26 oct 2013

Santo Evangelo 26 de Octubre de 2013



Día litúrgico: Sábado XXIX del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 13,1-9): En aquel tiempo, llegaron algunos que le contaron lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios. Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo».

Les dijo esta parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: ‘Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro; córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?’. Pero él le respondió: ‘Señor, déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da, la cortas’».


Comentario: Rev. D. Antoni ORIOL i Tataret (Vic, Barcelona, España)
Fue a buscar fruto (...) y no lo encontró

Hoy, las palabras de Jesús nos invitan a meditar sobre el inconveniente de la hipocresía: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró» (Lc 13,6). El hipócrita aparenta ser lo que no es. Esta mentira llega a su cima al fingir virtud (aspecto moral) siendo vicioso, o devoción (aspecto religioso) al buscarse uno mismo y sus propios intereses y no a Dios. La hipocresía moral abunda en el mundo, la religiosa perjudica a la Iglesia.

Las invectivas de Jesús contra los escribas y fariseos —más claras y directas en otros pasajes evangélicos— son terribles. No podemos leer o escuchar lo que acabamos de leer o escuchar sin que estas palabras nos lleguen al fondo del corazón, si realmente las hemos escuchado y entendido. 

Lo diré en plural personal, ya que todos experimentamos la distancia entre lo que aparentamos ser y lo que somos de veras. Lo somos los políticos cuando nos aprovechamos del país proclamando que estamos a su servicio; los cuerpos de seguridad cuando protegemos a grupos corruptos en nombre del orden público; el personal sanitario cuando suprimimos vidas incipientes o terminales en nombre de la medicina; los medios de comunicación social cuando falseamos las noticias y pervertimos al personal diciendo que lo estamos divirtiendo; los administradores de los fondos públicos cuando desviamos una parte de ellos hacia nuestros bolsillos (individuales o de partido) y alardeamos de honestidad pública; los laicistas cuando impedimos la dimensión pública de la religión en nombre de la libertad de conciencia; los religiosos cuando vivimos de nuestras instituciones con infidelidad al espíritu y a las exigencias de los fundadores; los sacerdotes cuando vivimos del altar pero no servimos abnegadamente a nuestros feligreses con espíritu evangélico; etc.

¡Ah!: y tú y yo también, en la medida en que nuestra conciencia nos dice lo que tenemos que hacer y dejamos de hacerlo para dedicarnos únicamente a ver la paja en el ojo ajeno sin querer darnos cuenta siquiera de la viga que ciega el nuestro. ¿O no?

—Jesús, Salvador del mundo, ¡sálvanos de nuestras pequeñas, medianas y grandes hipocresías!

Santa Paulina Jaricot, 26 de Octubre


26 de Octubre

Santa Paulina Jaricot
Fundadora de la Propagación de la Fe
Año 1862


 En cada parroquia del mundo, el tercer domingo de octubre se celebra el Día de las Misiones, una fecha para ofrecer oraciones, sacrificios y limosnas por las misiones y los misioneros de todo el mundo. Hoy vamos a hablar de la joven a la cual se le ocurrió esa idea.

La idea feliz nació de una simple charla con la sirvienta de la casa. Un día llegó Paulina Jaricot de su trabajo, cansada y con deseos de escuchar alguna narración que le distrajera amenamente. Y se fue a la cocina a pedirle a la sirvienta que le contara algo ameno y agradable. La buena mujer le respondió: "si me ayuda a terminar este trabajito que estoy haciendo, le contaré luego algo que le agradará mucho". La muchacha le ayudó de buena gana, y terminando el oficio la cocinera se quitó el delantal y abriendo una revista de misiones se puso a leerle las aventuras de varios misioneros que en lejanas tierras, en medio de terribles penurias económicas, y con grandes peligros y dificultades, escribían narrando sus hazañas, y pidiendo a los católicos que les ayudaran con sus oraciones, limosnas y sacrificios, para poder continuar con éxito su difícil labor misionera.

En ese momento pasó por la mente de Paulina una idea luminosa: ¿por qué no reunir personas piadosas y obtener que cada cual obsequie dinero y ofrezca algunas oraciones y algún pequeño sacrifico por las misiones y los misioneros, y enviar después todo esto a los que trabajan evangelizando en tierras lejanas? Y se propuso empezar a llevar a cabo esa mima semana tan bella idea.

Paulina había nacido en la ciudad de Lyon (Francia) y desde muy niña había demostrado un gran espíritu religioso. Su hermano mayor sentía inmensos deseos de ser misionero y (quizás por falta de suficiente información) le pintaban las misiones como algo terrorífico donde los misioneros tenían que viajar por los ríos sobre el cuello de terribles cocodrilos y por las selvas en los hombros de feroces tigres. Esto la emocionaba a ella pero le quitaba todo deseo de irse de misionera. Sin embargo sentía una gran inclinación a ayudar a los misioneros de alguna manera, y pedía a Dios que la iluminara. Y el Señor la iluminó por medio de una simple lectura hecha por una sirvienta.

De pequeñita aprendió que un gran sacrificio que sirve mucho para salvar almas es el vencer las propias inclinaciones a la ira, a la gula y al orgullo y la pereza, y se propuso ofrecer cada día a Nuestro Señor alguno de esos pequeños sacrificios.

Cuando en 1814 el Papa Pío VII quedó libre de la prisión en la que lo tenía Napoleón, el pueblo entero salió en todas partes a aclamarlo triunfalmente en su viaje hacia Roma. Paulina tuvo el gusto de que el Santo Padre al pasar por frente a su casa la bendijera y le pusiera las manos sobre su pequeña cabecita. Recuerdo bellísimo que nunca olvidó.

De joven se hizo amiga de una muchacha sumamente vanidosa y ésta la convenció de que debía dedicarse a la coquetería. Por varios meses estuvo en fiestas y bailes y llena de adornos, de coloretes y de joyas (pero nada de esto la satisfacía). Su mamá rezaba por su hija para que no se fuera a echar a perder ante tanta mundanidad. Y Dios la escuchó.

Un día en una fiesta social resbaló con sus altas zapatillas por una escalera y sufrió un golpe durísimo. Quedó muda y con grave peligro de enloquecerse. Entonces la mamá le hizo este ofrecimiento a Dios: "Señor: yo ya he vivido bastante. En cambio esta muchachita está empezando a vivir. Si te parece bien, llévame a mí a la eternidad, pero a ella devuélvele la salud y consérvale la vida".

Y Dios le aceptó esta petición. La mamá se enfermó y murió, pero Paulina recuperó el habla, y la salud física y mental y se sintió llena de vida y de entusiasmo.

Poco después, un día entró a un templo y oyó predicar a un santo sacerdote acerca de lo pasajeros que son los goces de este mundo y de lo engañosas que son las vanidades de la vida. Después del sermón fue a confesarse con el predicador y éste le aconsejó: "Deje las vanidades y lo que la lleva al orgullo y dedíquese a ganarse el cielo con humildad y muchas buenas obras". Desde aquel día ya nunca más Paulina vuelve a emplear lujosos adornos de vanidad, ni a gastar dinero en lo que solamente lleva a aparecer y deslumbrar. Sus vestidos son sumamente modestos, hasta el extremo que las antiguas amigas le critican por ello. Ahora en vez de ir a bailes se va a visitar enfermos pobres en los hospitales.

Y es entonces cuando nace la nueva obra llamada Propagación de la fe. Son grupitos de 10 personas, las cuales se comprometen a dar cada una alguna limosna para los misioneros, y ofrecer oraciones y pequeños sacrificios por ellos. Paulina va organizando numerosos grupos (llamados coros) entre sus amistades y las gentes de su alrededor y pronto empiezan ya a recoger buenas ayudas para enviar a lejanas tierras.

Su hermano, que se acaba de ordenar de sacerdote, propone la idea de Paulina a otros sacerdotes en París y a muchos les agrada y empiezan a fundar coros de Propagación de la Fe. La idea se extendió rapidísimo por toda la nación y las ayudas a los misioneros se aumentaron inmensamente. Casi nadie sabía quién había sido la fundadora de este movimiento, pero lo importante era ayudar a extender nuestra santa religión.

Para poder conseguir más oraciones con menos dificultad, Paulina formó grupitos de 15 personas, de las cuales cada una se comprometía a rezar un misterio del rosario al día por los misioneros. Así entre todos rezaban cada día un rosario completo por las misiones. Fue una idea muy provechosa.

Paulina se fue a Roma a contarle al Santo Padre Gregorio XVI su idea de la Propagación de la Fe. El Sumo Pontífice aprobó plenamente tan hermosa idea y se propuso recomendarla a toda la Iglesia Universal.

Al volver a Francia fue a confesarse con el más famoso confesor de ese tiempo, el Santo Cura de Ars. El santo le dijo proféticamente: "Sus ideas misioneras son muy buenas, pero Dios le va a pedir fuertes sacrificios, para que logren tener más éxito". Esto se le cumplió a la letra, porque en adelante los sufrimientos e incomprensiones que tuvo que sufrir nuestra santa fueron enormes.

Al principio recogía ella misma las limosnas para las misiones, pero varios avivados le robaron descaradamente. Entonces se dio cuenta de que debía dejar esto a sacerdotes y laicos especializados que no se dejaran estafar tan fácilmente.

Después recibió ayudas para fundar obras sociales en favor de los obreros pobres, pero varios negociantes sin escrúpulos la engañaron y se quedaron con ese dinero. Paulina se dio cuenta de que Dios la llamaba a dedicarse a lo espiritual, y que debía dejar la administración de lo material a manos de expertos que supieran mucho de eso.

En 1862, después de haber perdonado generosamente a todos los que la habían estafado y hecho sufrir, y contenta porque su obra de la Propagación de la Fe estaba ya muy extendida murió santamente y satisfecha de haber podido contribuir eficazmente a favor de las misiones católicas.

Veinte años después, en 1882, el Papa León XIII extendió la Obra de la Propagación de la Fe a todo el mundo, y ahora cada año, el mes de octubre (y especialmente en el tercer domingo de este mes) los católicos fervorosos ofrecen oraciones, sacrificios y limosnas por las misiones y los misioneros del mundo entero.

¡Gracias Paulina Jaricot!.

25 oct 2013

Santo Evangelio 25 de Octubre de 2013



Día litúrgico: Viernes XXIX del tiempo Ordinario

Texto del Evangelio (Lc 12,54-59): En aquel tiempo, Jesús decía a la gente: «Cuando veis una nube que se levanta en el occidente, al momento decís: ‘Va a llover’, y así sucede. Y cuando sopla el sur, decís: ‘Viene bochorno’, y así sucede. ¡Hipócritas! Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo? Cuando vayas con tu adversario al magistrado, procura en el camino arreglarte con él, no sea que te arrastre ante el juez, y el juez te entregue al alguacil y el alguacil te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que no hayas pagado el último céntimo».



Comentario: Rev. D. Frederic RÀFOLS i Vidal (Barcelona, España)
¿Cómo no exploráis (...) este tiempo? ¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?

Hoy, Jesús quiere que levantemos nuestra mirada hacia el cielo. Esta mañana, después de tres días de lluvia persistente, el cielo ha aparecido luminoso y claro en uno de los días más espléndidos de este otoño. Vamos entendiendo en el tema de cambios de tiempo, ya que ahora los meteorólogos son casi como de la familia. En cambio, nos cuesta más entender en qué tiempo estamos o vivimos: «Sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo?» (Lc 12,56). Muchos de los que escuchaban a Jesús dejaron perder una ocasión única en la historia de toda la Humanidad. No vieron en Jesús al Hijo de Dios. No captaron el tiempo, la hora de la salvación.

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et Spes (n. 4), actualiza el Evangelio de hoy: «Pesa sobre la Iglesia el deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio (…). Es necesario, por tanto, conocer y comprender el mundo en que vivimos y sus esperanzas, sus aspiraciones, su modo de ser, frecuentemente dramático».

Cuando observamos la historia, no nos cuesta mucho señalar las ocasiones perdidas por la Iglesia por no haber descubierto el momento entonces vivido. Pero, Señor: ¿cuántas ocasiones no habremos perdido ahora por no descubrir los signos de los tiempos o, lo que es lo mismo, por no vivir e iluminar la problemática actual con la luz del Evangelio? «¿Por qué no juzgáis por vosotros mismos lo que es justo?» (Lc 12,57), nos vuelve a recordar hoy Jesús.

No vivimos en un mundo de maldad, aunque también haya bastante. Dios no ha abandonado su mundo. Como recordaba san Juan de la Cruz, habitamos en una tierra en la que anduvo el mismo Dios y que Él llenó de hermosura. La beata Teresa de Calcuta captó los signos de los tiempos, y el tiempo, nuestro tiempo, ha entendido a la beata Teresa de Calcuta. Que ella nos estimule. No dejemos de mirar hacia lo alto sin perder de vista la tierra.

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San Frutos, 25 de Octubre


25 de octubre


SAN FRUTOS
(+ 715)
 

San Frutos tiene dos caminos. Ambos florecen de devotos el 25 de octubre de cada año. El primero desemboca en el trascoro de la catedral de Segovia, donde reposan los restos de su santo Patrono. Allí, en la mañana de su fiesta, se dan cita en policroma multitud los segovianos. Hombres y mujeres, mayores y chicos, se apiñan en el arranque de la nave central de la "dama de las catedrales góticas". Y con el pueblo se mezcla la clerecía. Entre los hábitos corales de los canónigos y los roquetes de los seminaristas emerge la mitra preciosa del prelado, quien, teniendo como telón de fondo el rico retablo que trazara Ventura Rodríguez para el Palacio Real de Riofrío y donara Carlos III a la catedral segoviana, hace un compás de espera en la procesión de las reliquias del Santo para que los cantores le entonen un villancico.

A vino rancio y a frescor primaveral les sabe siempre a los segovianos su himno pajarero. No sé por qué lo llaman de este modo, si por ser demasiado juguetón, ingrávido de contenido, con una letra de espuma que huye perseguida por unas notas transidas de barroquismo, o por alguna vinculación especial de San Frutos con las aves. Algo debe de haber cuando son muchos los cazadores que madrugan aquella mañana otoñal para aprovecharse de "la caza milagrosa" que tradicionalmente tiene lugar en ese día.

El otro camino conduce a lo que primeramente fue ermita del Santo; luego priorato benedictino, más tarde parroquia con reducido vecindario en torno, y hoy simple iglesia medieval, aunque cabeza de arciprestazgo.

El lugar es pintoresco en extremo. Nunca creí que los romeros de Castilla explayaran su devoción por otros caminos que los pedregosos que la tierra da. Pero yo fui a San Frutos por vía fluvial. Y esto, no por espíritu deportivo, sino por ser el camino más corto y accesiblemente menos dificultoso. Media hora de barca desde la presa del Barquillo hasta los cimientos mismos que la naturaleza preparó para la obra de la gracia. Sobre el tranquilo embalse con más de veinte metros de profundidad deslizábase lenta la barquilla, conducida por un experto remero portugués. Mientras sus brazos se balanceaban en monorrítmico ademán, sus ojos se poblaban de recuerdos. Contaba y contaba sin cansarse sus historias, como los gondoleros de Venecia desgranan al turista sus leyendas. Más de treinta años llevaba bebiendo las mismas escenas. El colorido y tipismo de la fiesta de San Frutos, cuando las laderas circundantes se visten de peregrinos que trepan por los riscos agarrándose a los matorrales para no caer al precipicio; cuando los caminos sin trazar florecen de canciones que confluyen en la ermita.

Contemplado desde la barca el paisaje es de una belleza salvaje y bravía. El río Duratón corre encañonado entre muros naturales de más de sesenta metros de altura, de extraordinario interés geológico y prehistórico. Al lado izquierdo se yergue imponente, como nido de cigüeñas y atalaya del espíritu, una iglesia románica, levantada sobre roca viva, cortada a pico sobre el abismo en un alarde de valentía y circundada en su totalidad por la corriente, excepto una pequeña lengua de tierra, y aun ésta, separada del resto en unos cuantos metros de profundidad y segada a tajo, según refiere la historia, por la mano taumatúrgica del Santo en un momento de extremado peligro.

San Frutos tuvo dos hermanos menores que él: Valentín y Engracia. Gemelos en el espíritu y en la virtud, los tres eran hijos de un matrimonio segoviano de noble alcurnia, a quien la tradición hace descender de patricios romanos. En cualquier ocasión hubieran podido trocar sus nombres, como las carmelitas se cambian sus cosas una vez al año. Los tres fueron valientes en las batallas que les tocó luchar; dieron frutos de auténtica santidad. Y la gracia de Dios les previno abundantemente. Empujados por ella, vendieron su rico patrimonio para entregarlo a los pobres. Corrían turbias las aguas del reino visigodo, allá por la segunda mitad del siglo Vll, y ellos quisieron alejarse del fango. Atrás quedó la ciudad con su soberbio acueducto, con sus iglesias y también sus vicios.

Los gritos de la molicie silbaban en sus oídos. Pero el atractivo de la soledad les empujaba hacia el retiro. No descansarían hasta poner su nido en la hendidura de la roca, como la tórtola del Cantar de los Cantares.

Guiados por San Frutos llegaron al desierto. Como a tal lo consideran las lecciones del Breviario, que lo comparan al de Libia. Tierra aquélla inhóspita y ceñuda, aledaña de la Sepúlveda gloriosa que conociera Fernán González y Almanzor. Tierra de lastras, excepcionalmente yerma y de una impresionante austeridad. Ralos enebros rompen la monotonía pardusca de su piel y alternan con mortificantes canchales. ¡Magnífica invitación a la penitencia!

Hicieron alto en el camino. Habían encontrado, por fin, lo que deseaban. En adelante se alimentarían de soledad y de silencio. Bajo la grandiosa majestad de los peñascos, en las grietas naturales del terreno, encontrarían reposo para la oración y acomodo para sus espíritus. Levantaron tres ermitas a una distancia conveniente para defender mutuamente su soledad y empezaron a vivir a lo santo. "Allí donde todo era rigor aun a la vista, sin que ningún sentido tuviese ni los deleites que son lícitos: era el ayuno continuo; la vigilia, incesante; el sueño, limitado, el lecho eran las peñas; el vestido, cilicio; el alimento, hierbas; la bebida, mezclada con lágrimas; ningún trato ni memoria del mundo" (Flórez).

Pero San Frutos buscó las cumbres. En ellas plantó su tienda "para espiar mejor la gracia que baja del cielo". Arriba su espíritu se sentía más libre para los arrebatos de la oración, en que ocupaba la mayor parte del día. Oración armonizada por el silencio y coreada a trechos por el graznido silvestre de los grajos y el murmullo sonoro del río que se deslizaba en la hondonada. Locamente enamorado, como buen místico, de la naturaleza, en ella encontraba temas abundantes para sus penitencias.

Lo que más me llama la atención en San Frutos es esa adecuación maravillosa, esa rima aconsonantada entre las calidades de su espíritu y el tono del paisaje que escogió para escenario de su santidad. La tierra aquella no es montañosa. No se empina sobre el horizonte con aires de turgente soberbia. Tiene la sencillez del páramo, la austeridad del desierto, la hosquedad flagelante de la pedriza, y se arruga en sí misma agrietándose en barrancos de profunda humildad para dar paso a la acción modeladora de las aguas. Cuadro natural que puede exponerse como una réplica exacta del retrato moral de Frutos: sencillo, humilde, austero, sobrio y penitente. Hasta su rostro, decorado con abundosa barba aaronítica, lleva los surcos de la penitencia, como le soñó Carmona en una talla bien lograda que se conserva en la iglesia del Seminario de Segovia.

El tiempo le fue madurando para el milagro y aromándole con fama de santidad. Mientras él se empapaba de silencio se rompía la paz de España con la invasión de los moros. Un día el griterío de los infieles rebota en aquellos riscos patinados de tranquilidad multisecular. Un destacamento musulmán persigue a un puñado de cristianos, que huyen despavoridos, como los pájaros y las flores, a refugiarse bajo el manto pardo del Santo. Frutos, con su bastón cargado de sobrenaturalismo, traza una línea frontera entre las dos religiones. La roca le obedece. Se raja en dos mitades, quedando el prodigio bautizado para siempre con el nombre de "la cuchillada de San Frutos"

Desposado con la naturaleza, como San Francisco con la pobreza, se le torna sumisa a sus deseos. Otra vez quiere regalar a su hermana una fuente. para que no se lastime demasiado teniendo que bajar, para apagar su sed, hasta el lecho del río, y brota el manantial cerca del eremitorio de Santa Engracia.

Y así un año tras otro, haciendo penitencia por los pecados de su patria, hasta que un día, cargado de frutos, presenta su nombre en la taquilla del paraíso. Acostumbrados sus ojos al vuelo de las aves, él de un brinco romontó el cielo. Fue en el 715 de la era cristiana. El reloj de su vida marcaba el número 73.

JULIÁN GARCÍA HERNANDO 

24 oct 2013

El síndrome de Jonás


El síndrome de Jonás

El Papa nos invita a todos a salir de nosotros mismos y de ir al encuentro de los demás, sin tener en cuenta las culpas de unos y de otros
Autor: P. Joan Carreras | Fuente: nosponemosencamino.blogspot.com.es


El Papa Francisco dirigió ayer un discurso vibrante y encendido. Para todos cuantos han malinterpretado las palabras del Papa pronunciadas en las entrevistas que ha concedido en las semanas pasadas, nuestro Pontífice recalca con fuerza tres ideas centrales de la Nueva Evangelización: primacía del buen ejemplo; urgencia de ir al encuentro de los demás; y proyecto pastoral centrado en lo esencial.

En el primer punto, la primacía del buen ejemplo se sitúa esta interesante afirmación que ahora transcribimos y que toca de lleno el tema de esta última etapa de "caminemos juntos":

"Tantas personas se han alejado de la Iglesia. Es equivocado echar las culpas a una parte o a la otra, es más, no es cuestión de hablar de culpas. Hay responsabilidad en la historia de la Iglesia y de sus hombres, las hay en ciertas ideologías y también en las personas singulares. Como hijos de la Iglesia debemos continuar el camino del Concilio Vaticano II, despojarnos de cosas inútiles y dañinas, de falsas seguridades mundanas que entorpecen a la Iglesia y dañan su verdadero rostro" (1).

También ayer, el Papa habló del síndrome de Jonás, es decir, de aquella enfermedad que pueden sufrir las personas de bien y que consiste en encerrarse en su propia torre de mafil:

"El Señor le pidió que fuera a Nínive, y él huyó a España. Jonás, dijo, "tenía las cosas claras": "la doctrina es ésta", "se debe hacer esto" y que los pecadores "se las arreglen ellos, yo me voy". A aquellos que "viven según este síndrome de Jonás", añadió el Pontífice, Jesús "llama hipócritas, porque no quieren la salvación" de la "gente pobre", de los "ignorantes" y de "pecadores": "El ´síndrome de Jonás´ no tiene celo por la conversión de la gente, busca una santidad -me permito la palabra- una santidad de "lavandería", toda bonita, impecable, pero sin ese celo de ir a predicar el Señor. Frente a esta generación enferma del ´síndrome de Jonás´ el Señor promete la señal de Jonás" (2).

En el momento en que uno se siente "bueno", su propia bondad se convierte en el principal obstáculo de la reconciliación. En el mismo momento en que se enroca en su castillo, quien padece el síndrome de Jonás se separa de los pecadores. La soberbia no sólo exalta a quien la padece, sino que comporta el desprecio de los demás.

Hay dos grandes obstáculos para la reconciliación de los hombres o de los grupos o naciones:

1) En primer lugar, la soberbia del que no reconoce la propia culpa y se niega por tanto a pedir perdón a quienes ha podido ofender con sus actos.

2) En segundo lugar, la soberbia de quien se considera ofendido y espera que los "ofensores" se disculpen y le pidan el perdón de sus ofensas.

Con mucha frecuencia, en las dos partes se encuentran ambos obstáculos porque la soberbia ofusca en ambas direcciones: agranda las ofensas cometidas por los demás y esconde nuestras culpas.

Por eso el Papa nos invita a todos a salir de nosotros mismos y de ir al encuentro de los demás, sin tener en cuenta las culpas de unos y de otros. Más aún, dando el paso de reconocer nuestras culpas y de pedir perdón a quienes hemos ofendido. Nosotros podemos siempre perdonar aunque nadie nos haya pedido perdón.


Santo Evangelio 24 de Octubre de 2013




Día litúrgico: Jueves XXIX del tiempo Ordinario


Texto del Evangelio (Lc 12,49-53): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».


Comentario: Rev. D. Joan MARQUÉS i Suriñach (Vilamarí, Girona, España)
He venido a prender fuego en el mundo

Hoy, el Evangelio nos presenta a Jesús como una persona de grandes deseos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!» (Lc 12,49). Jesús ya querría ver el mundo arder en caridad y virtud. ¡Ahí es nada! Tiene que pasar por la prueba de un bautismo, es decir, de la cruz, y ya querría haberla pasado. ¡Naturalmente! Jesús tiene planes, y tiene prisa por verlos realizados. Podríamos decir que es presa de una santa impaciencia. Nosotros también tenemos ideas y proyectos, y los querríamos ver realizados enseguida. El tiempo nos estorba. «¡Qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12,50), dijo Jesús.

Es la tensión de la vida, la inquietud experimentada por las personas que tienen grandes proyectos. Por otra parte, quien no tenga deseos es un apocado, un muerto, un freno. Y, además, es un triste, un amargado que acostumbra a desahogarse criticando a los que trabajan. Son las personas con deseos las que se mueven y originan movimiento a su alrededor, las que avanzan y hacen avanzar.

¡Ten grandes deseos! ¡Apunta bien alto! Busca la perfección personal, la de tu familia, la de tu trabajo, la de tus obras, la de los encargos que te confíen. Los santos han aspirado a lo máximo. No se asustaron ante el esfuerzo y la tensión. Se movieron. ¡Muévete tú también! Recuerda las palabras de san Agustín: «Si dices basta, estás perdido. Añade siempre, camina siempre, avanza siempre; no te pares en el camino, no retrocedas, no te desvíes. Se para el que no avanza; retrocede el que vuelve a pensar en el punto de salida, se desvía el que apostata. Es mejor el cojo que anda por el camino que el que corre fuera del camino». Y añade: «Examínate y no te contentes con lo que eres si quieres llegar a lo que no eres. Porque en el instante que te complazcas contigo mismo, te habrás parado». ¿Te mueves o estás parado? Pide ayuda a la Santísima Virgen, Madre de Esperanza.

San Antonio María Claret, 24 de Octubre



24 de octubre

SAN ANTONIO MARIA CLARET
arzobispo y fundador
(+ 1870)

No sería difícil encontrar quien, ignorando la vida portentosa del Santo que conmemora hoy la Iglesia, se sintiera asaltado por la duda de si Antonio Claret, a quien se oye llamar de mil modos, suficiente cada uno para encarnar y cincelar toda una personalidad maciza y exuberante, existió en realidad o fue una fantasía. El modelo de obreros, el misionero apostólico, el taumaturgo, el escritor inagotable, el gran director de almas, el fundador, el organizador genial, el intuitivo "precursor de la Acción Católica, tal como es hoy" (Pío XI), el catequista célebre, el prudente confesor real, el abanderado de la infalibilidad pontificia y primer santo del concilio Vaticano, el sagrario viviente, el apóstol cordimariano de los tiempos modernos, el gran apóstol del siglo XIX, y también el gran calumniado, existió y fue San Antonio María Claret.

Nació en Sallent (Barcelona ) el día 23 de diciembre de 1807, de padres auténticamente cristianos, que, al día siguiente, le llevaron al bautismo. "Me pusieron por nombre—nos dirá en su autobiografía—Antonio Adjutorio Juan: pero yo, después, añadí el dulcísimo nombre de María, porque María Santísima es mi Madre, mi Madrina, mi Maestra y mi todo, después de Jesús".

A los ,cinco años de edad aparecieron ya en la precoz inteligencia y en el corazón naturalmente compasivo del niño Antonio las primeras señales y gérmenes de su vocación al apostolado: "Las primeras ideas de mi niñez de que yo tengo memoria son que, cuando tenía unos cinco años de edad, estando en la cama, en vez de dormir, pues siempre he sido poco dormilón, pensaba en los bienes del cielo y en las penas eternas del infierno, es decir, pensaba en aquel "siempre" que no tiene fin: me figuraba distancias enormes: a éstas añadía otras y otras, y, no alcanzando el fin de ellas, me estremecía por la desgracia de aquellos que tendrán que padecer penas eternas...: esta idea quedó tan grabada en mí que, sea por lo temprano que empezó, sea por las muchas veces que en ella he pensado, lo cierto es que nada tengo más presente".

Son éstos los primeros aleteos del misionero en ciernes: "Esta idea de la eternidad desgraciada es la que me ha hecho, hace y hará trabajar, mientras viva, en la conversión de los pobres pecadores, procurándola en el púlpito, en el confesonario, por medio de libros, estampas, hojas volantes, conversaciones, etc." Ha brotado la semilla del apóstol, del misionero que, en un siglo calamitoso para la Patría, luchará con su espíritu magníficamente universal, abierto, eminentemente apostólico y práctico. Su programa de vida y actuación quedó escrito de su puño y letra: "Trabajando constantemente y aprovechando todas las circuns tancias para dar gloria a Dios y atender a la salvación de las almas, valiéndome de todos los medios". El programa, en su ambiciosa sencillez, debía ser una obra perenne, por, que, casi con las mismas palabras, se lo dejó en las constituciones a la codicia apostólica de sus misioneros.

La infancia de Antonio transcurre apacible entre la escuela, su casa, los juegos y la iglesia. Los tiempos eran malos y revueltos, y las circunstancias de la familia no consentían los gastos de pensión en el Seminario. El muchacho hubo de incorporarse de lleno a los trabajos del telar paterno, en espera de tiempos mejores. Golpe duro y definitivo, al parecer, para las ilusiones de Claret. Acató resueltamente y con todo amor la orden de su padre, pasando por todas las ocupaciones y labores de la fábrica de tejidos, propiedad de su familia, y trabajando como el que más en cantidad y calidad. Así, hasta que llega un momento en que el trabajo de la fábrica paterna no tiene ya dificultades ni secretos para él. Por eso, "deseoso de adelantar, dije a mi padre que me llevase a Barcelona. Se extendió por aquella ciudad la fama de la habilidad que el Señor me había dado para la fabricación. De aquí que algunos señores quisieran formar compañía con mi padre. Me excusé... Y, a la verdad, fue esto providencial. Yo nunca me había opuesto a los designios de mi padre. fue ésta la primera vez, y fue porque la voluntad de Dios quería de mí otra cosa. Me quería eclesiástico. El continuo pensar en máquinas y talleres me tenía absorto. Era un delirio lo que tenía por la fabricación. En medio de esto me acordé de aquellas palabras del Evangelio que leí de muy niño: "¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si finalmente pierde su alma?" Esta sentencia me causó profunda impresión. Fue una saeta que me hirió en el corazón. Pensaba y discurría qué haría".

Hay en su alma una inquietud que no le deja sosegar y que va aumentando su tensión con varios episodios sucedidos en pocos meses, a propósito para desengañarle del mundo y avivar el interés por los negocios del alma. Fueron los siguientes: "Un día que fuí a la Mar Vieja, que llaman, hallándome en la orilla, se alborotó de repente el mar y una grande ola se me llevó y, de improviso, me vi mar adentro. Después de haber invocado a María Santisima me hallé en la orilla, sin saber nadar y sin haber entrado en mi boca ni una sola gota de agua".

Un amigo le llenó de amarguras el alma. Había condescendido a tener con él compañía de intereses; pero, cediendo este desventurado a los atractivos del juego, le estafó muchos miles de pesetas y se complicó después en otras acciones delictivas, hasta parar en un presidio. Antonio, aunque libre de toda complicidad, sintió hondamente el percance.

"Iba alguna vez a visitar a un compatricio mío. Un día la dueña de la casa, que era una señora joven, me dijo que le esperase, que estaba para llegar. Luego conocí la pasión de aquella señora, que se manifestó con palabras y acciones. Habiendo invocado a María Santísima, y forcejeando con todas mis fuerzas, me escapé de entre sus brazos.

Tenía veintidós años. Llevaba cuatro en Barcelona. Durante ellos había llenado el ideal que pudiera proponerse, aun en nuestros días, cualquier trabajador especializado: aptitud para la fabricación, perito en dibujo, en el que consiguió repetidos premios; conocedor del francés y del inglés, que hablaba con soltura; diestro en el manejo de las matemáticas; hábil en la técnica textil, que no tenía secretos para él; propuesto con insistencia para director de fábricas, y, en medio de todo, piadoso, honrado, de bello porte y de un carácter tan amable y alegre que era las delicias de sus compañeros, de sus superiores y de sus subalternos. La vida le sonríe cuando abandona la esperanzas de un porvenir brillante y decide ingresar en la Cartuja. Pero, cuando se encamina al cenobio de Montealegre, una deshecha tempestad puso a prueba la poca robustez de sus pulmones, fatigados por la marcha y heridos por el trabajo, hasta expeler sangre. Por lo visto, Dios no lo quería así. Una vez restablecidas sus fuerzas marcha a sentarse entre los niños en el banco de un Seminario. Es lo que hoy se llama—con frase no tan inexacta—una vocación tardía.

Y pasan los años. Estudia filosofía y teología en el viejo pero glorioso caserón del Seminario de Vich, con Balmes de compañero, y, por fin, el día 13 de junio de 1835 se ordena sacerdote, después de un mes de ejercicios.

Ahora ya es mosén Claret. Tiene veintisiete años cumplidos. Se conserva su retrato de esta época. Bajo de estatura; un tinte amarillento colorea su rostro; ojos grandes y tiernos, que tienden a cerrarse bajo unos párpados carnosos, que naturalmente le inclinan a la modestia; pero cuando miran la lejanía y las multitudes desde la altura del púlpito se abren claros, animados por el alma fogosa de un apóstol, y le brillan como dos brasas.

La parroquia de Sallent fue testigo de los primeros ardores de su celo sacerdotal, de la ejemplaridad intachable de su vida, de sus virtudes y de sus milagros. Pero este campo era demasiado reducido para el corazón grande de mosén Antón. Buscando horizontes más amplios para su celo se encamina a Roma, con el fin de ingresar en el Colegio de Propaganda Fide. Los oficiales encargados no pueden decretar la admisión sin la aprobación del cardenal prefecto, que, por aquellos días, disfrutaba las clásicas vacaciones romanas de la Ottobrata. Frente a este conjunto de dificultades decide Claret hacer los ejercicios espirituales en una casa profesa de la Compañía de Jesús, en espera de que las Congregaciones pontificias reanudaran sus trabajos. El mismo religioso que le dirigió los ejercicios, viendo en él cualidades no comunes, le propuso e insistió que ingresase en la Compañía. Tanto le animaron y tan fácilmente se solucionaron todas las dificultades, que, como él mismo nos dice, "de la noche a la mañana me hallé jesuita. Cuando me contemplaba vestido de la santa sotana de la Compañía casi no acertaba a creer lo que veía, me parecía un sueño.

Pero los designios de Dios son muy distintos: "Me hallaba muy contento en el noviciado cuando he aquí que un día me vino un dolor tan grande en la pierna derecha que no podía caminar. Se temieron que quedaría tullido. El padre rector me dijo: "Esto no es natural. Me hace pensar que Dios quiere otra cosa de usted; consultaremos al padre general". Este, después de haberme oído, me dijo sin titubear, con toda resolución: "Es la voluntad de Dios que usted vaya pronto a España. No tenga miedo. Animo'. El padre Roothan tenía razón.

Regresa a España y, al desembarcar en Barcelona, Claret deja de ser el mosén Antón que partió a Roma para convertirse en el misionero padre Claret. Exonerado de todo cargo parroquial, sus superiores le envían "como nube ligera que, empujada por el soplo del Espíritu Santo, llevase la lluvia bienhechora de la palabra divina a regiones secas y estériles".

El ambiente político no es nada propicio. Hace poco que ha concluido la primera guerra carlista, guerra civil tenacísima y dura, que se ha prolongado siete años, y precisamente Cataluña ha sido uno de los principales teatros de la contienda. Esto no arredra al padre Claret. Más de cien páginas de su autobiografía nos narran sus correrías apostólicas y los estímulos que le movían a predicar incansablemente: "Siempre a pie de una población a otra, por muy apartadas que estuviesen, a través de nieves o de calores abrasadores, sin un céntimo siempre, pues nunca cobraba nada", predicando seis y ocho horas diarias y, el restante tiempo, confesando a miles de personas y, por las noches, en lugar de descansar, la oración, las disciplinas, el escribir libros y hojas volanderas, y sin comer apenas, lo que tenía maravilladas a las gentes. Era un milagro del Señor el que sostenía aquella naturaleza. Las muchedumbres se agolpaban para oírle y el fruto era enorme. El demonio, por su parte, le hacía una guerra sin cuartel: en esta iglesia era una piedra que se desprendía del techo; en aquel pueblo, un violento fuego que se declaraba mientras predicaba el misionero. Pero éste descubría todas las astucias del enemigo. "Si era grande la persecución que me hacía el infierno, era muchísimo mayor la protección del cielo. Conocía visiblemente—dice él mismo la protección de la Santísima Virgen. Ella y sus ángeles me guiaron por caminos desconocidos, me libraron de ladrones y asesinos y me llevaron a puerto seguro sin saber cómo. Muchas veces corría la voz de que me habían asesinado. Yo, en medio de estas alternativas, pasaba de todo: tenía ratos muy buenos, otros muy amargos. Habitualmente no rehusaba las penas, al contrario, las amaba y deseaba morir por Cristo; yo no me ponía, temerariamente en los peligros, pero sí me gustaba que el superior me enviase a lugares peligrosos, para poder tener la dicha de morir asesinado, por Jesucristo."

Puede decirse que recorre todas las capitales y pueblos del nordeste de España. Su fama es grande; su predicación produce auténticas manifestaciones de entusiasmo. El fruto es cierto y copioso. Son muchas las conversiones sinceras. Menudean los milagros. El padre Claret, incansable, tiene constantemente a flor de labios esta oración: "¡Oh Corazón de María, fragua e instrumento del amor, enciéndeme en el amor de Dios y del prójimo!".

De este modo pasaron siete años, hasta que, en 1848, fue enviado a Canarias para misionar en aquellas islas. Allí todavía más que en la Península, las multitudes se desbordan, las iglesias son insuficientes para contener a los que quieren escuchar la palabra del Padrito Santo, como cariñosamente le llaman, y el misionero se ve obligado a predicar bajo la bóveda azul del firmamento, en las plazas públicas o a las orillas del mar.

El padre Claret acarició toda su vida, como un bello ideal, la fundación de una Congregación de sacerdotes que se dedicasen a la evangelización, según él la comprendia y practicaba. Mas, por oposición de la política y de las guerras, parecía todo un sueño que nunca habría de tener realidad. A mediados de 1849 regresó a España. El ambiente nacional había evolucionado mucho; los cielos de la política se serenaban; la persecución ahogaba en la lejanía sus últimos rugidos. A favor de todo esto las ilusiones claretianas volvieron a reverdecer. El santo misionero adivinó llegada la hora y, después de vencer no pocas dificultades, el día 16 de julio de este mismo año reune a seis jóvenes sacerdotes en el Seminario de Vich y queda echada la semilla de la Congregación de los Misioneros Hijos del Corazón de María.

Poco tiempo, sin embargo, pudo vivir con aquella incipiente comunidad. "El día 4 de agosto—nos dice—, al bajar del púlpito, me mandan ir a Palacio. Y, al llegar allí, el señor obispo me da el nombramiento para arzobispo de Santiago de Cuba. Quedé muerto con tal noticia. Dije que de ninguna manera aceptaba. Espantado del nombramiento, no quise aceptar, por considerarme indigno y por no abandonar la Congregación que acababa de nacer. Entonces el nuncio de Su Santidad y el ministro de Gracia y Justicia se valieron de mi prelado, a quien tenía la más ciega obediencia. Este me mandó formalmente que aceptara."

Mientras que se tramitaba su consagración y preparaba el viaje a América el celo del padre Claret continúa incansable y devorador; sigue sus correrías apostólicas; escribe libros; funda la Librería Religiosa, interviniendo personalmente en el montaje de las máquinas. Recibida la consagración episcopal, nada cambió de su método de vida: el mismo trato sencillo y humilde, el mismo vestido, la misma comida pobre y escasa, y, sobre todo, el mismo celo apostólico. Es su pasión. El gran fuego que le arde en las entrañas. Ninguna frase mejor que la escogida por él para su sello episcopal: Caritas Christi urget nos. Como otras muchas páginas de la autobiografía que nos dejó escrita, esta que transcribirnos puede darnos una idea de su actividad misionera y apostólica: "Arreglados mis negocios en Madrid, me volví a Cataluña. Al llegar a Igualada prediqué. Al día siguiente fui a Montserrat, en que también prediqué. Luego pasé a Manresa, en que se hacía el novenario de ánimas: por la noche les prediqué y, al día siguiente, di la sagrada comunión. Por la tarde pasé a Sallent, mi patria, y todos me salieron a recibir; por la noche les prediqué desde un balcón de la plaza, porque en la iglesia no hubieran cabido; al día siguiente celebramos una misa solemne y, por la tarde, salí para Sanmartí, donde prediqué. Al día siguiente por la mañana pasé a la ermita de Fusimaña, a la que había tenido tanta devoción desde pequeño, y en aquel santuario celebré y prediqué de la devoción a la Virgen Santísima. De allí pasé a Artés, en que también prediqué; luego a Calders, y tambien prediqué, y fui a comer a Moyá, y por la noche prediqué. Al día siguiente pasé por Collsuspina, y también prediqué, y después fuí a Vich, y también prediqué. Pasé a Barcelona, y prediqué todos los días en diferentes iglesias y conventos, hasta el día en que nos embarcamos".

En Cuba se mantiene el mismo ritmo misionero: persecuciones, puñales, incendios, calumnias, que las fuerzas del mal desencadenaron contra el arzobispo; pero éste siguió manteniéndose intrépido en la misma línea. Con celo infatigable recorrió a caballo cuatro veces, en visita pastoral, toda su diócesis, que era aproximadamente de 60.000 kilómetros cuadrados. Las conversiones fueron innumerables. Los terremotos, la peste y el cólera que azotaron la isla sirvieron al arzobispo para arrancar infinitas almas al diablo, arreglar innumerables matrimonios de amancebados, más de 10.000, y hasta para calmar las revueltas populares. Durante su pontificado los americanos del Norte sirviéndose de elementos revolucionarios, hicieron tres tentativas contra la isla y las tres las desbarató el arzobispo con sólo predicar el amor y el perdón. Los enemigos de España llegaron a pensar muy en serio quitar la vida al que les hacía más daño que todo el ejército. Muchos intentos fallaron. Por fin, uno acertó. El día 1 de febrero de 1856 el arzobispo era herido gravemente en Holguín. "Cuando salimos de la iglesia—es el propio padre Claret quien nos lo cuenta—se me acercó un hombre, como si quisiera besarme el anillo; pero, al instante, alargó el brazo armado con una navaja de afeitar y descargó el golpe con todas sus fuerzas..," Lo que menos importó al herido fue la gravedad de aquellos momentos; a pesar de su presencia de ánimo, estaba muy lejos de su cuerpo: "No puedo explicar el placer, el gozo que sentía mi alma, al ver que había logrado lo que tanto deseaba: derramar mi sangre por Jesús y María".

Restablecido milagrosamente, consiguió el indulto para su desgraciado verdugo y todavía le pagó el viaje para que pudiese regresar a su patria.

También para el Santo había llegado la hora de retornar a España, y con ella el periodo que constituye la plenitud de su vida. El día 13 de marzo de 1857, estando predicando en una misión, recibió un comunicado de la reina de España, Isabel II, que le llamaba a Madrid, sin expresarle el motivo. El arzobispo termina apresuradamente las obras de mayor envergadura que tenía iniciadas, como la Granja Agrícola de Puerto Príncipe y el recién fundado Instituto Apostólico de María Inmaculada para la Enseñanza. Llega a Madrid y se entera en la primera entrevista con Isabel de que ésta le había llamado para hacerle su confesor. El padre Claret, siempre reacio a aceptar dignidades y grandezas humanas, no otorgó su consentimiento sino después de haber consultado a varios prelados y, aun entonces, con la expresa condición de no vivir en Palacio y de quedar libre para dedicarse al ministerio. Ahora iba a ser apóstol de España entera. Efectivamente, no tiene explicación humana lo que hizo en los diez años que fue confesor real: misionó por todas las capitales y provincias de España, aprovechando los viajes de los reyes: las tandas de ejercicios al clero, religiosos y seglares fueron ininterrumpidas; predica incansable: en una sola jornada llega hasta doce sermones; en el confesonario emplea diariamente unas cinco horas; recibe por término medio una correspondencia diaria de cien cartas, a las cuales responde personalmente: publica libros y opúsculos; es presidente de El Escorial, que restaura y donde funda un Seminario modelo: da vida fecunda a la Academia de San Miguel, anticipo de la Acción Católica de hoy. Todo esto sin contar su asistencia obligatoria a los actos oficiales de Palacio y el trabajo que tenía como protector del hospital e iglesia de Montserrat. Una labor, como se ve, capaz de abrumar las fuerzas de muchos hombres.

Además, estaba al corriente del movimiento teológico, filosófico y cultural de Europa. Es ridícula la afirmación de los que presentan al padre Claret como "un hombre que sólo sabía rezar y hablar sin grandes pretensiones; hasta su aire era popular, por no decir pueblerino..." La historia demuestra lo contrario y Pío XII ha podido afirmar del padre Claret que era "un hombre singular, nacido para ensamblar contrastes". Ya desde los primeros años, en la escuela y en la Lonja de Barcelona, y posteriormente en el Seminario, sus calificaciones fueron siempre máximas. A pesar de su vida de actlvidad sorprendente y extensisima, es un lector empedernido. Quedan datos y muestras en su biblioteca particular, que constaba de más de 5.000 volúmenes de última hora, y que es una de las mejores y más completas de su tiempo. Voz corriente en los sectores eclesiásticos contemporáneos era que la ciencia del padre Claret parecía infusa. Tal vez, pero él mismo nos levanta un poco el velo cuando escribe: "A mí me consta que lo poco que sabe ese sujeto (Claret) lo debe a muchos años y muchas noches pasadas en el estudio". Lo que pasaba es que su vocación al ministerio activo no le pedía ni el escribir como científico ni el dedicar horas y horas a investigaciones eruditas, aunque se haya encontrado entre sus papeles alguna lucubración sobre la posibilidad de los vuelos dirigidos. Su misión providencial era de más importancia y trascendencia.

Tiene Claret casi cincuenta años. Durante los diez que estuvo en la corte la actualidad religiosa de España quedó centrada en la persona del santo arzobispo. Su equilibrio humano se manifiesta ante las delicadas circunstancias personales de su regia penitente. La prudencia sobrenatural le mantiene alejado de todos los manejos políticos. Claret tiene una influencia decisiva para el catolicismo español de toda una época. Se ha dicho que su residencia en Madrid fue una verdadera catástrofe para el movimiento revolucionario español", influencia tan decisiva precisamente porque Claret no hizo nunca política. Ante los frutos que reportaba la obra del confesor real no podía Satanás dejar de ensañarse contra él, tratando de inutilizar su ministerio por todos los medios. La persecución se desencadena de manera metódica y perfectamente calculada: periódicos, libros, teatros; hasta en tarjetas y cajas de fósforos se le calumnió de la manera más baja y soez; se escribieron biografías que no eran sino noveluchos indecentes, se falsificaron escandalosamente algunos de sus libros más importantes, publicándolos con su nombre. Todo se ensayó, con el fin de inutilizar su celo. Pero también todo resultó inútil, pues el Señor tomó por su cuenta defender a su enviado e hizo redundasen en bien de las almas los mismos medios que los sicarios ponían en juego para impedirlo. Hasta doce veces intentaron asesinarle y, en no pocas de estas ocasiones, los mismos iniciadores del crimen eran los primeros en experimentar, por una sincera conversión, la benéfica influencia de las virtudes y santidad del calumniado arzobispo.

La conducta del santo padre Claret no puede juzgarse como la de un estoico presuntuoso, sino como venida del don divino de la fortaleza. Se irguió sereno, imperturbable ante la calumnia. No quiso defenderse. Tuvo escrita una defensa sobria, verid'ica; pero se arrodilló ante el crucifijo y prefirió callar, recordando las palabras del Evangelio: Jesus autem tacebat: "Jesús, empero, se mantenía callado" (Mt. 26,63). Es que desaparece el hombre para dejar paso al santo, a quien se exigió el sacrificio de su reputación y de su buen nombre, no sólo durante su vida, sino por largos años posteriores, tantos que, todavía en 1934, cuando Pío XI le beatifica, hay una pluma famosa en las letras patrias que, en son de arrepentimiento, escribe: "Existen dos Claret: uno el forjado por la calumnia, otro el real y efectivo. Aquél es totalmente inexistente. Este, Antonio María Claret, es, sencillamente, un santo de la traza y pergeño de los activos, infatigables, emprendedores".

En esta época de su estancia en Madrid, cuando el trabajo ministerial acapara todas sus horas, es precisamente cuando el padre Claret llega a la cumbre de su vida espiritual, a la unión mayor que se puede dar: la transformación total. Humildemente nos lo refiere el Santo: "El día 26 de agosto, hallándome en oración en la iglesia del Rosario, de La Granja, a las siete de la tarde, el Señor me concedió la gracia de la conservación de las especies sacramentales y así tener siempre día y noche al Santísimo Sacramento en el pecho".

¡Admirable consumación de amor, expresión manifiesta de la unión íntima, transformante de un alma con el Divino Verbo! La revolución de septiembre, que él había profetizado muchas veces, destronó a la reina y arrojó a ella y a su confesor a un país extraño. Desterrado de la madre patria, por la que tanto había trabajado, anciano, cansado, consumido y enfermo, pero indomable, marcha a Francia y, poco después, a Roma, para asistir al concilio Vaticano. Cuando se discute la candente cuestión de la infalibilidad pontificia habla con palabras que conmueven a toda la asamblea. Insinúa proféticamente algunas escisiones en la Iglesia, por causa de esta cuestión, que tuvieron exacto cumplimiento, y, después, señalando las cicatrices que el atentado de Holguín dejó en su rostro y repitiendo la frase del Apóstol: "Traigo en mi ,cuerpo los estigmas de mi Señor Jesucristo" (Gál. 6,7), declara que está dispuesto a morir en confirmación de esta gran verdad: "Creo que el Suma Pontífice romano es infalible".

Es la última llamarada de una lámpara que se extingue. Vuelve a Francia y, camino de París, se detiene, casi moribundo, en Fontfroide, una recoleta y tranquila abadía cisterciense, cerca de Carcasona.

Ni en su agonía le dejan tranquilo las fuerzas del mal. Sólo la muerte le libró de nuevas persecuciones y pesquisas policíacas. Su cuerpo se desmoronaba: pero él, con el pie en las playas de la patria eterna, escribía con pulso a un tiempo inseguro y vigoroso, esta definitiva y para él obsesionante afirmación: "Quiero verme libre de estas ataduras y estar con Cristo (Fil. 1,23), como María Santísima, mi dulce Madre".

Así fue, el día 24 de octubre de 1870. Después, sus funerales, entre el rumor del canto de los monjes y el revoloteo de un misterioso pajarillo sobre el féretro arzobispal, colocado en la severa iglesia cisterciense. Sobre su tumba escribieron las palabras de San Gregorio Magno: "Amé la justicia y odié la iniquidad; por eso muero en el destierro". Bajo aquella losa descansaron los restos del padre Claret durante veintisiete años, hasta que los Misioneros los trasladaron, con afecto filial, a su iglesia de Vich (Barcelona). El cerebro y el corazón habían resistido la acción devoradora de la humedad y de la cal.

El 25 de febrero del año 1934 el papa Pío XI le declaraba Beato y el 7 de mayo de 1950 Pío XII le elevaba al supremo honor de los altares. Su mejor semblanza, la que de él hizo Su Santidad Pío XII en unas palabras pronunciadas horas después de la canonización: "Alma grande, nacida como para ensamblar contrastes; pudo ser humilde de origen y glorioso a los ojos del mundo; pequeño de cuerpo, pero de espíritu gigante; de apariencia modesta, pero capaz de imponer respeto incluso a los grandes de la tierra; fuerte de carácter, pero con la suave dulzura de quien conoce el freno de la austeridad y de la penitencia; siempre en la presencia de Dios, aun en medio de su prodigiosa actividad exterior: calumniado y admirado, festejado y perseguido. Y entre tantas maravillas, como luz suave que todo lo ilumina, su devoción a la Divina Madre".

ARTURO TABERA ARAOZ

“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas.”



“Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas.”

    El Verbo nos invita a sacudir de los ojos de nuestra alma el pesado sopor y a liberar nuestro espíritu de todo espejismo, para no apartarnos de las realidades verdaderas que nos atan a lo que no tiene consistencia. Por esto, el Señor nos sugiere el pensamiento de la vigilancia, diciendo: “Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas.”...El sentido de esos símbolos está bien claro. Aquel que se ciñe con la moderación, vive en la luz de una conciencia pura, porque la confianza filial ilumina su vida como una lámpara. Iluminada por la verdad, su alma queda libre del sueño de las ilusiones, porque ninguna fantasía vana lo engaña. Si guardamos esto, según las indicaciones del Verbo, entramos en una vida similar a la de los ángeles... 


    Ellos, en efecto, esperan al Señor cuando vuelva de la boda y están sentados en la puerta del cielo con los ojos vigilantes, para que el Rey de la gloria (Sal. 23,7) pueda pasar de nuevo cuando vuelva de la boda y entre en la bienaventuranza que está por encima de todos los cielos de donde “sale como el esposo de su alcoba” (Sal. 19,6) 



El, por el baño sacramental de la regeneración, se ha unido a nuestra naturaleza humana que se había prostituido con los ídolos y la ha restituido a su incorruptibilidad virginal. Se han consumado las bodas ya que la Iglesia ha sido esposada por el Verbo... e introducida en la alcoba nupcial de los misterios. Los ángeles esperan la vuelta del Rey de la gloria en la bienaventuranza que le es connatural. 


    Por esto dice el texto que nuestra vida tiene que ser semejante a la de los ángeles, para que, como ellos, nosotros vivamos alejados del vicio y de la ilusión, para estar prontos en acoger la llegada del Señor, y que, vigilando en la puerta de nuestra morada, aguardemos su venida para abrir así que llame.

Santo Evangelio 23 de Octubre de 2013



Día litúrgico: Miércoles XXIX del tiempo Ordinario

Texto del Evangelio (Lc 12,39-48): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Entendedlo bien: si el dueño de casa supiese a qué hora iba a venir el ladrón, no dejaría que le horadasen su casa. También vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre». 

Dijo Pedro: «Señor, ¿dices esta parábola para nosotros o para todos?». Respondió el Señor: «¿Quién es, pues, el administrador fiel y prudente a quien el señor pondrá al frente de su servidumbre para darles a su tiempo su ración conveniente? Dichoso aquel siervo a quien su señor, al llegar, encuentre haciéndolo así. De verdad os digo que le pondrá al frente de toda su hacienda. Pero si aquel siervo se dice en su corazón: ‘Mi señor tarda en venir’, y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer y a beber y a emborracharse, vendrá el señor de aquel siervo el día que no espera y en el momento que no sabe, le separará y le señalará su suerte entre los infieles. 

»Aquel siervo que, conociendo la voluntad de su señor, no ha preparado nada ni ha obrado conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes; el que no la conoce y hace cosas dignas de azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se confió mucho, se le pedirá más».


Comentario: Rev. D. Josep Lluís SOCÍAS i Bruguera (Badalona, Barcelona, España)
Estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre

Hoy, con la lectura de este fragmento del Evangelio, podemos ver que cada persona es un administrador: cuando nacemos, se nos da a todos una herencia en los genes y unas capacidades para que nos realicemos en la vida. Descubrimos que estas potencialidades y la vida misma son un don de Dios, puesto que nosotros no hemos hecho nada para conseguirlas. Son un regalo personal, único e intransferible, y es lo que nos confiere nuestra personalidad. Son los “talentos” de los que nos habla el mismo Jesús (cf. Mt 25,15), las cualidades que debemos hacer crecer a lo largo de nuestra existencia.

«En el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Lc 12,40), acaba diciendo Jesús en el primer párrafo. Nuestra esperanza está en la venida del Señor Jesús al final de los tiempos; pero ahora y aquí, también Jesús se hace presente en nuestra vida, en la sencillez y la complejidad de cada momento. Es hoy cuando, con la fuerza del Señor, podemos vivir su Reino. San Agustín nos lo recuerda con las palabras del Salmo 32,12: «Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor», para que podamos ser conscientes de ello, formando parte de esta nación.

«También vosotros estad preparados» (Lc 12,40), esta exhortación representa una llamada a la fidelidad, la cual nunca está subordinada al egoísmo. Tenemos la responsabilidad de saber “dar respuesta” a los bienes que hemos recibido junto con nuestra vida. «Conociendo la voluntad de su señor» (Lc 12,47), es lo que llamamos nuestra “conciencia”, y es lo que nos hace dignamente responsables de nuestros actos. La respuesta generosa por nuestra parte hacia la humanidad, hacia cada uno de los seres vivos, es algo justo y lleno de amor.

San Juan de Capistrano, 23 de Octubre



23 de octubre

SAN JUAN DE CAPISTRANO

(† 1456)


Los cuarenta años de vida activa del fraile franciscano Juan de Capistrano transcurrieron casi exactamente en la Primera mitad del siglo XV, puesto que ingresa en la Orden a los treinta años de su edad, en 1416, y muere a los setenta, en 1456. Si recordamos que en este medio siglo se dan en Europa sucesos tan importantes como el nacimiento de a casa de Austria, el concilio, luego declarado cismático, de Basilea y la batalla de Belgrado contra los turcos, y añadimos después que en todos estos acontecimientos Juan de Capistrano es, más que partícipe, protagonista, se estimará justo que le califiquemos como el santo de Europa.

Juan de Capistrano, ya en su persona, parecía predestinado a su misión europea, pues, más que de una sola nación, era representativo de toda Europa.

Es europeo el hombre: italiano de nación, porque la villa de Capistrano, donde nace, está situada en los Abruzzos, del Reino de Nápoles; francés, si no por familia, como algunos autores creen, a lo menos por adopción, pues su padre era gentilhombre del duque de Anjou, Luis I; por la estirpe Procedía de Alemania, según las "Acta Sanctorum" de los Bolandos, que sigo fundamentalmente en este escrito; por ciudadanía, hablando lenguaje de hoy, podría decirse español, al menos durante un tiempo, como súbdito del rey de Nápoles, cuando lo era Alfonso V de Aragón; por sus estudios y vida seglar, ciudadano de Perusa, a la sazón ciudad pontificia; húngaro también, pues los magyares lo tienen por héroe nacional y le han alzado una estatua en Budapest, y por su muerte, en fin, balcánico, pues falleció en Illok, de la Eslovenia.

En cuanto al santo, esto es, el hombre que se santificó en el apostolado, era, si cabe, aún más europeo, ya que se pasó la vida recorriendo Europa de punta a punta. A pie o en cabalgadura hizo y deshizo caminos; por el norte, desde Flandes hasta Polonia; por el sur, desde España, aunque su paso por nuestra patria fuera fugaz, hasta Servia.

La fama de su santidad fue también universal. Corría de una a otra nación y en todas partes se le conocía con el nombre de "padre devoto" y "varón santo". Fue popular en toda Italia, en Austria, en Alemania, en Hungría, en Bohemia, en Borgoña y en Flandes, visitando no una, sino varias veces todas las grandes ciudades europeas.

Fue también intensamente europea la época del Santo, El año culminante de su vida, aunque ya en avanzada senectud, es el mismo que abre la Edad Moderna de la historia de Europa: aquel 1453 en que los turcos toman Constantinopla, amenazando seriamente la existencia misma de la cristiandad.

Divide esta trágica fecha en dos períodos, aunque muy desiguales, la vida de nuestro andariego fraile; pero llena ambos períodos un mismo afán: la salvación de esa cristiandad en peligro. Peligro, en la primera fase, para la unidad católica de Europa, por la descristianización del pueblo, las discordias intestinas de los príncipes y los brotes crecientes de herejía y de cisma; peligro, en la segunda, por la embestida de los ejércitos del Islam. Por eso dedica el Santo su primer apostolado a reconciliar entre sí y con la Sede Apostólica a los príncipes, a restaurar el espíritu cristiano del pueblo, debelar herejías, cortar el paso al cisma y reformar la Orden franciscana, y consagra sus últimos años a predicar, con la palabra y con el ejemplo, la cruzada contra el turco; con el ejemplo, también, porque el buen fraile en persona toma parte decisiva en la famosa batalla de Belgrado, de julio del 56, en que es derrotado el ejército de Mohamed II, que ya remontaba el Danubio con la ambición de dominar el occidente europeo.

Dotó Dios a Juan de Capistrano de prendas singularmente adecuadas a su misión de universalidad. Para ganarse al pueblo, no importa en qué nación, poseía las cualidades que suele el pueblo cristiano pedir a sus santos. Ya fraile y anciano, según nos lo describen sus coetáneos, era de figura ascética: pequeño, magro, enjuto, consumido, apenas piel y huesos, y su gesto austero, pero a la vez dulce y caritativo. Vibraba su palabra en la predicación de las verdades eternas; pero hablaba, sobre todo, con el semblante luminoso y encendido; con los ojos centelleantes, magnéticos; con el ademán sobrio y a la vez cálido y acogedor. Esto explica que en sus correrías transalpinas, predicando las más de las veces en latín, aun antes de que el intérprete hubiera traducido sus palabras, ya andaban sus oyentes pidiendo a gritos confesión y prometiendo cambiar de vida, y muchos rompían en llanto y hacían hogueras con los objetos de sus vanidades: dados, naipes, afeites y arreos de lujo, y otros le pedían ser admitidos a la vida religiosa: por un solo sermón, al decir de un cronista, 120 escolares, en Leipzig, y, por otro, 130, en Cracovia, tomaron hábitos.

Llegado a una villa predicaba por las plazas, porque en los templos no había cabida para la muchedumbre que le seguía. Hablaba durante dos o tres horas sin que la gente desfalleciera y siempre fustigando la corrupción de costumbres e incitando a penitencia; terminada la predicación visitaba sin descanso a los enfermos, haciendo innúmeras curaciones prodigiosas.

No sólo por su celo apostólico era hombre santo, sino también por su vida de oración y por su penitencia, que no en vano tuvo por maestro de espíritu y por su mejor amigo al gran San Bernardino de Siena. Dormía dos horas, comía apenas, y andaba con frecuencia enfermo, renqueaba siempre, padecía del estómago y estaba mal de la vista. Pero a todas sus flaquezas se sobreponía su espíritu gigante.

A tan extraordinarias dotes para el apostolado popular unía Capistrano otras nada corrientes cualidades que le hacían apto para la diplomacia, arte que ejerció con acierto a lo largo de toda su vida. Era sabio y prudente en juicio y en palabra; había sido en su mocedad un buen jurisconsulto y probado dotes de gobierno cuando ejerció autoridad de juez en Perusa. Era, además, hombre muy docto en las ciencias sagradas y escritor fecundo: sus manuscritos, coleccionados en el siglo XVIII por el P. Antonio Sessa, de Palermo, suman diecisiete grandes volúmenes. Siempre fue muy dócil a la Sede Apostólica y entre sus muchos escritos canónicos sobresalen los que dedica a la defensa de las prerrogativas pontificias.

Por gozar de tales prendas fue elevado en la Orden, por dos veces, al cargo de vicario general de la observancia, lo que le permitió emprender la reforma de muchos monasterios y extenderlos por toda Europa, y cuatro Papas —Martín V, Eugenio IV, Nicolás V y Calixto III— le confiaron misiones delicadas: la detracción de los Fraticelli, la lucha en Moravia contra la herejía hussita, las negociaciones para la incorporación de los griegos a la Iglesia Romana, la vigilancia de los judíos, la contención del cisma de Basilea, etc.

Su fama de virtud y de ciencia no libró al Santo de contradicción. Túvola Capistrano, y la que más puede afligir a un corazón magnánimo y sensible: la que proviene de parte de los afines. Algunos minoristas "conventuales", y el más sobresaliente de ellos, el sajón Matías Doering, descontentos de la reforma de los "observantes" que el Santo llevaba al interior de los conventos, se opusieron a sus innovaciones, acusando al vicario de inquieto y revoltoso, y otros, celosos acaso de su inmensa popularidad, le imputaban ambición de honra y vanagloria; injustísima acusación hecha a un hombre que por dos veces había declinado la mitra episcopal: la de Chieti, que le brindó el papa Martín V, ya en 1428, a quien contestó, por cierto, que no quería verse "encarcelado" en el episcopado, y la de Aquila, su diócesis natal, que le ofreció, más tarde, Eugenio IV.

Tampoco le faltaron críticas por parte de personas más autorizadas, tales como el cardenal español Carvajal y aun el propio Piccolomini, en razón de las cuales, sin duda, hubo más tarde dificultades para su canonización, que no culminó hasta 1690, siendo Pontífice Alejandro VIII.

Pero, huelga decirlo, el mayor número de sus detractores y los más violentos se encontraban en las filas de los enemigos del Pontificado, sea entre los políticos laicistas de la época, como aquel Jorge de Podebrad, que pertinazmente le cerró las puertas de la Bohemia, sea entre los herejes, como el arzobispo de Praga Rokytzana, cabeza de los hussitas, o bien entre los judíos, como aquellos de las comunidades italianas que llamaban al de Capistrano "el nuevo Amán" perseguidor del pueblo elegido.

Las grandes empresas apostólicas de San Juan de Capistrano al servicio de la Europa cristiana podrían resumirse en estas seis: restauración de la vida cristiana del pueblo mediante la predicación; reforma de la Orden franciscana implantando la observancia; impugnación de la herejía hussita, que resultó ser el primer brote de la gran apostasía luterana; represión de los abusos del judaísmo, que se hallaba enquistado en los pueblos cristianos; contención del cisma incubado en el concilio de Basilea, que minaba la autoridad del Papado, y cruzada contra el turco, que amagaba sobre la cristiandad.

Dejando a un lado, como menos propias de una hagiografía, aquellas empresas del Santo que presentan un tinte político o diplomático, me detendré en las que ofrecen un carácter enteramente apostólico y misionero.

Por aquel tiempo, la Orden de los frailes menores, más o menos recluida hasta entonces en el interior de sus conventos, se echó a peregrinar por pueblos y ciudades, predicando en calles y plazas las verdades eternas y excitando a la reforma de las costumbres. Esta empresa no fue obra de un hombre solo, fue obra de un equipo de hombres excepcionales, a cuya cabeza figuraba el gran San Bernardino de Siena y en el que formaron en seguida otros dos santos: Juan de Capistrano y Jacobo de la Marca; dos beatos: Alberto de Sarteano y Mateo de Girgente, y los egregios minoristas Miguel de Carcano y Roberto de Lecce, por no citar sino las figuras más descollantes. Fue la época clásica de los grandes predicadores peregrinos y el origen de las misiones populares.

Cada uno de estos grandes misioneros, acompañado de un grupo de seis u ocho frailes de su Orden, tomó por un camino y corrió por su cuenta su aventura apostólica. Pero la mayor parte de ellos se mantuvieron en los límites de la península italiana, en la que consiguieron una verdadera renovación de la vida moral y religiosa de su pueblo. Mérito singular de Capistrano es haber acometido por sí solo, más allá de los Alpes, lo que sus hermanos de Orden hicieron en el interior de Italia, consiguiendo él resultados pariguales en los principados alemanes, en Polonia, en Moravia y hasta en la Saboya, en la Borgoña y en Flandes.

Grandes fueron los frutos de este vasto e intenso movimiento religioso. El pueblo cambiaba de vida, corrigiendo innúmeros abusos: el juego, el lujo, la embriaguez, la usura, el concubinato, la profanación de las fiestas, y los príncipes, los consejeros de las ciudades y los jueces se veían compelidos a usar de su autoridad con equidad y clemencia.

Cierto que no todos estos frutos fueron durables, acaso por no guardar proporción con estas misiones populares extraordinarias la cura pastoral ordinaria llamada a mantener el fervor despertado por aquéllas; pero también puede tenerse por cierto lo que el mismo Capistrano habría de escribir después, refiriéndose a la predicación de sus hermanos de Orden en Italia: "Si no hubiera sobrevivido la predicación, la fe católica habría venido a menos y pocos la hubiesen conservado". Importante aportación del capistranense a la renovación religiosa y moral de su tiempo, en sus cuarenta años de actividad apostólica, fue su labor como cabeza del movimiento por la observancia en lucha contra el conventualismo, empresa que repercutió no sólo en favor de su Orden, sino también en la reforma misma de toda la Iglesia. San Juan sembró la Europa central de nuevos conventos franciscanos y, mediante la reforma de los antiguos, devolvió su primitivo celo a la Orden a la sazón más popular e importante de la Iglesia católica. Y no fue pequeño servicio a la cohesión europea haber tejido por toda la haz de la Europa de entonces esta apretada red de conventos que unían en santa familia a los frailes observantes de todas las naciones.

Pasemos ya a relatar la participación personal del Santo en la cruzada contra el turco, recordando primero lo más esencial de este histórico suceso.

Corría el año 1453, último del pontificado de Nicolás V, cuando Mohamed II conquista Constantinopla, somete la Tracia al señorío turco, afianza en el Asia Menor el imperio del Islam sobre las ruinas de la Iglesia oriental y amenaza a la suerte de la cristiandad en Occidente.

Grave momento para el mundo católico y aun para la propia Iglesia. Porque si bien desde un siglo antes pisaban los turcos tierra europea y tenían sojuzgada una parte de la península balcánica, mientras quedó a sus espaldas la fortaleza de Constantinopla, Europa no se sintió verdaderamente amenazada de dominación y por eso desoyó el llamamiento a cruzada del papa Eugenio IV, ya en 1444. Pero ahora, cuando cayó la capital del viejo Imperio bizantino, toda la cristiandad comprendió que había perdido mucho más que una plaza fortificada.

Consciente del peligro, el papa Nicolás V, cuatro meses después de aquel nefasto día, publica una bula contra los turcos, que enciende en Occidente el antiguo entusiasmo de las cruzadas. En ella amonesta el Pontífice a hacer la paz entre sí, bajo pena de excomunión, a las potencias cristianas y singularmente a los Estados italianos, que, al decir de un cronista, "se despedazaban como canes": Milán contra Venecia, Génova contra Nápoles... La paz en Italia se consiguió en parte, pero no la alianza para la cruzada.

San Juan toma la decisión de marchar a la amenazada Hungría ante el temor de que su gobierno pactara un acuerdo con los turcos, como lo hicieron, poco después, con escándalo de todos, los venecianos. Por el camino predicó la cruzada en Nuremberg, ciudad libre del Imperio y bien armada, en Viena, donde levantó unos cientos de universitarios que tomaron la cruz, y en Neusdtadt, corte del emperador.

Sobreviene entonces la muerte del papa Nicolás y en la elección del nuevo Pontífice la Providencia, valiéndose de un juego de factores dentro del cónclave, al parecer ajenos a esta inquietud, suscita la elección del pontífice español Calixto III, que luego probó ser la figura indicada para hacer frente a una situación de tan tremendo riesgo.

Capistrano, que desde la Estiria había escrito al Papa incitándole a que confirmase la bula de cruzada, marcha a Györ a fin de asistir a la dieta imperial de Hungría, expresamente convocada para tratar de la guerra contra el turco. Aquí las cosas de la cruzada iban mejor, porque el país se sentía directamente amenazado por el sultán y ponían espanto las noticias que llegaban de Servia sobre los atropellos de la soldadesca turca. Juan de Hunyades, el caudillo húngaro, traza un plan que el de Capistrano comunica al Papa, pidiéndole su apoyo. San Juan se aplica durante los meses siguientes a deshacer enemistades entre los caudillos y se reúne en Budapest con Hunyades y con el cardenal español Juan de Carvajal, nombrado legado del Papa para la cruzada en Alemania y en Hungría, de cuyas manos recibe el Santo el breve pontificio que le concede toda clase de facultades para predicar la bula. Los tres Juanes: el legado, el caudillo y el fraile llevarán de ahora en adelante la preparación de la cruzada.

Estando reunida la dieta húngara en Budapest, corría el mes de febrero, se recibe la terrible noticia de que Mohamed II se acercaba ya con un poderoso ejército hacia las fronteras del sur de Hungría. Hunyades acude a Belgrado. A partir de este momento cifra el de Capistrano todas sus ilusiones en marchar con el ejército cristiano al encuentro de los infieles, sacrificando en la lucha, si es preciso, su propia vida. Parte para el sur y recorre en predicación todas las regiones meridionales de Hungría, llamando al pueblo a cruzada, hasta que recibe el mensaje apremiante de Juan de Hunyades de que suspenda inmediatamente la predicación y reuniendo los cruzados que pueda los conduzca aprisa a Belgrado.

Es fascinante el relato que hace de la batalla del Neudorfehervar uno de los frailes compañeros del Santo, fray Juan de Tagliacozzo, testigo presencial del suceso. El describe con expresivos pormenores la llegada del ejército turco, su bien abastecido y pertrechado campamento de tierra, con más de doscientos cañones, y camellos y búfalos, la fuerte flota turca sobre las aguas del Danubio, el asedio de la amurallada ciudad, la tremenda desproporción de las fuerzas en presencia —sólo los genízaros eran cincuenta mil—, que hace vacilar al propio Juan de Hunyades, el gran luchador de años contra el turco, hasta el punto de pensar en una retirada, y las provocaciones del sultán, que anunciaba a gritos que había de celebrar en Budapest el próximo Ramadán. Describe, asimismo, la batalla naval sobre el Danubio, que, contra toda previsión, ganan los cruzados, el asalto de la ciudadela por los genízaros, que obliga a los caudillos militares a iniciar la evacuación de la ciudad, y, por último, la increíble y casi milagrosa victoria obtenida por los defensores, con la retirada final del ejército turco en derrota.

La intervención del Santo en la batalla fue decisiva y sin ella la ciudad de Belgrado hubiera caído sin remedio en manos de los turcos. Él aportó la legión popular de cruzados, que sostuvieron lo más duro de la lucha, y enardeció con su palabra y con su ejemplo no sólo a ese ejército popular, sino también a los naturales, poniendo en tensión su resistencia.

Juan de Capistrano salvó a Belgrado por tres veces: la primera, cuando indujo a Hunyades a lanzar su escuadra contra la flota turca; la segunda, durante el asedio de la ciudad, cuando se negó a la propuesta de evacuarla, y la tercera, en la hora del asalto turco, cuando, al dar por perdida la plaza, los caudillos militares Hunyades y Szilágyi intentaron abandonarla, juzgando la situación insostenible y él se aferró a la resistencia.

Dominado el Santo por una confianza sobrenatural en la victoria, condujo a la batalla a los cruzados con ardor y coraje sobrehumanos. Cuenta el cronista allí presente cómo durante la acción naval, ganó el fraile capitán una altura visible a todos los combatientes y desplegando la bandera cruzada y agitando la cruz, vuelto el semblante al cielo, gritaba sin descanso el nombre de Jesús, que era el lema de sus cruzados. Y cómo, durante los días del asedio, vivía en el campamento con los suyos, sosteniendo su espíritu religioso como única moral de guerra. Y cómo, en fin, en el asalto de la ciudadela, corría de una a otra parte de la muralla, cuando la infantería turca escalaba ya el foso, gritando él a lo más granado de los defensores: "Valientes húngaros, ayudad a la cristiandad".

Jamás esgrimió armas el de Capistrano; las suyas eran espirituales. El campamento de los cruzados, más que un cuartel militar, parecía una concentración religiosa. ÉI mismo daba ejemplo. En diecisiete días durmió siete horas, no se mudó de ropa y comía sólo sopas de pan con vino. Él y sus frailes celebraban a diario la misa y predicaban, y los combatientes en gran número recibían los sacramentos. "Tenemos por capitán un santo y no podernos hacer cosa mal hecha", decían entre sí sus gentes. "Si pensamos en el botín y en la rapiña seremos vencidos". Y todos le obedecían "como novicios". El fraile tenía sobre sus cruzados, al decir de los testigos, mayor poder que hubiera tenido sobre ellos el propio rey de Hungría.

En la lucha secular de la Europa cristiana contra el islamismo, la victoria cruzada de Belgrado es un hecho importante, pero no debe exagerarse su trascendencia. Corno tampoco la del heroico episodio de la intervención del Santo en ese hecho de armas, aunque el triunfo fuera mérito suyo incontestable. Pero en éste como en los anteriores sucesos de su vida, importa mas que los hechos mismos y más que su trascendencia en el campo militar, en el político y aun en el religioso, el valor ejemplar de su propia conducta; su santidad y su heroísmo puestos al servicio de tan noble causa: la unidad cristiana de Europa. En este terreno presentamos a nuestro héroe a la admiración de nuestros contemporáneos y le proponemos como ejemplo.

La cristiandad había seguido angustiada la lucha y de entonces viene la tradición del rezo del Angelus al toque de campana del mediodía; la "campana del turco", que mandó el Papa tañer en todas las iglesias de Europa para que el pueblo cristiano sostuviera con su oración a los cruzados.

Cuando, una semana después de la victoria el cardenal legado, el español Carvajal, entró con un ejercito verdadero en la ciudad liberada, era la gran ilusión del capistranense proseguir la guerra y anunciaba en público que para la fiesta de la Navidad celebraría misa en la iglesia del Santo Sepulcro. No eran estos, sin embargo, los planes de la cristiandad, ni hubiera podido tampoco emprenderlos nuestro Santo, pues la peste, terrible compañera de la guerra, pocos días después de la victoria, tomó posesión de su cuerpo y lo entregó en brazos de la muerte, aunque ese pobre cuerpo parecía entonces, al decir de un coetáneo, la muerte misma: un esqueleto sin carne y sin sangre, unos pocos huesos cubiertos de piel. Sólo el rostro, sereno y sonriente, expresaba la interior satisfacción de una misión histórica cumplida.

Con la vida de nuestro héroe debe terminar también este relato. Séame permitido, sin embargo, insistir en una conclusión piadosa: a Juan de Capistrano puede, en justicia, llamársele el Santo de Europa.

El fue europeo por su persona, de parte que hoy diríamos internacional; lo fue por el ámbito geográfico en que desenvolvió su vida, siempre corriendo de una a otra parte de la cristiandad de entonces; fue europeo, también, porque sirvió —y con qué fidelidad— al Papado y al Imperio y a la unión de uno y otro, que hubiera sido la salvación de Europa; lo fue por la hora europea que vivía a la sazón el mundo y fuelo, en fin, por las grandes empresas de unidad europea a que se consagró con fe y con coraje: unidad religiosa, unidad política y, sobre todo, apretada defensa contra el enemigo común de la cristiandad.

Sea, pues, Juan de Capistrano nuestro intercesor cuando pidamos a Dios por la unidad europea.

ALBERTO MARTÍN ARTAJO.