temiendo las dificultades de su profesión, la dejó, y se dedicó con alma y vida a la propagación de la religión, no sólo mediante la educación cristianísima de sus propios hijos, sino también con una labor de ardiente proselitismo. Llamado a la presencia del primer ministro, confesó abiertamente la fe y fue condenado a morir con muerte horrible. Sus verdugos le llevaron a un lugar inculto y desierto, temiendo que la piedad de los espectadores pudiera poner obstáculos a la ejecución de la tremenda sentencia. Allí fue Matías, con sus verdugos, alegre y contento. Empezaron por cortarle las manos y los pies. Después le arrancaron trozos de carne de la espalda, que asaron ante sus propios ojos. Finalmente, le vendaron con cuidado las heridas, para prolongar su martirio, y le dejaron abandonado en aquel lugar desierto. Tres días después unos esclavos que estaban cortando cañas oyeron la voz de Matías, que les pedía un poco de agua. Pero, al verle desfigurado, mutilado, temieron al rey y se horrorizaron de tal manera que huyeron dejándole abandonado. Solo por completo, expiró al poco tiempo.
Tiene también un corte evangélico el martirio de Andrés Kagwa, pues nos recuerda la escena del de San Juan Bautista. Unido con íntima amistad al rey, había dado muestras de una gran caridad con ocasión de la peste que había invadido a la región. Fueron muchos los enfermos a los que, después de haberles atendido con caridad ardiente, bautizó y enterró después con sus propias manos. En su apostolado llegó a intentar catequizar a los hijos del primer ministro. Este juró su ruina, hasta el punto de prometerse que no habría de cenar aquel día sin que al verdugo le trajera a la mesa la mano cortada de Andrés. Así se hizo aquel 26 de mayo en que el mártir, a sus treinta años de edad, voló a los gozos del cielo.
El mismo primer ministro consiguió también que el rey le entregase a Juan María lamari, conocido con el sobrenombre de Muzei, es decir, el anciano. Hombre de gran prestigio, lleno de prudencia, misericordioso con los pobres, daba su dinero y su actividad para conseguir la redención de los cautivos, a los que catequizaba. Cuando vio que eran perseguidos los cristianos rehusó huir. Antes al contrario, se presentó con toda naturalidad ante el rey. Este le envió al primer ministro. Algo sospechaba el mártir, pero, como dicen las letras de beatificación, "pensé que era absurdo temer por algo que tuviera relación con la causa de la religión". Y, en efecto, al presentarse al primer ministro, éste ordenó que le arrojaran a un estanque que tenía en su finca. Allí pereció ahogado.
Terminemos la relación, que puede parecer monótona, pero que, sin embargo, es gloriosísima, con la primera de las víctimas: José Mkasa Balikuddembé. Había servido ya al rey Mtesa como ayuda de cámara. Su hijo Muanga, al llegar al trono, le conservó junto a sí y le puso al frente de la casa regia. El mártir se dedicó a un apostolado activísimo entre los jóvenes que formaban parte de la corte. Todo iba bien, y el rey le tenía en gran consideración y afecto, hasta que Juan María hubo de oponerse a las obscenas pretensiones del rey. Entonces cambió todo. Fue condenado a muerte. Y llevado a un lugar llamado Mengo, donde fue decapitado. Antes, sin embargo, de que la sentencia se ejecutara Juan María declaró públicamente que perdonaba de todo corazón al rey y que encargaba a sus verdugos que le pidieran, por favor, en su nombre que hiciese penitencia cuanto antes.
Tal es la historia de los Mártires de Uganda. Otros muchos martirios hubo en aquella misma persecución, de los que, como hemos dicho, no conservamos memoria pormenorizada. Lo que ciertamente sabemos es que al poco tiempo cambiaba por completo la situación. Los perseguidores morían con muertes miserables. Y, en cambio, las multitudes acudían en masa a los misioneros solicitando el bautismo. Hoy las tierras de Uganda se han transformado en una de las más florecientes cristiandades. Establecida la jerarquía eclesiástica con un arzobispado y seis diócesis sufragáneas, florece el clero indígena, y alguno de los obispos puestos al frente de las diócesis es descendiente directo de los Beatos Mártires. Los católicos de aquella región se cuentan por muchos millares y ha vuelto a cumplirse la frase de Tertuliano. Como en los primeros tiempos del cristianismo, la sangre de los mártires ha sido semilla de cristianos.
Su causa de beatificación fue introducida por San Pío X el 15 de agosto de 1912. Declarado que constaba el martirio el 10 de marzo de 1920, el 6 de junio del mismo año eran solemnemente beatificados por Benedicto XV. Su fiesta se celebra en todas las casas de Padres blancos, y en todos las circunscripciones encomendadas a su Congregación. Ojalá veamos pronto la canonización de este grupo de mártires, de tal manera que pueda extenderse a la Iglesia universal el culto a estos negros que, casi en nuestros días, renovaron las hazañas que con tanta devoción leíamos en las actas de los mártires de los primeros tiempos del cristianismo.
LAMBERTO DE ECHEVERRÍA