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13 jul 2013
Santo Evangelio 13 de julio de2013
Día litúrgico: Sábado XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 10,24-33): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo. Ya le basta al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su amo. Si al dueño de la casa le han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!
»No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados. Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos. Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos».
Comentario: P. Raimondo M. SORGIA Mannai OP (San Domenico di Fiesole, Florencia, Italia)
No está el discípulo por encima del maestro
Hoy, el Evangelio nos invita a reflexionar sobre la relación maestro-discípulo: «No está el discípulo por encima del maestro, ni el siervo por encima de su amo» (Mt 10,24). En el campo humano no es imposible que el alumno llegue a sobrepasar a quien le enseñó el abc de una disciplina. Hay en la historia ejemplos como Giotto, que se adelanta a su maestro Cimabue, o como Manzoni al abad Pieri. Pero la clave de la suma sabiduría está sólo en manos del Hombre-Dios, y todos los demás pueden participar de ella, llegando a entenderla según diversos niveles: desde el gran teólogo santo Tomás de Aquino hasta el niño que se preparara para la Primera Comunión. Podremos añadir adornos de varios estilos, pero no serán nunca nada esencial que enriquezca el valor intrínseco de la doctrina. Por el contrario, es posible que rayemos en la herejía.
Debemos tener precaución al intentar hacer mezclas que pueden distorsionar y no enriquecer para nada la substancia de la Buena Noticia. «Debemos abstenernos de los manjares, pero mucho más debemos ayunar de los errores», dice san Agustín. En cierta ocasión me pasaron un libro sobre los Ángeles Custodios en el que aparecen elementos de doctrinas esotéricas, como la metempsicosis, y una incompresible necesidad de redención que afectaría a estos espíritus buenos y confirmados en el bien.
El Evangelio de hoy nos abre los ojos respecto al hecho ineludible de que el discípulo sea a veces incomprendido, encuentre obstáculos o hasta sea perseguido por haberse declarado seguidor de Cristo. La vida de Jesús fue un servicio ininterrumpido en defensa de la verdad. Si a Él se le apodó como “Beelzebul”, no es extraño que en disputas, en confrontaciones culturales o en los careos que vemos en televisión, nos tachen de retrógrados. La fidelidad a Cristo Maestro es el máximo reconocimiento del que podemos gloriarnos: «Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32).
San Enrique, emperador, 13 de julio
13 de julio
SAN ENRIQUE
emperador
(† 1024)
En la primavera del año 973 el ducado de Baviera celebraba con grandes festejos el nacimiento del príncipe heredero. Este niño, que llegaría a ser emperador y santo, era hijo de Enrique el Batallador, duque de Baviera, y de la princesa Gisela de Borgoña.
Podemos fácilmente imaginarnos los primeros años del niño príncipe: las fiestas, la caza, los trovadores, la guerra, en el marco poético del Medievo.
La vida de San Enrique parece que comienza como un bonito cuento de hadas, pero aquellos tiempos no eran de pura poesía; guerras y pestes se dejaban sentir y la lglesia atravesaba lo que se ha llamado su "edad de hierro". La sociedad sufría violentos vaivenes y, en uno de ellos, nuestro pequeño Santo tuvo que sufrir durante algunos años la persecución, mientras su padre, vencido en guerras familiares, era condenado al destierro.
Recobrada la calma y restablecido su padre en el trono de Baviera, el joven Enrique se dedicó al cultivo de las artes y las letras, bajo la custodia del santo obispo de Ratisbona, San Wolfgang, que había sido su padrino de bautismo y se cuidó de darle una esmerada educación cristiana.
A la muerte de su padre ocupó el trono nuestro Santo, que contaba por entonces veintidós años. Era uno de los príncipes más instruidos de su tiempo; joven y fuerte, su fama corrió pronto por toda Alemania, ganándose la simpatía general. Para completar el cuadro gozó también del amor, casándose con la princesa Cunegunda, con quien vivió tan santamente que hoy veneramos a ambos en los altares.
San Enrique fue un verdadero padre para sus súbditos; su ímpetu de mozo no le hizo olvidar la responsabilidad de ser rey.
Cuando algún señor feudal o alguna ciudad se sublevaban, cosa, por lo demás, harto frecuente en aquellos tiempos, sus jefes militares le aconsejaban destruir tales ciudades o fortalezas para castigo de su orgullo y escarmiento de los demás, pero el joven rey contestaba con calma:
—Dios no me dio la corona para hacer mal, sino para corregir a los que lo hacen.
Así poco a poco su gobierno se consolidaba cada vez más y su buena fama corría de boca en boca.
Una noche se le apareció en sueños su padrino, San Wolfgang, y le hizo leer en la muralla: "Después de seis", desvaneciéndose inmediatamente la aparición.
San Enrique creyó que se trataba de un anuncio de su próxima muerte en el plazo de seis días y redobló sus acostumbradas penitencias, poniéndose en las manos de Dios. Pero el sentido exacto de la aparición lo comprendió sólo después de seis años, ya que exactamente a los seis años de la aparición, el 1 de enero del año, 1002, fue proclamado emperador de Alemania. Acababa de morir el emperador Otón III y, como no dejaba descendencia directa, correspondía por derecho a San Enrique ocupar el trono del Imperio romano-germánico.
Reunidos los electores del Imperio declararon emperador a San Enrique, con gran gozo de todos sus súbditos. Sin embargo, para ocupar el trono al que tenía todos los derechos se vio obligado a hacer algunas guerras familiares contra otros pretendientes.
La situación del Imperio en aquellos momentos no era nada halagüeña. Numerosos señores feudales, marqueses u obispos, se hacían la guerra mutuamente, asolando el país con sus razzias. A su vez, el rey de Polonia intentaba invadir Alemania y los bizantinos presionaban en las fronteras del sur del Imperio.
Para poner fin a todo esto, San Enrique organizó un formidable ejército y poco a poco logró imponer la paz en todos sus dominios, haciendo, además, tributarios a los reyes vecinos. San Enrique contaba entre sus dotes personales un gran genio militar.
Interesado en la reforma espiritual del clero, el año 1007 convocó en Francfort un concilio general para tratar este tema. De todos los puntos del Imperio acudieron numerosos prelados. Cuando San Enrique entró en la sala del concilio se postró en tierra ante todos los obispos en humilde y pleno reconocimiento de su potestad en todos los asuntos espirituales; tal gesto de humildad no lo había hecho ningún emperador germano. Bajo la protección imperial el concilio dictó severas normas disciplinares y San Enrique se encargó de hacerlas cumplir.
El emperador fundó espléndidamente numerosos monasterios y nuevas iglesias. Por todas partes florecían nuevos claustros, en que los monjes se entregaban a sus obras de piedad y de cultura, y desde todos los rincones del Imperio miles de campanas volteaban dando gracias al emperador. En Alemania todavía se conservan muchas de las grandes catedrales de entonces. Sobre las antiguas ciudades se destaca su imponente masa, como auténticas fortalezas, y su silueta marca siempre dos torres o dos ábsides iguales, simbolizadores de los dos poderes: la Iglesia y el Imperio.
Pero en Italia los Estados Pontificios no gozaban de la misma paz. Toda Italia era un hervidero de luchas fratricidas y en los Estados del Papa reinaba la más completa anarquía.
San Enrique pasó a Italia con un fuerte ejército para restablecer el orden, pero tuvo que salir de nuevo hacia Polonia para sofocar la sublevación de aquella parte del Imperio. Toda la vida del Santo transcurre en un continuo zigzaguear de marchas militares y batallas para restablecer la paz y castigar a los malhechores.
San Enrique era amigo de la paz; tal vez por contraste con su azarosa vida amaba la delicia de un claustro silencioso y le gustaba darse a la oración completamente solo. Podía parecer que le gustaba ser monje.
Cierta vez, estando en Estrasburgo, en el año, 1012, maravillado de la piedad de los canónigos de la catedral quiso ser canónigo, y así se lo pidió al obispo que presidía el cabildo.
El obispo vio las buenas disposiciones del emperador, pero prefirió tomar su petición en broma y, siguiendo el juego, le pidió una promesa de obediencia:
—¿Estáis, señor, dispuesto a obedecerme en todo?
Y a decir verdad que el rey estaba bien dispuesto a renunciar a todo para hacerse miembro de aquel santo cabildo.
—Pues bien; yo os ordeno, en virtud de santa obediencia, que continuéis rigiendo el Imperio como hasta ahora, porque el Señor os ha destinado para rey y no para canónigo.
El rey obedeció, pero fundó una rica prebenda para que un canónigo se ocupara siempre de rezar por el rey, con el título de "rey del coro" y los honores consiguientes. Tal tradición se conservó en Estrasburgo hasta bien entrado el siglo XIII.
Entretanto murió en Roma el papa Sergio IV y fue elegido sucesor el papa Benedicto VIII, pero éste fue expulsado de Roma por el antipapa Gregorio y tuvo que refugiarse junto al emperador, el cual hizo una marcha sobre Roma para colocar al verdadero Papa en la Santa Sede. El Papa, en agradecimiento, le regaló un globo de oro adornado con piedras preciosas, representando su soberanía sobre el mundo, y desde entonces ése fue el símbolo de los emperadores. En tal ocasión San Enrique y su esposa fueron ungidos y coronados como emperadores de la cristiandad. Roma celebró con gran júbilo aquellas fiestas; parecía como si, bajo signo cristiano, hubiera resucitado otra vez el antiguo Imperio de Roma. Era el 14 de febrero del año 1014.
Seguramente pocos reyes pudieron gozar como San Enrique del amor de sus súbditos, y sus vasallos recibieron como un don del cielo el tener tan buen rey.
A su muerte, el emperador hizo llamar a los padres de su esposa y a los grandes de la corte y, tornando dulcemente la mano a Santa Cunegunda, les dijo: "He aquí a la que vosotros me habéis dado por mujer ante Cristo, como me la disteis virgen, virgen la pongo otra vez en las manos de Dios y en las vuestras". Luego dictó su testamento y fue a reunirse con los santos.
En Grona las campanas tocaban a muerto el 13 de julio de 1024. Mientras tanto una gran procesión trasladaba los restos de San Enrique emperador a la catedral de Barnberg, donde todavía se conservan.
LUÍS PÉREZ ARRUGA, O. P.
SAN ENRIQUE
emperador
(† 1024)
En la primavera del año 973 el ducado de Baviera celebraba con grandes festejos el nacimiento del príncipe heredero. Este niño, que llegaría a ser emperador y santo, era hijo de Enrique el Batallador, duque de Baviera, y de la princesa Gisela de Borgoña.
Podemos fácilmente imaginarnos los primeros años del niño príncipe: las fiestas, la caza, los trovadores, la guerra, en el marco poético del Medievo.
La vida de San Enrique parece que comienza como un bonito cuento de hadas, pero aquellos tiempos no eran de pura poesía; guerras y pestes se dejaban sentir y la lglesia atravesaba lo que se ha llamado su "edad de hierro". La sociedad sufría violentos vaivenes y, en uno de ellos, nuestro pequeño Santo tuvo que sufrir durante algunos años la persecución, mientras su padre, vencido en guerras familiares, era condenado al destierro.
Recobrada la calma y restablecido su padre en el trono de Baviera, el joven Enrique se dedicó al cultivo de las artes y las letras, bajo la custodia del santo obispo de Ratisbona, San Wolfgang, que había sido su padrino de bautismo y se cuidó de darle una esmerada educación cristiana.
A la muerte de su padre ocupó el trono nuestro Santo, que contaba por entonces veintidós años. Era uno de los príncipes más instruidos de su tiempo; joven y fuerte, su fama corrió pronto por toda Alemania, ganándose la simpatía general. Para completar el cuadro gozó también del amor, casándose con la princesa Cunegunda, con quien vivió tan santamente que hoy veneramos a ambos en los altares.
San Enrique fue un verdadero padre para sus súbditos; su ímpetu de mozo no le hizo olvidar la responsabilidad de ser rey.
Cuando algún señor feudal o alguna ciudad se sublevaban, cosa, por lo demás, harto frecuente en aquellos tiempos, sus jefes militares le aconsejaban destruir tales ciudades o fortalezas para castigo de su orgullo y escarmiento de los demás, pero el joven rey contestaba con calma:
—Dios no me dio la corona para hacer mal, sino para corregir a los que lo hacen.
Así poco a poco su gobierno se consolidaba cada vez más y su buena fama corría de boca en boca.
Una noche se le apareció en sueños su padrino, San Wolfgang, y le hizo leer en la muralla: "Después de seis", desvaneciéndose inmediatamente la aparición.
San Enrique creyó que se trataba de un anuncio de su próxima muerte en el plazo de seis días y redobló sus acostumbradas penitencias, poniéndose en las manos de Dios. Pero el sentido exacto de la aparición lo comprendió sólo después de seis años, ya que exactamente a los seis años de la aparición, el 1 de enero del año, 1002, fue proclamado emperador de Alemania. Acababa de morir el emperador Otón III y, como no dejaba descendencia directa, correspondía por derecho a San Enrique ocupar el trono del Imperio romano-germánico.
Reunidos los electores del Imperio declararon emperador a San Enrique, con gran gozo de todos sus súbditos. Sin embargo, para ocupar el trono al que tenía todos los derechos se vio obligado a hacer algunas guerras familiares contra otros pretendientes.
La situación del Imperio en aquellos momentos no era nada halagüeña. Numerosos señores feudales, marqueses u obispos, se hacían la guerra mutuamente, asolando el país con sus razzias. A su vez, el rey de Polonia intentaba invadir Alemania y los bizantinos presionaban en las fronteras del sur del Imperio.
Para poner fin a todo esto, San Enrique organizó un formidable ejército y poco a poco logró imponer la paz en todos sus dominios, haciendo, además, tributarios a los reyes vecinos. San Enrique contaba entre sus dotes personales un gran genio militar.
Interesado en la reforma espiritual del clero, el año 1007 convocó en Francfort un concilio general para tratar este tema. De todos los puntos del Imperio acudieron numerosos prelados. Cuando San Enrique entró en la sala del concilio se postró en tierra ante todos los obispos en humilde y pleno reconocimiento de su potestad en todos los asuntos espirituales; tal gesto de humildad no lo había hecho ningún emperador germano. Bajo la protección imperial el concilio dictó severas normas disciplinares y San Enrique se encargó de hacerlas cumplir.
El emperador fundó espléndidamente numerosos monasterios y nuevas iglesias. Por todas partes florecían nuevos claustros, en que los monjes se entregaban a sus obras de piedad y de cultura, y desde todos los rincones del Imperio miles de campanas volteaban dando gracias al emperador. En Alemania todavía se conservan muchas de las grandes catedrales de entonces. Sobre las antiguas ciudades se destaca su imponente masa, como auténticas fortalezas, y su silueta marca siempre dos torres o dos ábsides iguales, simbolizadores de los dos poderes: la Iglesia y el Imperio.
Pero en Italia los Estados Pontificios no gozaban de la misma paz. Toda Italia era un hervidero de luchas fratricidas y en los Estados del Papa reinaba la más completa anarquía.
San Enrique pasó a Italia con un fuerte ejército para restablecer el orden, pero tuvo que salir de nuevo hacia Polonia para sofocar la sublevación de aquella parte del Imperio. Toda la vida del Santo transcurre en un continuo zigzaguear de marchas militares y batallas para restablecer la paz y castigar a los malhechores.
San Enrique era amigo de la paz; tal vez por contraste con su azarosa vida amaba la delicia de un claustro silencioso y le gustaba darse a la oración completamente solo. Podía parecer que le gustaba ser monje.
Cierta vez, estando en Estrasburgo, en el año, 1012, maravillado de la piedad de los canónigos de la catedral quiso ser canónigo, y así se lo pidió al obispo que presidía el cabildo.
El obispo vio las buenas disposiciones del emperador, pero prefirió tomar su petición en broma y, siguiendo el juego, le pidió una promesa de obediencia:
—¿Estáis, señor, dispuesto a obedecerme en todo?
Y a decir verdad que el rey estaba bien dispuesto a renunciar a todo para hacerse miembro de aquel santo cabildo.
—Pues bien; yo os ordeno, en virtud de santa obediencia, que continuéis rigiendo el Imperio como hasta ahora, porque el Señor os ha destinado para rey y no para canónigo.
El rey obedeció, pero fundó una rica prebenda para que un canónigo se ocupara siempre de rezar por el rey, con el título de "rey del coro" y los honores consiguientes. Tal tradición se conservó en Estrasburgo hasta bien entrado el siglo XIII.
Entretanto murió en Roma el papa Sergio IV y fue elegido sucesor el papa Benedicto VIII, pero éste fue expulsado de Roma por el antipapa Gregorio y tuvo que refugiarse junto al emperador, el cual hizo una marcha sobre Roma para colocar al verdadero Papa en la Santa Sede. El Papa, en agradecimiento, le regaló un globo de oro adornado con piedras preciosas, representando su soberanía sobre el mundo, y desde entonces ése fue el símbolo de los emperadores. En tal ocasión San Enrique y su esposa fueron ungidos y coronados como emperadores de la cristiandad. Roma celebró con gran júbilo aquellas fiestas; parecía como si, bajo signo cristiano, hubiera resucitado otra vez el antiguo Imperio de Roma. Era el 14 de febrero del año 1014.
Seguramente pocos reyes pudieron gozar como San Enrique del amor de sus súbditos, y sus vasallos recibieron como un don del cielo el tener tan buen rey.
A su muerte, el emperador hizo llamar a los padres de su esposa y a los grandes de la corte y, tornando dulcemente la mano a Santa Cunegunda, les dijo: "He aquí a la que vosotros me habéis dado por mujer ante Cristo, como me la disteis virgen, virgen la pongo otra vez en las manos de Dios y en las vuestras". Luego dictó su testamento y fue a reunirse con los santos.
En Grona las campanas tocaban a muerto el 13 de julio de 1024. Mientras tanto una gran procesión trasladaba los restos de San Enrique emperador a la catedral de Barnberg, donde todavía se conservan.
LUÍS PÉREZ ARRUGA, O. P.
12 jul 2013
Santo Evangelio 12 de julio de 2013
Día litúrgico: Viernes XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 10,16-23): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Mirad que yo os envío como ovejas en medio de lobos. Sed, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guardaos de los hombres, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas; y por mi causa seréis llevados ante gobernadores y reyes, para que deis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Mas cuando os entreguen, no os preocupéis de cómo o qué vais a hablar. Lo que tengáis que hablar se os comunicará en aquel momento. Porque no seréis vosotros los que hablaréis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hablará en vosotros.
Entregará a la muerte hermano a hermano y padre a hijo; se levantarán hijos contra padres y los matarán. Y seréis odiados de todos por causa de mi nombre; pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará. Cuando os persigan en una ciudad huid a otra, y si también en ésta os persiguen, marchaos a otra. Yo os aseguro: no acabaréis de recorrer las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre».
Comentario: P. Josep LAPLANA OSB Monje de Montserrat (Montserrat, Barcelona, España)
Seréis odiados de todos por causa de mi nombre
Hoy, el Evangelio remarca las dificultades y las contradicciones que el cristiano habrá de sufrir por causa de Cristo y de su Evangelio, y como deberá resistir y perseverar hasta el final. Jesús nos prometió: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20); pero no ha prometido a los suyos un camino fácil, todo lo contrario, les dijo: «Seréis odiados de todos por causa de mi nombre» (Mt 10,22).
La Iglesia y el mundo son dos realidades de “difícil” convivencia. El mundo, que la Iglesia ha de convertir a Jesucristo, no es una realidad neutra, como si fuera cera virgen que sólo espera el sello que le dé forma. Esto habría sido así solamente si no hubiese habido una historia de pecado entre la creación del hombre y su redención. El mundo, como estructura apartada de Dios, obedece a otro señor, que el Evangelio de san Juan denomina como “el señor de este mundo”, el enemigo del alma, al cual el cristiano ha hecho juramento —en el día de su bautismo— de desobediencia, de plantarle cara, para pertenecer sólo al Señor y a la Madre Iglesia que le ha engendrado en Jesucristo.
Pero el bautizado continúa viviendo en este mundo y no en otro, no renuncia a la ciudadanía de este mundo ni le niega su honesta aportación para sostenerlo y para mejorarlo; los deberes de ciudadanía cívica son también deberes cristianos; pagar los impuestos es un deber de justicia para el cristiano. Jesús dijo que sus seguidores estamos en el mundo, pero no somos del mundo (cf. Jn 17,14-15). No pertenecemos al mundo incondicionalmente, sólo pertenecemos del todo a Jesucristo y a la Iglesia, verdadera patria espiritual, que está aquí en la tierra y que traspasa la barrera del espacio y del tiempo para desembarcarnos en la patria definitiva del cielo.
Esta doble ciudadanía choca indefectiblemente con las fuerzas del pecado y del dominio que mueven los mecanismos mundanos. Repasando la historia de la Iglesia, Newman decía que «la persecución es la marca de la Iglesia y quizá la más duradera de todas».
A medio camino... empecemos hoy
A medio camino... empecemos hoy
Tal vez nos han pasado cosas inesperadas, dolorosas,o hemos encontrado obstáculos más fuertes de lo que esperábamos para poder realizar todo aquello que con tanto entusiasmo emprendimos.
Autor: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net
Nos encontramos a medio camino, en la mitad del año.
Ha transcurrido ya tiempo desde aquellos primeros días de enero en los que pisábamos el flamante camino con un paso un poco cauteloso, con una incógnita en el corazón pero también con una alforja llena de buenos propósitos. Empezábamos el camino nuevo, mejor dicho, no había camino, ahora se ha hecho camino al andar.
Es bueno volver la vista atrás y hasta quizá hacer un alto en este tan personal sendero para ver qué ha sido de todo "aquello" que nos propusimos con auténtico afán de mejorar. ¿Somos, aunque sea un poco, algo mejores? ¿Vamos cumpliendo con aquellas metas que se nos antojaron que podíamos alcanzar? ¿Los que nos rodean podrán decir que hemos cambiado, que se nos nota diferentes y que ahora nuestro trato y cercanía es una agradable realidad?
Tal vez nos han pasado cosas, muchas cosas inesperadas, quizá dolorosas, tal vez hemos encontrado muchos obstáculos, más fuertes de lo que esperábamos encontrar para poder realizar todo aquello que con tanto entusiasmo emprendimos pero... también quizá nos hemos ido dejando llevar por el cómodo "mañana" y ese, como es natural, aún no llega. No nos desanimemos.
El comienzo de un nuevo año no es elemento privativo de cambio. Siempre se puede cambiar. Nunca es tarde. Empecemos hoy, desde este instante. Nada importa que hayan pasado los meses...lo que pasó, pasó, y en este momento lo que estamos viviendo es el HOY.
Veamos al fondo de nuestra alforja de peregrinos, de caminantes hacia la casa del Padre. ¿Todavía están aquellos propósitos, aquellos buenos deseos?. Pues empecemos hoy. Ahora. Si era el dejar de fumar, el beber en demasía y sin control, el comer desordenadamente, el abatir la pereza, etcétera, hoy es el momento.
No olvidemos que nunca es tarde para decir: te quiero, para perdonar, para llamar al amigo o a la amiga que teníamos en el olvido, para visitar a una persona que está sola o enferma, para ser más comprensivos, más tolerantes, para ser más generosos, más desprendidos, más cariñosos, más alegres, más puntuales, más responsables de nuestros deberes y obligaciones, más cordiales, más humildes, más serviciales, más honestos, más pacientes, más serenos, más limpios de corazón, más auténticos, más firmes en el cumplimiento de las leyes de Dios, en resumen: más FELICES. No olvidemos a Dios en nuestro diario caminar, Él es el único que nos dará esa fuerza para cumplir nuestros propósitos, que nos ayudará a amar más y mejor, Él es quien nos da la verdadera alegría. No olvidemos su gran amor por nosotros.
Porque vivir empeñados en todo esto nos traerá la PAZ y con la paz en nuestra vida iremos haciendo el camino nuevo, que día a día, marcan nuestros pasos, pero siempre con el esfuerzo y el empeño de ser cada día mejores. EMPECEMOS HOY.
San Juan Gualberto. 12 de julio
12 de julio
SAN JUAN GUALBERTO
(† 1073)
Juan nació en un castillo cerca de la ciudad de Florencia. Su familia era noble, rica, poderosa. Su padre, Gualberto, señor del castillo, era muy conocido en toda la comarca.
Juan creció, se hizo un apuesto joven; el porvenir se le presentaba lleno de las más halagadoras promesas, como una senda sembrada de flores. Pero un acontecimiento inesperado vino a torcer el rumbo de la vida del joven florentino. El lance es conocido. Un buen día cabalgaba Juan Gualberto rodeado de varios escuderos. Todos eran gente valerosa; todos iban armados de punta en blanco. De pronto, en una revuelta del camino, se presenta ante sus ojos un hombre. Juan le reconoce al instante: es el asesino de uno de sus parientes; tal vez —es éste un punto que la historia no ha logrado poner en claro— dio este hombre muerte al propio hermano de Juan. El desgraciado reconoce también al caballero que viene a su encuentro. Inútil intentar la fuga; no le es posible, solo como se halla, hacer frente a la pequeña y aguerrida tropa; no le queda más remedio que someterse al destino, a la ley inexorable de la venganza, que exige su sangre. Todo esto se le ocurre en un momento. Y en un súbito arranque, inspirado por el sentimiento religioso, se deja caer del caballo y, con los brazos en cruz, espera el golpe mortal. Espera en vano. El golpe mortal no llega a descargarse.
En el espíritu de Juan Gualberto la actitud de su enemigo evoca la imagen de Cristo crucificado. Sí, es el Señor quien está ante él; el Señor, que murió por los que le injuriaban y calumniaban, por los que le herían y crucificaban; el Señor, que nos manda perdonar y amar a nuestros enemigos. La lucha entre la sed de venganza y la conciencia de su deber de cristiano, aunque duró breves instantes, debió de ser muy recia en el alma del joven caballero. Venció la gracia divina; la ley del amor triunfó. Juan perdonó, heroicamente, a su enemigo. Poco después, agotado, con el alma vibrante de emoción, penetraba en una iglesia, caía de hinojos ante el altar y sus ojos admirados veían que el crucifijo se animaba y Cristo le hacía una inclinación de cabeza, como agradeciéndole lo que acababa de hacer por su amor.
Desde aquel día Juan Gualberto no fue el mismo de antes. Sus pensamientos seguían otros derroteros; sus ilusiones, sus aspiraciones mundanas se amortiguaban, se desvanecían como el humo. Cristo había hecho algo más que darle a entender sensiblemente cuánto le agradecía la acción heroica de perdonar al asesino; Cristo premióle este rasgo llamándole al número de sus escogidos. La iglesia en la que entró Juan Gualberto después de la escena que acabamos de narrar era la de la abadía de San Miniato. No pasó mucho tiempo antes de que Juan llamara a la puerta de este monasterio y pidiera al abad el hábito benedictino. El abad no rechazó de pronto al postulante, sino que sometió a prueba la autenticidad de su vocación. Nada arredra al animoso joven. Pero entretanto su ausencia es notada en el castillo, y el noble señor sale en busca de su hijo.
No tarda en presentarse a la puerta de San Miniato. El padre abad está perplejo; no se atreve a resistir al noble castellano. Juan se niega a salir, temeroso de que su padre le arrastre de nuevo, a la fuerza, al torbellino de la vida mundana. Gualberto amenaza a los monjes con toda suerte de males si no le devuelven a su hijo. El abad no sabe cómo salir del atolladero. La solución la halla Juan. Ya que no se atreve el padre abad a darle el santo hábito, él mismo se lo viste, luego de haberse cortado el cabello, y, tomando un libro, se sienta en el claustro para darse a la lectura espiritual. Entretanto el superior del monasterio va a decir a Gualberto que su hijo se niega a salir al locutorio, pero que él mismo, si gusta, puede pasar a hablarle en el interior de la clausura, Al hallarse con el nuevo monje el noble señor lloró, se quejó amargamente de su ingratitud, pero acabó por bendecirle y dejarle que siguiera en paz su vocación.
Bueno y edificante era el hermano Juan; su vida transcurría pacífica y dichosa en San Miniato. Pero un día murió el abad, y uno de los monjes compró la dignidad vacante al obispo de Florencia. Nos hallamos en la época, de la simonía. Los cargos eclesiásticos se venden al mejor postor, y el redil de Jesucristo se ve invadido por falsos pastores. Juan Gualberto no se resigna a tener un abad simoníaco, y con otro religioso abandona el monasterio y su ciudad natal, no sin antes haber proclamado en plena plaza pública de Florencia que Huberto, abad de San Miniato, y Hatto, obispo de la diócesis, eran herejes simoníacos.
Juan y su compañero iban en busca de otro cenobio donde proseguir tranquilamente su vida monástica, que es vida de paz y oración. Recorren varias abadías, pero ninguna observancia llena sus aspiraciones. Sediento de perfección, Juan Gualberto se dirige a Camaldoli, entonces en la cumbre de su prestigio, en donde es probado en toda paciencia; pero, cuando el prior de Camaldoli se dispone a admitirle definitivamente, nuestro monje no se decide a abrazar la vida eremítica, que era la de los camaldulenses, pues no le parece conforme a la regla de San Benito que había profesado. Juan Gualberto quiere permanecer cenobita. Y de este modo le conduce Dios a la realización de la obra de su vida. Como ninguna observancia religiosa le satisface, el monje, inquieto, incapaz de afincar en parte alguna, fundaría un nuevo cenobio y una nueva Congregación monástica bajo la regla benedictina.
Valumbrosa, en los Apeninos toscanos, era en aquel entonces un paraje solitario, cubierto de espesos bosques. Dos religiosos llevaban allí una vida anacorética; el lugar pertenecía a las monjas de Sant'Ellero. A Juan Gualberto le gustó la paz profunda que reinaba en Valumbrosa, y resolvió quedarse allí. Los dos solitarios le recibieron con los brazos abiertos, y pronto nuevos reclutas de la milicia de Cristo se juntaron al pequeño grupo, pues la fama de santidad de Juan Gualberto era ya muy grande. Así empezó, humildemente, como suelen las obras de Dios, un movimiento espiritual que debía adquirir grandes proporciones. Durante mucho tiempo los monjes hubieron de contentarse con un oratorio de madera; sus alimentos eran escasos, y día hubo en que faltaron totalmente; sus hábitos no podían ser más pobres. Hubieron de padecer también persecuciones y calumnias de malvados y envidiosos. Los monjes, con todo, estaban contentos, pues en la escasez y en la tribulación se sentían verdaderos seguidores de Cristo. Y la obra prosperó. El número de religiosos iba creciendo. En 1036 la abadesa de Sant'Ellero, que desde el principio había ayudado a los monjes con libros y vituallas, les hizo donación del terreno, y Juan Gualberto fue nombrado primer abad de Valumbrosa, sin que le valiera la tenaz resistencia que opuso.
La aspiración suprema del nuevo, abad era que en su monasterio se observara perfectamente la regla de San Benito; sin embargo, su culto a la letra del código benedictino no rebasaba los límites de la discreción, y así, por ejemplo, cuando faltaban otros alimentos, no vacilaba en dar carne a sus religiosos. Insistió particularmente en la clausura monástica y nunca quiso aceptar para sus hijos espirituales ministerio alguno fuera del cenobio, pues sabía muy bien que, so color de cura de almas, muchos monjes habrían tal vez perdido la suya propia. Otro punto capital de la observancia valumbrosana era el espíritu de pobreza, tan olvidado en aquellos tiempos: en el hábito, en la mesa, en los edificios, todo debía ser simple, modesto, sobrio, pobre, pues los monjes han renunciado, individual y colectivamente, a toda superfluidad y boato. No para evitar el trabajo, sino a fin de salvaguardar la clausura y evitar a sus monjes, en lo posible, cualquier contacto con el mundo, aceptó el abad Juan Gualberto la institución de los hermanos conversos, recientemente implantada entre los camaldulenses. Y gracias a sus cuidados, a sus continuas exhortaciones y a su ejemplo indeficiente, la vida monástica floreció esplendorosa en Valumbrosa.
Y no sólo en Valumbrosa. Pronto llovieron de todas partes ofertas de fundaciones o de restauraciones de monasterios antiguos y de Valumbrosa la nueva savia empezó a fluir hacia otros centros de vida religiosa, Entonces comenzó para Juan Gualberto la época de las correrías monásticas. Pues no se limitaba a mandar monjes a los lugares en donde eran requeridos, sino que retenía bajo su régimen todos los monasterios fundados o reformados por los valumbrosanos. Era él quien imponía los superiores, quien visitaba las casas, quien corregía y ordenaba todo. El fundador, además, sabía elegir certeramente los lugares desde donde podría ejercer seguro influjo. Así el monasterio de San Salvi, junto a Florencia; el de San Miguel, en Passignano, y el de San Salvador, de Fucecchio, formaban una red que tenían que atravesar casi todos los viandantes que de los países transalpinos se dirigían a Roma, o de Roma se encaminaban a los países de la otra parte de los Alpes. Estas abadías rivalizaban en importancia con la de Valumbrosa, pues el Santo tuvo el acierto de mandar a ellas a sus discípulos más aventajados por la doctrina o por la santidad de vida. De esta guisa era muy grande la influencia ejercida por estos monasterios, donde se vivía la misma vida que en Valumbrosa y se pugnaba por los mismos ideales.
La Iglesia atravesaba tiempos difíciles. Su libertad se veía amenazada, coartada en todas partes; su pureza sufría rudos asaltos. La simonía y el nicolaísmo hacían estragos por doquier. La lucha estaba en el punto crítico. Sobre el trono del Imperio se sentaba Enrique IV; sobre la cátedra de Pedro, San Gregorio VII. ¿Cómo dejaría de acudir el alma ardiente del abad de Valumbrosa en auxilio de la Iglesia? Su celo devorador perseguía, más allá de las fronteras monásticas, dos objetivos principales: restaurar la santidad de la vida cristiana, particularmente entre los eclesiásticos, y restablecer la pureza de la fe. ¿No era ésta la esencia del ideal gregoriano?
La Toscana, su patria, y las regiones colindantes se beneficiaron preferentemente de sus esfuerzos titánicos, de sus carismas de taumaturgo; el clero, sumido en gran parte en el fango del concubinato, experimentó una renovación profunda, hasta el punto de que muchos eclesiásticos empezaron a vivir en comunidad, realizando el ideal que venía predicándose desde los tiempos de los Padres: los fieles abrazaban una vida cristiana más pura y más ferviente. El influjo del abad de Valumbrosa llegó a obtener que en la comarca se restaurara la celebración de la vigilia pascual a su tiempo debido, es decir, durante la noche del Sábado Santo al Domingo de Resurrección.
Pero la gran lucha de Juan Gualberto se desarrolló contra la simonía, que el Santo consideraba como la "primera y la peor de todas las herejías". Según él, debía tratársela con el mismo inflexible rigor que San Pedro usó con Simón Mago. Sus monjes serían huestes aguerridas contra los simoníacos. A los tales, por elevado que fuera el cargo que inicuamente ocuparan, tenían que desenmascararles en público, hacer lo posible para que fueran depuestos cual falsos pastores. La empresa estaba llena de las más espantables dificultades. La fuerza de los obispos simoníacos, respaldados por poderosos amigos y cómplices, era verdaderamente enorme, y muchas veces hacerles frente equivalía a poner en peligro la propia vida. Hubo casos sangrientos, como el ocurrido en el monasterio de San Salvi, cuando el Santo y sus hijos empezaron a proclamar que Pedro Mediabarba, obispo de Florencia, había comprado su sede. Las cosas llegaron a tal punto que una noche el obispo mandó a unos sicarios que maltrataron e hirieron a los religiosos, destrozaron los altares y prendieron fuego al monasterio. Mas tanto Juan Gualberto como sus monjes no cejaron hasta ver depuesto al usurpador.
El abad de Valumbrosa era un santo: de ahí la eficacia de su acción; pero un santo recio, severo, batallador. Poseía el genio que convenía para la obra que Dios le encomendara. Sus biógrafos nos hablan de sus increíbles ayunos, de la extraordinaria pobreza de sus hábitos, de su espíritu de mortificación... y también de su genio extremadamente irascible. "Su austeridad era tanta —dice uno de ellos—, tanta la vehemencia de sus increpaciones, que aquel contra quien se enfadaba experimentaba la sensación de tener contra sí el cielo, la tierra y hasta al mismo Dios." No faltan en sus gestas ejemplos que justifiquen esta frase. En cierta ocasión montó en cólera porque en uno de sus monasterios habían aceptado los bienes de un novicio, y el monasterio ardió. Otra vez, visitando el cenobio de San Pedro de Moscheto, vio que habían construido un edificio mayor y más hermoso de lo que hubiera deseado. Hizo llamar al abad y le preguntó: "¿Eres tú quien se ha edificado esos palacios?" Y, sin guardar respuesta, mandó a un riachuelo que por allí pasaba que destruyera aquel edificio, lo que, en efecto, y casi inmediatamente, hizo.
Tal se nos presenta el anverso del carácter del Santo; el reverso es mucho más simpático. Si se enfadaba tan espantosamente contra los que faltaban en algo, luego, después de la reprimenda, les consolaba con entrañas maternales. Su amor a los pobres llegaba hasta el extremo de entregarles, en tiempos de hambre, el pan de sus monjes, y, cuando no tenía con qué socorrerles, vendía los ornamentos sagrados. San Juan Gualberto, era, además, tan humilde y tal era la reverencia que tenía a todos los grados de la jerarquía eclesiástica, que, aun siendo abad y superior de una congregación monástica, jamás pudieron obligarle a que se dejara ordenar, ni siquiera de órdenes menores.
El santo abad de Valumbrosa murió el 12 de julio de 1073 en el monasterio de Passignano. Pocos días antes hizo escribir para todos sus numerosos hijos espirituales una carta en que les exhortaba a la caridad fraterna. También mandó que escribieran en un trozo de pergamino estas palabras: "Yo, Juan, creo y confieso la fe que los santos apóstoles predicaron y los Santos Padres, en los cuatro concilios ecuménicos, confirmaron". Con este pergamino en la mano murió y, conforme a su voluntad, fue sepultado. Por esta fe católica había combatido el buen combate.
GARCÍA MARÍA COLOMBÁS, O. S. B.
11 jul 2013
No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
* * * * *
Han sido muchos los intentos de atribución de este soneto a uno u otro autor, sin que la crítica se haya sentido suficientemente comprometida a corroborar una autoría, falta de argumentos probatorios suficientes. San Juan de la Cruz, santa Teresa, el P. Torres, capuchino, y el P. Antonio Panes, franciscano perteneciente a la Provincia de Valencia, figuran entre otros de probabilidad más dudosa. La atribución a los dos carmelitas responde al tema del amor desinteresado, que anticipa la mística franciscana, de donde bebe santa Teresa, al menos. El estilo que muestra el soneto, rico en juegos formales, no nos recuerda la riqueza imaginativa que singulariza al de Fontiveros, ni el más simple y llano de la santa abulense. Consta, además, en cartas que conserva la Orden, que antes de las fechas en que vive el P. Torres, los misioneros franciscanos enseñaban este soneto y el Bendita sea tu pureza, del P. Panes, a sus indios americanos, como oraciones cotidianas de la propia devoción seráfica.
El soneto, por su perfecta factura, figura como modélico en todas las antologías que se precien, desde que lo incluyó en la suya de las Cien Mejores Poesías de la lengua castellana don Marcelino Menéndez Pelayo.
Nunca el amor a Cristo crucificado había alcanzado tal grado de pureza e intensidad en la sensibilidad de la expresión poética. En fechas en que la superficialidad cifraba en el temor al destino dudoso del hombre en el más allá, la moción de la piedad popular, este poeta acierta a olvidar premios y castigos para suscitar un amor que, por verdadero, no necesita del acicate del correctivo interesado, sino que nace limpio y hondo de la dolorosa contemplación del martirio con que Cristo rescata al hombre. Esa es la única razón eficaz que puede mover a apartarse de la ingratitud del ultraje a quien llega a amarte de manera tan extrema.
Concluido el desarrollo del tema en el espacio de los dos cuartetos, trazada la preceptiva línea de simetría armoniosa que distingue y define la bondad del soneto clásico, vuelven a retomar el desarrollo temático las dos estrofas restantes, mediante cambios sintácticos que encadenan sucesivas concesiones ponderativas, tendentes a reforzar de manera excluyente y convencida el propósito de amar a Cristo por encima de cualquiera otra consideración espúrea y cicatera.
El estilo es directo, enérgico, casi penitencial por lo desnudo de figuras y recursos ornamentales. No es la belleza imaginativa del lenguaje lo que define a este soneto, sino la fuerza con que se renuncia a todo lo que no sea amar a cuerpo descubierto a quien, por amor, dejó destrozar el suyo. El lenguaje, renunciando a los afeites del lenguaje figurado, se atiene y acopla, en admirable conjunción, desde la forma recia y musculosa, a la mística desnudez del contenido. (Fr. Ángel Martín, o.f.m.)
Santo Evangelio 11 de julio de 2013
Día litúrgico: Jueves XIV del tiempo ordinario
Santoral 11 de Julio: San Benito, abad, patrón deEuropa
Texto del Evangelio (Mt 10,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus Apóstoles: «Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis; dadlo gratis. No os procuréis oro, ni plata, ni calderilla en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; porque el obrero merece su sustento. En la ciudad o pueblo en que entréis, informaos de quién hay en él digno, y quedaos allí hasta que salgáis. Al entrar en la casa, saludadla. Si la casa es digna, llegue a ella vuestra paz; mas si no es digna, vuestra paz se vuelva a vosotros. Y si no se os recibe ni se escuchan vuestras palabras, salid de la casa o de la ciudad aquella sacudiendo el polvo de vuestros pies. Yo os aseguro: el día del Juicio habrá menos rigor para la tierra de Sodoma y Gomorra que para aquella ciudad».
Comentario: Rev. D. David COMPTE i Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
No os procuréis oro, ni plata (...) para el camino
Hoy, hasta lo imprevisto queremos tenerlo previsto. Hoy triunfan los servicios a domicilio. Y si hoy hablamos tanto de paz, quizá es porque estamos muy necesitados de ella. El Hoy del Evangelio toca de lleno estos distintos “hoy”. Vayamos por partes.
Queremos prever hasta lo imprevisible: pronto haremos un seguro por si el seguro nos falla. O cuando uno compra unos pantalones, ¡el dependiente nos ofrece el modelo con manchas o descoloridos incluidos! El Evangelio de hoy, con la invitación a ir desprovistos de equipaje («No os procuréis oro ni plata...»), nos invita a la confianza, a la disponibilidad. Pero alerta, ¡esto no es dejadez! Tampoco improvisación. Vivir esta realidad sólo es posible cuando nuestra vida está enraizada en lo fundamental: en la persona de Cristo. Como decía el Papa Juan Pablo II, «es necesario respetar un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia (...). No se ha de olvidar que, sin Cristo, ‘no podemos hacer nada’ (cf. Jn 15,5)».
También es cierto que proliferan los servicios a domicilio: nada de catering; ahora te hacen la tortilla de patatas en casa. Sirve de icono de una sociedad donde las personas tendemos fácilmente a ir a la nuestra, a organizarnos la vida prescindiendo de los demás. Hoy Jesús nos dice «id»; salid. Esto es, tened en cuenta aquellos que tenéis a vuestro lado. Tengámoslos, pues, realmente en cuenta, abiertos a sus necesidades.
¡Vacaciones, un paisaje tranquilo..., ¿son sinónimos de paz? Parece que tenemos motivos serios para dudar de ello. Quizá muchas veces son un letargo de las zozobras interiores; éstas, más adelante, volverán a despertar. Los cristianos sabemos que somos portadores de paz, es más, que esta paz impregna todo nuestro ser —también cuando a nuestro alrededor encontramos un ambiente hostil— en la medida que seguimos de cerca de Jesús.
¡Dejémonos tocar, pues, por la fuerza del Hoy de Cristo! Y..., «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo» (Juan Pablo II).
San Benito Abad, 11 de julio
11 de julio
SAN BENITO ABAD
(† 547)
"Hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y por nombre." Y fue Benito, el de Nursia. Ha tenido por biógrafo al papa San Gregorio Magno. Pero Benito escribió la Regla de los monasterios, y en ella tenemos retratado su propio vivir cotidiano, observando ya el mismo San Gregorio que Benito, consecuente con su doctrina, fue el primero en observar la norma de vida perfecta que él mismo dictó para monjes observantes, muy distintos de los sarabaítas y giróvagos, plaga de aquellos tiempos.
Nace Benito por los años de 480 en la provincia de Nursia, en los montes Sabinos, no lejos de Roma. Nace en una familia acomodada y tiene, por lo menos, una hermana, por nombre Escolástica.
Ya adolescente, sus padres quieren hacer de él un letrado, un orador, para lo cual le colocan en Roma, asistido en la gran urbe decadente por el aya, que suple las veces de una madre solícita y cariñosa.
Quizá no tiene ya madre en la tierra.
Benito asiste a las aulas de algún rétor y se entrena en la retórica, saliendo discípulo aventajado, como lo demostrará el estilo pulido de su futura Regla, sometido al ritmo o cursus de la elegante prosa entonces en boga.
Pero el joven Benito es un austero montañés, mal avenido con la corrupción de la corte, con el pensar y el vivir de gran parte de la estudiantina, en su mayoría aún pagana. Medita dejar aquel ambiente fétido y malsano, y un buen día sale de la ciudad con dirección a su tierra natal, aunque seguido por su aya, entristecida y alarmada. Se detiene en Afide, parando allí unos meses, conquistándose la simpatía del vecindario, especialmente de su párroco, quien ve en Benito un clérigo ideal, Corre un día la voz de haber recompuesto por arte de milagro un harnero prestado de frágil arcilla.
El que antes desdeñó ser un día gramático o rétor y conseguir con ello un brillante porvenir mundano, huye ahora de la aureola de taumaturgo, buscando un escondido paraje en los cercanos montes, en la cuenca del Anio, hallándolo precisamente junto a unos viejos y desmoronados edificios que habían contemplado las crápulas de la corte neroniana.
Hay allí un embalse artificial y por eso la rocosa cueva por él recogida para mansión se llama cueva de Subiaco (sub-lago).
Enterrado en vida, no habla el intrépido solitario de unos veinte años sino con las alimañas y las aves; de vez en cuando con algún pastor de ovejas y cabras que penetran en la espesura. Un compasivo monje, Román, le viste el hábito monacal y, a hurtadillas de su abad, le propina el necesario alimento, quitándolo de su propia boca.
Ya empieza, contra el todavía imberbe, pero bravo mancebo solitario, la guerra del enemigo malo, rompiéndole a pedradas la esquila que le avisa cuando Román le descuelga por el peñasco la cestilla de pobres provisiones.
Y luego, una ruda tentación carnal, de la que Benito sale triunfador, lanzándose desnudo en el próximo zarzal. Escarmentada la carne, no volverá a rebelarse contra el espíritu.
Ahora le espera al asceta otro género de palestra. Ha visto los peligros de la completa soledad, y, cuando monjes del cenobio de Vicovaro le proponen salir de su retiro y ser su abad, Benito lo consiente, bien que temeroso de su edad y quizá también de un posible fracaso, pareciéndole difícil enderezar a hombres avezados a la indisciplina.
El que hasta entonces había vivido "solo consigo, a la vista del Supremo Inspector", vivirá en adelante con otros en la vida cenobítica o de comunidad, que él considera como la más fuerte y más segura.
Y funda en las cercanías doce conventos con doce monjes cada uno, por el patrón de los monasterios pacomianos del Egipto, en los que oración y trabajo manual están sabiamente organizados.
El abad Benito admite en su convento a gentes de toda edad y condición, a ricos y a pobres, a bárbaros y a romanos, a esclavos y a libres y libertos, con un admirable sentido de cristiana igualdad, porque —dice— "en Cristo todos somos uno y servimos en una misma milicia".
Admite incluso niños, esos pueri oblati, las luego célebres Escuelas monacales, seminario de sabios y de santos.
Entre esos niños ofrecidos por sus padres como ofrenda a Dios con una oblación ritual, están los hijos de dos patricios romanos, Plácido y Mauro, los benjamines de la familia monacal. Con ellos sale cierto día y hace manar copiosa fuente, muy necesaria, dentro del cerco de piedras colocadas por ellos, y entre Mauro y Benito, éste que manda, aquél que obedece, extraen del fondo del lago a Plácido, tragado por las aguas, caminando Mauro a pie, enjuto, sobre el líquido cristal azulado hasta asirlo por el largo cabello.
Pasan días y años en la paz benedictina, entre el ora et labora, dos alas que sostienen al alma en su vuelo. Pero el enemigo, que nunca duerme, concita los ánimos de ciertos monjes revoltosos contra su joven abad, mal avenido con toda liviandad, y quizá demasiado recto para ellos. Murmuran, forcejean, y, al fin, intentan envenenarle con el vino. Mas, ¡oh prodigio! al bendecirlo en el refectorio, quiébrase el vaso. Como el presbítero Florencio, hombre influyente y disoluto, atenta también contra su vida, Benito, siempre sereno, reunida la comunidad, se despide de ella y camina hacia el sur con algunos hermanos adictos a su persona y a la Regla. Entre éstos se cuenta el obediente Mauro, está también el cariñoso cuervo, que grazna y revolotea en torno de la comitiva, cual celoso can, fiel guardador de su amo.
Y llegan juntos a la lejana villa de Cassino, ascendiendo al castro romano que domina el fértil y sonriente valle. Destruidos los simulacros de las divinidades gentiles, los monjes peregrinos establecen allí la vida monástica, aprovechando los muros de antiguos templos y fortaleza. Montecassino será en adelante un místico castillo, una atalaya desde donde los monjes oteen al mundo y calen las nubes en la oración, aunque bajen a librar las batallas del Señor cuando el interés del prójimo así lo demanda.
El monasterio de Benito, "escuela práctica del divino servicio", estará desde ahora constituido por el patrón del cenobio basiliano. En él madura sus experiencias anteriores. Si desde su infancia demostró cierta madurez de anciano, cor gerens senile, podía adiestrarse más y más, y perder quizás algún resabio de aquella nursina durities, característica de su tierra natal. Nadie ya osa envenenar al "venerable varón de Dios, lleno del espíritu de todos los justos".
Quien no le deja en paz es su eterno émulo, Satán, contra cuya picaresca y furia tiene siempre el recurso de la oración y el signo de la santa cruz. A veces bástale el desprecio para fugarlo, cuando le molesta con ruidos, cuando le llama: Maledicte! al no contestarle si le dice: Benedicte!
Y es natural que el diablo le persiga cuando también Benito le persigue él mismo y sus monjes, quemando sus simulacros y derribando sus aras, levantando un bastión espiritual inexpugnable. En él se libran batallas y se adiestran los soldados de Cristo "verdadero Rey, empleando, ante todo, las preclaras y fortísimas armas de la santa obediencia, amando y sirviendo a ese magno Rey que ni muere ni es infiel a sus promesas".
El asedio diabólico llega a ser tan rabioso, que le mata un joven monje, de noble familia, derribando cierto día la pared en construcción. Pero Benito abad arrebata su presa a la muerte voraz. La guerra contra Benito no difiere mucho de las célebres tentaciones del abad Antonio, patriarca de monjes en Egipto. Menos importancia tuvo el imaginario incendio de la cocina monasterial. Menos también el caso de aquella piedra que, con no ser muy pesada, no pueden moverla entre todos los monjes canteros. Pero no la mueven con palanca, la levantan como una plumilla cuando Benito conjura al diablo en ella asentado. De ahí la medalla y la llamada cruz de San Benito, tan buscada por los fieles.
Otro día lo lanza del cuerpo de un monje, obseso por el maligno, quien le mueve a salirse en seguida de la oración común y aun del monasterio. Entonces el conjuro eficaz es un sonoro bofetón y el monje permanece con los demás en el coro.
Se precisa un instrumento eficaz para que la obra emprendida quede consolidada y perdure hasta el fin de los tiempos; una Regla que resuma la evangélica perfección y recoja el espíritu y la experiencia monástica de Oriente y Occidente.
De ahí la Regla benedictina, la Regla maestra, la Santa Regla, la más sabia y prudente de las Reglas (San Gregorio M.), el código que figurará sobre el altar, junto a la Biblia, en algunos concilios de la Iglesia.
El abad Benito, buen romano, que sabe dictar leyes, pero también cumplirlas, es el primero en el coro a las dos de la mañana, cuando comienza el canto de las divinas alabanzas. El es el más asiduo en la "lección divina" diurna y nocturna, en el trabajo de manos, que ocupa al monje varias horas. No come carne de cuadrúpedos, como tampoco sus monjes, pero sí bebe una discreta hemina o módica ración del generoso vino de la soleada Campania, tan regustado por Horacio.
En el régimen abacial, como "padre que es del monasterio", procura a cada cual lo necesario, sin atender a las envidias, pero también sin demostrar injustas y odiosas preferencias, "amando más, únicamente, al que halla más aventajado en la obediencia", que todo lo resume.
Mira con especial solicitud de padre a los monjes enfermos, enfermos del cuerpo o del alma, viendo en ellos, muy especialmente, a Cristo, como también en los huéspedes.
Redacta un código penal, moderado cual ninguno en aquel tiempo, y antes de acudir al cuchillo de la separación con la oveja obstinada en perderse, discurre su caridad mil ingeniosos ardides, mil remedios de prudente médico y de avisado pedagogo. Aunque no transige en punto a los principios básicos, si alguno delinque descubre el delito con su admirable discreción de los espíritus y reprende en forma severa al par que paternal.
Todo el secreto de la evangélica perfección lo cifra en el complejo que llama humildad. Por los doce grados de ésta el alma llega infaliblemente a la celsitud de la perfección, a la unión de caridad más íntima con Dios, la cual fuga el imperfecto temor. Por eso reprende ásperamente a cierto monje joven y noble, alumbrándole él mismo en la comida, para con ello confundir su secreta y mal dominada soberbia.
Quiere con inflexible lógica que todo sea lo que se dice ser. Así el oratorio ha de servir para orar, no para charlar; el abad, que se llama padre, ha de serlo con todas sus consecuencias. Ha de hacer dulce la vida a sus monjes, como también éstos la del abad, y todo, principalmente, por honor y amor a Cristo.
El mayordomo, que comparte algo de la cura abacial, ha de participar asimismo del espíritu de paternidad con los monjes. No son súbditos de un señor y miembros de una sociedad religiosa, sino miembros de una familia; porque en el monasterio ha de haber cálidas relaciones familiares, Entre hermanos de toda edad, condición y temperamento, débense evitar roces dolorosos y hacer del cenobio una antesala del cielo.
El trato mutuo habrá de ser, no sólo correcto, sino de, licado y exquisito. Ni el tuteo está permitido al monje, porque el amor fraterno no excluye el respeto. Benito guarda siempre un continente noble y señorial, propio de su distinguida cuna. Considera que el monje, quizá de villana extracción, elevado ya por su total entrega a Cristo, adquiere una dignidad que le prohibe todo lo rústico y lo vulgar. Ha aprendido en San Ambrosio que "nobleza es virtud", todavía más que herencia de sangre, quizá viciada y corruptible si no corrompida por el vicio, tan general entre ricos y potentados.
Pero si el padre Benito es un asceta contemplativo y mira al cielo desde la torretta de Montecassino, no por eso desdeña la acción de caridad y de apostolado con aquellos que se debaten en lo bajo del valle contra el pecado y la adversidad.
Desciende con frecuencia, requerido por los grandes o por los humildes. Un día será un clérigo que pide aceite para un remedio urgente; otro día vendrá un pobre aldeano acosado por su brutal acreedor; otro día resucitará al niño de cierto labrador que se lo pide con sencilla fe; una vez recibe en audiencia al bárbaro rey Totila, despidiéndole corregido después de anunciarle que, tras de conquistar Roma, pasará a Sicilia, y al nono año morirá.
Pero, si toda humana desgracia conmueve su corazón, aféctale muy especialmente la ceguera de los que no conocen a Dios ni viven como para gozarle para siempre. Y por eso, aun renunciando al propio gusto, pero sin perder por ello la presencia divina, deja con frecuencia su amada soledad claustral, atendiendo a la salud espiritual de los pueblos comarcanos e iniciando así la labor misionera que luego sus monjes habrán de proseguir y ampliar por todo el Occidente, mereciendo con esto el título de padre de Europa que Dom Guéranger y finalmente el papa Pío XII atribuyeron.
El diálogo con los hombres no impide su dialogar con Dios, pues al que "ve al Creador se le hace angosta toda criatura". De donde él saca mayor luz y fuerza es de su trato con la Divinidad en los divinos misterios, el Opus Dei, la obra de Dios por excelencia, a la que nada se debe anteponer, según él enseña, por ser ellos la fuente de toda santidad, ocupación y obra principal del monje, como de todo buen cristiano.
El abad oficia, sin duda, siquiera en los días solemnes del año litúrgico. Es el primer liturgo de la casa y bien se nota que Benito tiene de Roma la confianza e incluso los poderes sacerdotales, requeridos para ciertos actos, como son la excomunión de unas beatas insolentes con su buen capellán,
En el último decenio de su vivir terreno ve Benito extinguirse algunos luceros de la Iglesia, amigos suyos: el gran Cesáreo de Arlés, como él legislador monástico. Luego el sabio abad de Vivario, Casiodoro, mentor de reyes. Una estrellada noche ha contemplado subir a los cielos, en globo, como de fuego, el alma santa de su buen amigo el obispo de Capua, Germán. Pero más aún le afecta el vuelo de paloma al seno del Esposo de su entrañable hermana, la virgen Escolástica, que ante Dios todavía ha podido mas que el, consiguiendo una furiosa tempestad para alargar unas horas la postrera despedida.
Todo esto le va despegando más y más de todo lo transitorio y apegando a lo eterno, afligiéndole asimismo la precaria situación de la patria y de la Iglesia, mal dirigida por el papa Vigilio, a quien el clero romano tilda de perjuro al credo de Calcedonia. Presiente además, nuevas invasiones y saqueos, el incendio y destrucción de su propio monasterio, salvas únicamente las vidas de sus monjes, y todo junto abate al anciano y facilita su vuelo a las altas esferas, donde se alaba a Dios y se le canta el Aleluya sin cansancio.
Quizá las nieblas invernales impresionan también su salud. Resiste la Cuaresma del 547, pero el Jueves Santo, 21 de marzo, asistiendo a los divinos misterios, siéntese morir y quiere hacerlo de pie, como lo deseaba Vespasiano.
Efectivamente; el bravo atleta de Cristo, de pie, envía su espíritu al Creador, nutrido del cuerpo y sangre de Cristo y oleado, sostenido por sus hijos, que celebran entre alegres y tristes el tránsito, la Pascua de su abad, que les había enseñado a "desear con toda concupiscencia espiritual la vida perdurable y con gozo, la santa Pascua".
Unos monjes, más favorecidos, contemplan su alma voladora subiendo sobre alfombras y entre mágicas luminarias, hasta posarse en el trono prometido a cuantos lo dejaron todo por seguir a Cristo.
Y la luminosa estela que tras él queda en el mundo, no se acaba de borrar. Benito, el Pater, Dux et Magister Benedictus, como dice San Bernardo, apacienta todavía con su doctrina, su vida, su intercesión, a cuantos se cobijan entre los pliegues de su amplia cogulla.
GERMÁN PRADO, O. S. B.
SAN BENITO ABAD
(† 547)
"Hubo un varón de vida venerable, bendito por gracia y por nombre." Y fue Benito, el de Nursia. Ha tenido por biógrafo al papa San Gregorio Magno. Pero Benito escribió la Regla de los monasterios, y en ella tenemos retratado su propio vivir cotidiano, observando ya el mismo San Gregorio que Benito, consecuente con su doctrina, fue el primero en observar la norma de vida perfecta que él mismo dictó para monjes observantes, muy distintos de los sarabaítas y giróvagos, plaga de aquellos tiempos.
Nace Benito por los años de 480 en la provincia de Nursia, en los montes Sabinos, no lejos de Roma. Nace en una familia acomodada y tiene, por lo menos, una hermana, por nombre Escolástica.
Ya adolescente, sus padres quieren hacer de él un letrado, un orador, para lo cual le colocan en Roma, asistido en la gran urbe decadente por el aya, que suple las veces de una madre solícita y cariñosa.
Quizá no tiene ya madre en la tierra.
Benito asiste a las aulas de algún rétor y se entrena en la retórica, saliendo discípulo aventajado, como lo demostrará el estilo pulido de su futura Regla, sometido al ritmo o cursus de la elegante prosa entonces en boga.
Pero el joven Benito es un austero montañés, mal avenido con la corrupción de la corte, con el pensar y el vivir de gran parte de la estudiantina, en su mayoría aún pagana. Medita dejar aquel ambiente fétido y malsano, y un buen día sale de la ciudad con dirección a su tierra natal, aunque seguido por su aya, entristecida y alarmada. Se detiene en Afide, parando allí unos meses, conquistándose la simpatía del vecindario, especialmente de su párroco, quien ve en Benito un clérigo ideal, Corre un día la voz de haber recompuesto por arte de milagro un harnero prestado de frágil arcilla.
El que antes desdeñó ser un día gramático o rétor y conseguir con ello un brillante porvenir mundano, huye ahora de la aureola de taumaturgo, buscando un escondido paraje en los cercanos montes, en la cuenca del Anio, hallándolo precisamente junto a unos viejos y desmoronados edificios que habían contemplado las crápulas de la corte neroniana.
Hay allí un embalse artificial y por eso la rocosa cueva por él recogida para mansión se llama cueva de Subiaco (sub-lago).
Enterrado en vida, no habla el intrépido solitario de unos veinte años sino con las alimañas y las aves; de vez en cuando con algún pastor de ovejas y cabras que penetran en la espesura. Un compasivo monje, Román, le viste el hábito monacal y, a hurtadillas de su abad, le propina el necesario alimento, quitándolo de su propia boca.
Ya empieza, contra el todavía imberbe, pero bravo mancebo solitario, la guerra del enemigo malo, rompiéndole a pedradas la esquila que le avisa cuando Román le descuelga por el peñasco la cestilla de pobres provisiones.
Y luego, una ruda tentación carnal, de la que Benito sale triunfador, lanzándose desnudo en el próximo zarzal. Escarmentada la carne, no volverá a rebelarse contra el espíritu.
Ahora le espera al asceta otro género de palestra. Ha visto los peligros de la completa soledad, y, cuando monjes del cenobio de Vicovaro le proponen salir de su retiro y ser su abad, Benito lo consiente, bien que temeroso de su edad y quizá también de un posible fracaso, pareciéndole difícil enderezar a hombres avezados a la indisciplina.
El que hasta entonces había vivido "solo consigo, a la vista del Supremo Inspector", vivirá en adelante con otros en la vida cenobítica o de comunidad, que él considera como la más fuerte y más segura.
Y funda en las cercanías doce conventos con doce monjes cada uno, por el patrón de los monasterios pacomianos del Egipto, en los que oración y trabajo manual están sabiamente organizados.
El abad Benito admite en su convento a gentes de toda edad y condición, a ricos y a pobres, a bárbaros y a romanos, a esclavos y a libres y libertos, con un admirable sentido de cristiana igualdad, porque —dice— "en Cristo todos somos uno y servimos en una misma milicia".
Admite incluso niños, esos pueri oblati, las luego célebres Escuelas monacales, seminario de sabios y de santos.
Entre esos niños ofrecidos por sus padres como ofrenda a Dios con una oblación ritual, están los hijos de dos patricios romanos, Plácido y Mauro, los benjamines de la familia monacal. Con ellos sale cierto día y hace manar copiosa fuente, muy necesaria, dentro del cerco de piedras colocadas por ellos, y entre Mauro y Benito, éste que manda, aquél que obedece, extraen del fondo del lago a Plácido, tragado por las aguas, caminando Mauro a pie, enjuto, sobre el líquido cristal azulado hasta asirlo por el largo cabello.
Pasan días y años en la paz benedictina, entre el ora et labora, dos alas que sostienen al alma en su vuelo. Pero el enemigo, que nunca duerme, concita los ánimos de ciertos monjes revoltosos contra su joven abad, mal avenido con toda liviandad, y quizá demasiado recto para ellos. Murmuran, forcejean, y, al fin, intentan envenenarle con el vino. Mas, ¡oh prodigio! al bendecirlo en el refectorio, quiébrase el vaso. Como el presbítero Florencio, hombre influyente y disoluto, atenta también contra su vida, Benito, siempre sereno, reunida la comunidad, se despide de ella y camina hacia el sur con algunos hermanos adictos a su persona y a la Regla. Entre éstos se cuenta el obediente Mauro, está también el cariñoso cuervo, que grazna y revolotea en torno de la comitiva, cual celoso can, fiel guardador de su amo.
Y llegan juntos a la lejana villa de Cassino, ascendiendo al castro romano que domina el fértil y sonriente valle. Destruidos los simulacros de las divinidades gentiles, los monjes peregrinos establecen allí la vida monástica, aprovechando los muros de antiguos templos y fortaleza. Montecassino será en adelante un místico castillo, una atalaya desde donde los monjes oteen al mundo y calen las nubes en la oración, aunque bajen a librar las batallas del Señor cuando el interés del prójimo así lo demanda.
El monasterio de Benito, "escuela práctica del divino servicio", estará desde ahora constituido por el patrón del cenobio basiliano. En él madura sus experiencias anteriores. Si desde su infancia demostró cierta madurez de anciano, cor gerens senile, podía adiestrarse más y más, y perder quizás algún resabio de aquella nursina durities, característica de su tierra natal. Nadie ya osa envenenar al "venerable varón de Dios, lleno del espíritu de todos los justos".
Quien no le deja en paz es su eterno émulo, Satán, contra cuya picaresca y furia tiene siempre el recurso de la oración y el signo de la santa cruz. A veces bástale el desprecio para fugarlo, cuando le molesta con ruidos, cuando le llama: Maledicte! al no contestarle si le dice: Benedicte!
Y es natural que el diablo le persiga cuando también Benito le persigue él mismo y sus monjes, quemando sus simulacros y derribando sus aras, levantando un bastión espiritual inexpugnable. En él se libran batallas y se adiestran los soldados de Cristo "verdadero Rey, empleando, ante todo, las preclaras y fortísimas armas de la santa obediencia, amando y sirviendo a ese magno Rey que ni muere ni es infiel a sus promesas".
El asedio diabólico llega a ser tan rabioso, que le mata un joven monje, de noble familia, derribando cierto día la pared en construcción. Pero Benito abad arrebata su presa a la muerte voraz. La guerra contra Benito no difiere mucho de las célebres tentaciones del abad Antonio, patriarca de monjes en Egipto. Menos importancia tuvo el imaginario incendio de la cocina monasterial. Menos también el caso de aquella piedra que, con no ser muy pesada, no pueden moverla entre todos los monjes canteros. Pero no la mueven con palanca, la levantan como una plumilla cuando Benito conjura al diablo en ella asentado. De ahí la medalla y la llamada cruz de San Benito, tan buscada por los fieles.
Otro día lo lanza del cuerpo de un monje, obseso por el maligno, quien le mueve a salirse en seguida de la oración común y aun del monasterio. Entonces el conjuro eficaz es un sonoro bofetón y el monje permanece con los demás en el coro.
Se precisa un instrumento eficaz para que la obra emprendida quede consolidada y perdure hasta el fin de los tiempos; una Regla que resuma la evangélica perfección y recoja el espíritu y la experiencia monástica de Oriente y Occidente.
De ahí la Regla benedictina, la Regla maestra, la Santa Regla, la más sabia y prudente de las Reglas (San Gregorio M.), el código que figurará sobre el altar, junto a la Biblia, en algunos concilios de la Iglesia.
El abad Benito, buen romano, que sabe dictar leyes, pero también cumplirlas, es el primero en el coro a las dos de la mañana, cuando comienza el canto de las divinas alabanzas. El es el más asiduo en la "lección divina" diurna y nocturna, en el trabajo de manos, que ocupa al monje varias horas. No come carne de cuadrúpedos, como tampoco sus monjes, pero sí bebe una discreta hemina o módica ración del generoso vino de la soleada Campania, tan regustado por Horacio.
En el régimen abacial, como "padre que es del monasterio", procura a cada cual lo necesario, sin atender a las envidias, pero también sin demostrar injustas y odiosas preferencias, "amando más, únicamente, al que halla más aventajado en la obediencia", que todo lo resume.
Mira con especial solicitud de padre a los monjes enfermos, enfermos del cuerpo o del alma, viendo en ellos, muy especialmente, a Cristo, como también en los huéspedes.
Redacta un código penal, moderado cual ninguno en aquel tiempo, y antes de acudir al cuchillo de la separación con la oveja obstinada en perderse, discurre su caridad mil ingeniosos ardides, mil remedios de prudente médico y de avisado pedagogo. Aunque no transige en punto a los principios básicos, si alguno delinque descubre el delito con su admirable discreción de los espíritus y reprende en forma severa al par que paternal.
Todo el secreto de la evangélica perfección lo cifra en el complejo que llama humildad. Por los doce grados de ésta el alma llega infaliblemente a la celsitud de la perfección, a la unión de caridad más íntima con Dios, la cual fuga el imperfecto temor. Por eso reprende ásperamente a cierto monje joven y noble, alumbrándole él mismo en la comida, para con ello confundir su secreta y mal dominada soberbia.
Quiere con inflexible lógica que todo sea lo que se dice ser. Así el oratorio ha de servir para orar, no para charlar; el abad, que se llama padre, ha de serlo con todas sus consecuencias. Ha de hacer dulce la vida a sus monjes, como también éstos la del abad, y todo, principalmente, por honor y amor a Cristo.
El mayordomo, que comparte algo de la cura abacial, ha de participar asimismo del espíritu de paternidad con los monjes. No son súbditos de un señor y miembros de una sociedad religiosa, sino miembros de una familia; porque en el monasterio ha de haber cálidas relaciones familiares, Entre hermanos de toda edad, condición y temperamento, débense evitar roces dolorosos y hacer del cenobio una antesala del cielo.
El trato mutuo habrá de ser, no sólo correcto, sino de, licado y exquisito. Ni el tuteo está permitido al monje, porque el amor fraterno no excluye el respeto. Benito guarda siempre un continente noble y señorial, propio de su distinguida cuna. Considera que el monje, quizá de villana extracción, elevado ya por su total entrega a Cristo, adquiere una dignidad que le prohibe todo lo rústico y lo vulgar. Ha aprendido en San Ambrosio que "nobleza es virtud", todavía más que herencia de sangre, quizá viciada y corruptible si no corrompida por el vicio, tan general entre ricos y potentados.
Pero si el padre Benito es un asceta contemplativo y mira al cielo desde la torretta de Montecassino, no por eso desdeña la acción de caridad y de apostolado con aquellos que se debaten en lo bajo del valle contra el pecado y la adversidad.
Desciende con frecuencia, requerido por los grandes o por los humildes. Un día será un clérigo que pide aceite para un remedio urgente; otro día vendrá un pobre aldeano acosado por su brutal acreedor; otro día resucitará al niño de cierto labrador que se lo pide con sencilla fe; una vez recibe en audiencia al bárbaro rey Totila, despidiéndole corregido después de anunciarle que, tras de conquistar Roma, pasará a Sicilia, y al nono año morirá.
Pero, si toda humana desgracia conmueve su corazón, aféctale muy especialmente la ceguera de los que no conocen a Dios ni viven como para gozarle para siempre. Y por eso, aun renunciando al propio gusto, pero sin perder por ello la presencia divina, deja con frecuencia su amada soledad claustral, atendiendo a la salud espiritual de los pueblos comarcanos e iniciando así la labor misionera que luego sus monjes habrán de proseguir y ampliar por todo el Occidente, mereciendo con esto el título de padre de Europa que Dom Guéranger y finalmente el papa Pío XII atribuyeron.
El diálogo con los hombres no impide su dialogar con Dios, pues al que "ve al Creador se le hace angosta toda criatura". De donde él saca mayor luz y fuerza es de su trato con la Divinidad en los divinos misterios, el Opus Dei, la obra de Dios por excelencia, a la que nada se debe anteponer, según él enseña, por ser ellos la fuente de toda santidad, ocupación y obra principal del monje, como de todo buen cristiano.
El abad oficia, sin duda, siquiera en los días solemnes del año litúrgico. Es el primer liturgo de la casa y bien se nota que Benito tiene de Roma la confianza e incluso los poderes sacerdotales, requeridos para ciertos actos, como son la excomunión de unas beatas insolentes con su buen capellán,
En el último decenio de su vivir terreno ve Benito extinguirse algunos luceros de la Iglesia, amigos suyos: el gran Cesáreo de Arlés, como él legislador monástico. Luego el sabio abad de Vivario, Casiodoro, mentor de reyes. Una estrellada noche ha contemplado subir a los cielos, en globo, como de fuego, el alma santa de su buen amigo el obispo de Capua, Germán. Pero más aún le afecta el vuelo de paloma al seno del Esposo de su entrañable hermana, la virgen Escolástica, que ante Dios todavía ha podido mas que el, consiguiendo una furiosa tempestad para alargar unas horas la postrera despedida.
Todo esto le va despegando más y más de todo lo transitorio y apegando a lo eterno, afligiéndole asimismo la precaria situación de la patria y de la Iglesia, mal dirigida por el papa Vigilio, a quien el clero romano tilda de perjuro al credo de Calcedonia. Presiente además, nuevas invasiones y saqueos, el incendio y destrucción de su propio monasterio, salvas únicamente las vidas de sus monjes, y todo junto abate al anciano y facilita su vuelo a las altas esferas, donde se alaba a Dios y se le canta el Aleluya sin cansancio.
Quizá las nieblas invernales impresionan también su salud. Resiste la Cuaresma del 547, pero el Jueves Santo, 21 de marzo, asistiendo a los divinos misterios, siéntese morir y quiere hacerlo de pie, como lo deseaba Vespasiano.
Efectivamente; el bravo atleta de Cristo, de pie, envía su espíritu al Creador, nutrido del cuerpo y sangre de Cristo y oleado, sostenido por sus hijos, que celebran entre alegres y tristes el tránsito, la Pascua de su abad, que les había enseñado a "desear con toda concupiscencia espiritual la vida perdurable y con gozo, la santa Pascua".
Unos monjes, más favorecidos, contemplan su alma voladora subiendo sobre alfombras y entre mágicas luminarias, hasta posarse en el trono prometido a cuantos lo dejaron todo por seguir a Cristo.
Y la luminosa estela que tras él queda en el mundo, no se acaba de borrar. Benito, el Pater, Dux et Magister Benedictus, como dice San Bernardo, apacienta todavía con su doctrina, su vida, su intercesión, a cuantos se cobijan entre los pliegues de su amplia cogulla.
GERMÁN PRADO, O. S. B.
10 jul 2013
Santo Evangelio 20 de julio de 2013
Día litúrgico: Miércoles XIV del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mt 10,1-7): En aquel tiempo, llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el mismo que le entregó. A éstos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca».
Comentario: Rev. D. Fernando PERALES i Madueño (Terrassa, Barcelona, España)
Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca
Hoy, el Evangelio nos muestra a Jesús enviando a sus discípulos en misión: «A éstos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones» (Mt 10,5). Los doce discípulos forman el “Colegio Apostólico”, es decir “misionero”; la Iglesia, en su peregrinación terrena, es una comunidad misionera, pues tiene su origen en el cumplimiento de la misión del Hijo y del Espíritu Santo según los designios de Dios Padre. Lo mismo que Pedro y los demás Apóstoles constituyen un solo Colegio Apostólico por institución del Señor, así el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, y los Obispos, sucesores de los Apóstoles, forman un todo sobre el que recae el deber de anunciar el Evangelio por toda la tierra.
Entre los discípulos enviados en misión encontramos a aquellos a los que Cristo les ha conferido un lugar destacado y una mayor responsabilidad, como Pedro; y a otros como Tadeo, del que casi no tenemos noticias; ahora bien, los evangelios nos comunican la Buena Nueva, no están hechos para satisfacer la curiosidad. Nosotros, por nuestra parte, debemos orar por todos los obispos, por los célebres y por los no tan famosos, y vivir en comunión con ellos: «Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de los ancianos como a los Apóstoles» (San Ignacio de Antioquía). Jesús no buscó personas instruidas, sino simplemente disponibles, capaces de seguirle hasta el final. Esto me enseña que yo, como cristiano, también debo sentirme responsable de una parte de la obra de la salvación de Jesús. ¿Alejo el mal?, ¿ayudo a mis hermanos?
Como la obra está en sus inicios, Jesús se apresura a dar una consigna de limitación: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca» (Mt 10,5-6) Hoy hay que hacer lo que se pueda, con la certeza de que Dios llamará a todos los paganos y samaritanos en otra fase del trabajo misionero.
Aprendiendo con María a vivir la Eucaristía
Aprendiendo con María a vivir la Eucaristía
apostoloteca.org
Porque María estuvo presente en medio de la Iglesia primitiva, después de la resurrección y ascensión de su Hijo Jesucristo. Ella, junto con los apóstoles y los primeros discípulos, vivió las primeras eucaristías.
Por eso, el Papa Juan Pablo afirma que “María puede guiarnos hasta este Santísimo Sacramento, porque tiene una relación profunda con él.” A tal punto es verdad esto, que no duda el Papa en llamarla la mujer eucarística. Pero María no es la mujer eucarística solo por ser de las primeras en participar de la Eucaristía, toda su vida es quien la constituye, la mujer eucarística, siempre guía y modelo para toda la Iglesia.
Hay un paralelo y alegoría entre María como esposa y como madre con la Eucaristía. Si el matrimonio es una alianza y la eucaristía también, María hizo una alianza con el mismo Dios, cuyo verdadero esposo era el Espíritu Santo, concibiendo al Hijo de Dios y dándole la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.
La alianza matrimonial de la Virgen María, como la alianza de todos los esposos, llevó a la Virgen, por una parte, a una fidelidad total, hasta el punto de hacer la voluntad de Dios como su esclava. Y por otra parte, permaneció en el amor con José y con su Hijo Jesús, hasta estar toda su vida junto a Cristo y no solamente en el Calvario.
La Virgen María vivió como todo padre de familia, la dimensión sacrificial de la Eucaristía, siendo víctima junto con su Hijo, en la cruz, mediante su compasión, pero desde antes, aceptando la espada de dolor que atravesó su alma por causa de su Hijo.
También la Virgen, no solo recibió a Jesús eucarístico, sino que asumió su compromiso de darle forma en la comunidad de sus seguidores, los cristianos, a quienes recibió al pié de la cruz, en la persona de Juan, como sus hijos.
Fuente: apostoloteca.org
San Cristóbal.- 10 de julio
10 de julio
SAN CRISTÓBAL
(† s. III)
Aguerrido y asaz petulante es el mozo. Sueña con aventuras y se ha propuesto no cejar en el empeño. Sabe que tiene buen porte y anda muy pagado de su figura gentil. Tan airosa es su facha que, andando los siglos, se leerá en el himno antiguo del Breviario Toledano: "Elegans statura, mente elegantior, —Visu fulgens, corde vibrans,— Et capillis rutilans" (Lindo talle, de mejor entendimiento —ojos alegres, corazón ardiente—, y de cabellos rubios rutilantes). Pero el mozo no conoce aún la Luz verdadera y sólo para mientes en sus ansias de gloria.
Se le conoce por varios nombres. Offero, Réprobo, Relicto y Adócimo. Por todos ellos responde el joven, muy pagado de su alcurnia y su linaje. Porque es el unigénito, y primogénito de un rey cananeo, cuya esposa veía transcurrir su vida sin descendencia. Su nacimiento le ha costado muchas lágrimas y muchos rezos.
Relicto —el nombre más usual en sus biografías— ha visto la luz primera en tierra cananea. Acaso en Tiro, acaso en Sidón. Ambas se disputan la supremacía de la Tierra de Promisión, dada por Dios hace muchos años a los hijos de Israel, en premio a los inmensos trabajos que padecieron por espacio de cuatro centurias uncidos a la tiranía de los faraones.
Ambas ciudades envuelven su cuna en leyendas mitológicas, y de ellas habla la Biblia en sus primeros libros. El Génesis (10, 19) designa a Sidón ya con este nombre, y en el libro de Josué (11, 8) Tiro pasa por ser una plaza fuerte.
Ambas asimismo rivalizaron en importancia y lucharon con denuedo para irrogarse la supremacía del mar, detentada a la postre por Tiro, madre de ciudades, como Hipona y Cartago, en Africa del Norte.
Las dos aportaron la madera incorruptible de los famosos cedros para el Templo que Salomón levantara a Yahvé, el Dios único. Hiram, rey de Tiro, había recibido del más sabio de los hijos de los hombres apremiante mensaje: "Quiero edificar a Yahvé, mi Dios, una casa como se lo manifestó Yahvé a mi padre David, diciendo: "Tu hijo al que pondré yo en tu lugar sobre tu trono, edificará una casa a mi nombre". "¡Manda, pues, cortar para mí cedros en el Líbano; mis siervos se unirán a los tuyos, y yo te daré lo que tú me pidas, pues bien sabes que no hay entre nosotros quien sepa labrar la madera como los sidonios".
Hiram contestó: "He oído lo que has mandado a decir. Haré lo que me pides en cuanto a la madera de cedros y cipreses. Mis siervos los bajarán del Líbano al mar y yo los haré llegar en balsas, hasta el lugar que tú me digas. Allí se desatarán y tú los tomaras, y cumplirás mi deseo proveyendo de víveres mi casa" (3 Reg. 5).
Por "el país de Tiro y de Sidón" pasó Jesús derramando mercedes. "Señor, hijo de David, ten lástima de mi: mi hija es cruelmente atormentada del demonio" (Mt. 15, 22), oyó el Maestro en estas tierras, cuyos habitantes supieron de la majestad omnipotente del Hijo de Dios y merecieron sus palabras de consuelo y esperanza "¡Ay de ti, Corozain!, ¡ay de ti, Betsaida!, que si en Tiro y en Sidón se hubiesen hecho los milagros que se han obrado en vosotras, tiempo ha que habrían hecho penitencia, cubiertas de ceniza y de cilicio. Por tanto, os digo que Tiro y Sidón serán menos rigurosamente tratadas en el día del juicio que vosotras."
Mas la historia no cuenta para Relicto, quien sólo piensa en aventuras y en oropeles. ¿Le empujan acaso los soberbios bajeles que el mozo contempla en el puerto de Tiro o en el de Sidón, y con los cuales ambas ciudades siguen manteniendo su hegemonía marítima, heredada de siglos, por el Mediterráneo? ¿O quizá su noble alcurnia, pues se sabe hijo de un rey o virrey, con poder y con súbditos? Tal vez su noble facha y gigantesca robustez. "Era además —escribe uno de sus biógrafos— de enorme robustez, hercúlea fuerza y de tan apuesta y agradable figura, noble aspecto y disposición en su persona, que atraía a sí los ojos de cuantos le miraban".
Para su sed de glorias, espoleada por su noble porte, Relicto pone su espada al servicio del rey. Pero un rey poderoso, no el que rige aquellos territorios. El apuesto mozo toma a deshonra servir a un monarca corto de talla y de glorias. ¿Cómo Relicto, de estatura gentil, de ojos ardientes y de cabellos rubios, valeroso y aguerrido, gigante membrudo, puede rendir su espada invicta ante un insignificante reyezuelo?
"Púsose a considerar su elegante estatura, sus extraordinarias fuerzas, su corazón animoso, su valor tan celebrado, y, hallándose sirviendo a un rey cananeo, que, a la cuenta, o no era de mucha fama, o tenía cortas prendas para la corona, se desdeñó de servir como vasallo humilde a quien sólo le excedía en la fortuna del cetro, Pues muchas veces concedió la fortuna (en fin, como ciega y loca) las reales insignias a muchos que aun para ser mandados eran indignos. Y si abandonamos el fabuloso nombre de la fortuna, pues los cristianos no reconocemos fortuna fabulosa, sino decretos y permisiones de la divina Providencia, tal vez concedió Su Majestad el cetro a quien era indigno del trono porque no merecían los pueblos otra cosa que sus culpas, y no es éste el menor testigo de la ira, pues siente mucho el súbdito el golpe del azote cuando viene por mano del que debe ser en la república, no tirano, sino padre".
No quería el mozo mandar, sino ser mandado. Ansiaba sólo servir, pero buscaba rey que fuese digno de ser servido. "Soy discreto —pensaba—, robusto, galán, entendido, valeroso, y ¿he de sujetarme a quien considero indigno de mandar?"
Así, pues, deja Relicto aquellos lugares donde transcurriera su niñez y se pone en camino a la busca del rey mayor de la tierra. Tropiézase con Gordiano, emperador de Roma, empeñado a la sazón en lucha tenaz contra los persas.
Admiróse el monarca de la prócer estatura del nuevo soldado, enamoróse de su bizarría y se aficionó al valor que demostraba.
Llegado hasta el rey, Relicto habló sin miedo y sin tacha: "Yo, oh rey soberano, busco al mayor rey de la tierra, al rey de la mayor fama; no por interés villano de riquezas y hacienda, sino sólo por la noble codicia de honra y fama, que mis prendas, mi valor, mi gigantesca estatura, no son para servir a reyes pequeños, sino para emplearse en servicio del mayor rey del mundo. Yo allá, en Caná, servía a mi rey; mas me pareció que a un rey pigmeo no debía servir un soldado gigante. Sediento de triunfos, busqué al mayor rey de la tierra, y oí decir que a esta hora tú eras en la tierra el rey más famoso. Por eso dejé aquel rey y vengo a servirte a ti; porque ya que mi estrella me conduce a servir como vasallo, sólo he de servir al que es el mayor rey del mundo".
Pagóse el rey de la libertad de la respuesta, o "acaso por la lisonja de oírle decir que era celebrado en la tierra por el rey mayor; que este pestilente aire de la lisonja suena, mejor que en otros, en los reales oídos. Facilísimamente pasa al pecho, que es un cebo muy dulce, y gana tanto la voluntad que pocas veces se le cierran las puertas del corazón.
Entra Relicto a formar parte de las tropas del rey, y tanto es su valor y tanta su destreza en el combate, que el monarca lo tiene junto a sí en los momentos de peligro.
Y, cuando vuelven las banderas victoriosas, el monarca abre sus salones a la alegría del triunfo. Relicto asiste a la fiesta, y contempla con asombro que el rey palidece cuando uno de los juglares exalta el poder de Satán.
"Luego Satán es más poderoso que mi rey —piensa Relicto—. He de ponerme a su servicio."
"Relicto no era el primero ni el último hombre que entre los de su estirpe creyeran en Satán, el antagonista del hombre, el príncipe de este mundo; le concebía como encarnado y real, y como a tal le seguía".
Sale Relicto al encuentro de Satán, "el rey más poderoso de la tierra". Únese a su cortejo, presto a desenvainar la espada tan pronto el enemigo haga acto de presencia. Gran algarabía reina en los ejércitos de Satán. Mas Relicto observa que todos palidecen cuando divisan una cruz en el camino. Satán ordena un largo rodeo. El soldado se extraña.
—¿No viste una cruz que estaba en el camino real? —responde malhumorado Satán a las preguntas del gigante.
—La divisé, como todos los demás.
—Pues sabe que sólo por no pasar junto a ella me aparté del camino, aunque conocía la grave molestia que se le seguía a mis gentes.
—Pues, ¿qué mal te hace aquella cruz? ¿Es más que un palo? ¿Es más que un madero? Yo paso junto a ella sin susto —respondió, desdeñoso, Relicto.
—Esa cruz que has visto es insignia de un capital enemigo mío, que se llama Cristo. Un hombre que, por malhechor, ha muerto crucificado en esa cruz.
—¿Qué Señor es ése que tanta virtud da desde esa señal que ella sola llena tu pecho de pavor?
Satán permanecía callado. No quería confesar su derrota. Relicto insistía.
—¿No dices que ya murió en esa cruz? Pues, ¿qué te asusta, si ya perdió la vida?
Ante el mutismo de Satán, Relicto toma una decisión tajante.
—"Yo voy a buscar a este Cristo, que es, sin duda, más poderoso que Satán."
"Con qué suavidad, oh Cristóbal! —exclama fray Tomas Monzón—, te va llevando hacia sí la gracia. Ya da luz a tus pasos para que sigas la dicha. Y más acelerados fueran si este enemigo te hubiera dicho también que Cristo había muerto en esa cruz por ti, por sacarte de su tiranía y redimirte de la esclavitud de la culpa; pero ya lo vas conociendo, y veremos cómo diste pasos tan gigantes que desquitaste todo el tiempo perdido, sacando ventaja en la carrera a muchos que lo conocieron con más tiempo".
Ya tenemos a Cristóbal soldado de Cristo, "El joven licencioso, pagano, que recorre el mundo en busca de la felicidad, pero está preocupado de hallar la verdad y acallar su conciencia, que le reprende sus extravíos, ha encontrado el verdadero camino, la auténtica dicha."
La leyenda esmaltó con bellas narraciones la vida del gigantesco soldado de Cristo. Resulta complicado y harto difícil discernir la fantasía de la verdad. La gran popularidad de San Cristóbal, perpetuada en copiosa iconografía, desparramada por todo el mundo, contribuyó poderosamente a la exaltación de tales gestas, basadas en hechos reales, pero salpicadas con fuertes dosis de imaginación.
No puede negarse la existencia del mártir. "Fue —afirma el padre Cascón— más que suficientemente probada por el jesuita Nicolás Serario en su tratado sobre las letanías (Litaneutici) (Colonia 1609), y por Molanus en su Historia de las pinturas e imágenes sagradas (De picturis et imaginibus sacris) (Lovaina 1570)."
La corroboran "los testimonios de los Bolandos, críticos eclesiásticos cuya misión es examinar los documentos relacionados con los santos, especialmente de los primeros tiempos, para depurarlos de lo que en ellos haya podido mezclarse de legendario, reduciendo la tradición a los límites lógicos que, como fuente de la historia, pueden admitirse".
La patentizan los martirológios y misales antiguos, y el breviario mozárabe, en los que se alude a la existencia de Cristóbal, "mártir de Cristo bajo el reinado de Decio, emperador", y "en Licia, San Cristóbal, mártir, el cual en el imperio de Decio, deshecho con varillas de hierro y librado, por virtud de Cristo, de la voracidad de las llamas, finalmente acribillado a saetas y cortada la cabeza, consumó el martirio".
El Martirologio da el 25 de julio como fecha de la muerte de Cristóbal, en cuyo día la Iglesia proclama el triunfo del Santo. Por coincidir la efemérides con la festividad de Santiago, Patrón de España, se traslada la conmemoración del martirio de San Cristóbal al 10 del mismo mes, en memoria de un singular prodigio acaecido en Valencia.
Dan fe, por último, las numerosas reliquias del mártir, desperdigadas por España. Se asegura que en el año 258, poco después de su martirio, fueron traídas a nuestra Patria las reliquias del mártir. Un brazo se conserva en Santiago de Compostela, una mandíbula en Astorga, y Toledo y Valencia poseen asimismo otras reliquias venerandas del insigne soldado de Cristo.
¡Cristóbal, soldado de Cristo! Ya sirve a un Señor, que a nadie teme y de todos es temido. Ha muerto en la cruz, ante la que tiembla Satán y ante la que se arrodilla humilde un viejo ermitaño.
—Decidme, hermano, ¿dónde he de encontrar a ese Cristo, Rey más poderoso que todos los pasados? —pregunta, sumiso, el arrogante soldado al eremita.
—¿Para qué queréis hallarlo?
—Con ánimo resuelto de servirle.
"Regocijóse en extremo el siervo de Dios con la ocasión tan buena que se le venía a las manos, conociendo que el Señor se la enviaba para que ilustrase aquel ciego entendimiento con las luces de la fe, transformando aquel corazón bruto en un diamante peregrino que pudiese servir de anillo en la divina mano".
Déjase Relicto instruir por el ermitaño, quien va descubriéndole los misterios de la fe verdadera.
—¿Cómo he de servir a mi nuevo Señor? —ínstale Relicto.
—Con la oración y el ayuno.
—No sé rezar.
—Ayuna entonces.
—¿No ves mi corpulenta estatura? He de comer más que los otros para mantenerme.
—Sírvele entonces con tu estatura y tu fuerza. Ayuda a vadear el torrente a los caminantes que lo precisen.
Relicto obedece al ermitaño. Su cuerpo gigantesco transporta a nado sobre sus hombros a los que no se atreven a vadear el peligroso río.
De esta guisa comenzó el nuevo soldado de Cristo a servir a su Señor. Hasta que un día divisó un niño bien pequeño en la misma ribera del río. Preguntóle qué deseaba y el pequeño le respondió que le pasase a la otra orilla. Tomóle Relicto y se lo puso al hombro, teniendo por cosa de juguete el peso.
Dejemos a uno de los biógrafos narrarnos el milagroso hecho, cuya autenticidad no parece probada, pero que, sin embargo, inspiró la iconografía del Santo más difundida desde el Medievo.
"Cristóbal entró animoso al río con su báculo, como jugueteando con las ondas; pero a pocos lances conoció que aquel alto bajel se iba a pique, arrebatado de la furia de la corriente. Crecían las aguas, entumecíanse las olas; procuraba cortarlas valiente, haciendo en la arena pie firme; por nada le valía, porque el pequeño Niño que llevaba en sus hombros tanto le abrumaba con el peso que si él mismo no le diera (aunque él no lo conocía) la mano, como a San Pedro, para librarle del naufragio, en ellas hubiera hallado Cristóbal su sepultura. Rendido, como sudando y gimiendo, salió a la orilla y puso (bien que admirado) al Niño en la arena, y le dijo al que imaginaba niño estas palabras: "¿Quién eres, Niño? En grande peligro me has puesto. Jamás me vi en riesgo de perder la vida, sino hoy, que te llevé sobre mi espalda. Las coléricas aguas aumentaban su enojo, y Tú ibas multiplicando el peso. No pesabas tanto al principio. ¿Quién eres, Niño, que tan en la mano tienes hacerte ligero o pesado? Creo que más pesas Tú que el mundo, pues éste no me acobardara con el peso, aunque me lo echara al hombro".
Entonces Cristóbal oyó la respuesta que le abriría de par en par las puertas de la gracia y le señalaría el nombre que habría de adoptar en el bautismo.
"Te llamarás Cristóforo, porque has llevado a Cristo sobre tus hombros. No te admires, Cristóbal, de que yo te pese más que el mundo, aunque me ves tan niño; porque peso yo más que el mundo entero. Yo soy de este mundo que dices, el único Criador; y así no sólo al mundo, sino al Criador del mundo, has tenido sobre tus hombros. Bien puedes gloriarte con el peso: Yo soy Cristo: Yo soy ese Señor que buscas: Ya hallaste lo que deseas, y a quien has servido tanto en estas obras piadosas, y, aunque sobra mi palabra para crédito de mi verdad, pues sólo porque yo lo digo tiene su firmeza la fe, ejecutaré un prodigio para que conozcas la grandeza de este Niño pequeño. Vuélvete a tu casa, no tienes ya que temer las olas. Fija en la tierra ese árido tronco que te sirve de báculo, que mañana le verás no sólo florido, sino coronado de frutos".
Y el prodigio fue. A la mañana siguiente la estaca seca plantada en el suelo se había trocado en esbelta palmera cuajada de frutos.
¡Cristóbal, portador de Cristo! De cuatro maneras —observa monseñor Tihamer Toth— llevó el gigantesco soldado a su nuevo Señor. Sobre sus hombros, cuando el paso del río; en los labios, por la confesión y predicación de su nombre; en el corazón, por el amor, y en todo el cuerpo, por el martirio.
Ya está preparado Cristóbal para recibir el bautismo. Se lo administra el santo patriarca Babilas en la basílica de Antioquía. Relicto cambia de nombre al profesar su fe en el Redentor. De aquí en adelante se llamará Cristóbal, es decir, portador de Cristo.
Mas quien ha llevado una vez a Cristo sobre sus hombros ha de llevarlo siempre con su ejecutoria. De nuevo la tradición aporta una leyenda ejemplar y bellísima.
"Allá en el siglo III de la Iglesia, a un valerosísimo cristiano, de real estirpe, le abofetea en la plaza pública un hombre de vilísima condición.
El soldado le coge con sus puños de hierro. Le derriba en el suelo. Desenvaina la espada y la alza para darle el golpe de muerte.
—¡Mátale, mátale! —grita el gentío que le rodea, indignado por la cobarde y desvergonzada acometida del injuriador...
El soldado, como volviendo en sí, levanta los ojos al cielo, suelta a su ofensor, envaina la espada y dice:
—Le mataría si no fuera cristiano.
-¡Mátale! ¡Mátale! —le grita de nuevo el gentío.
—¿Matarle? Le mataría si no fuera cristiano...".
Aquel valerosísimo cristiano, de real estirpe, había recibido en el bautismo el nombre de Cristóbal.
Mas los días de Cristóbal están ya contados. Su ardoroso celo en la predicación evangélica espolea sus ansias. Licia primero, Samos después, oyen su inflamado verbo y presencian la conversión de muchos gentiles.
Y otra vez fue el prodigio. "En medio de la plaza de Samos se hallaba Cristóbal, a vista de todo el pueblo, arrastrados del prodigio de ver aquel monstruo (por tal le tenían) tan singular. Hablaba y predicaba; pero ni por señas le entendían. Lleváronle a la puerta donde residían los jueces; mas éstos tampoco alcanzaban los intentos de este hombre, porque ni él los entendía ni le entendían ellos, y así eran inútiles todos sus trabajos. No desconfió Cristóbal en medio de su aflicción; y si San Pablo dijo que todo lo podía en el Señor que le confortaba, lo mismo le sucedió a Cristóbal, pues, sabiendo que su Dueño era todopoderoso, y que dio lenguas a sus discípulos en el Cenáculo para que fuesen entendidos de diecisiete naciones distintas, hablando a cada uno en su particular idioma, conoció que aquí podía repetir el mismo prodigio, pues el mismo era su fin, que era predicarles la verdadera fe. Y así, en presencia de los mismos jueces, comenzó a clamar a Dios en oración tan fervorosa y humilde que, al verle todos con las rodillas en el suelo, clavados en el cielo los ojos, puestas las manos en el pecho, y que daba aquellas voces que nadie las entendía, los mismos jueces le volvieron como a loco las espaldas, dejándole como a tal por risa y escarnio del pueblo, que todo lo cercaba, o para ver el fin de aquel prodigio, o para entretenerse con el loco.
Aquí fue donde en medio de la plaza plantó su báculo, y, haciendo breve oración a Dios, se vio convertido en palma por segunda vez, ejecutando Dios aquel milagro por que no tuviesen por loco al que les predicaba a Jesucristo. Mas presto conocieron el fruto de la oración, que ellos, como bárbaros, imaginaron locura. Porque no bien había concluido su oración, cuando la divina gracia le concedió el don de lenguas, y con el nuevo favor comenzó a predicar de Dios las maravillas".
Llegó a oídos del rey Dagón el portentoso suceso, del que fuera protagonista uno de los cristianos, a quienes tenía ordenado por el emperador Decio su persecución y encarcelamiento. Mandó entonces el soberano soldados para que le prendieran, pero no se atrevieron y regresaron a palacio Sin Cristóbal. Enojóse sobremanera el monarca y redobló la guardia con la orden terminante de que condujesen a prisión al alborotador.
Dejóse conducir Cristóbal maniatado, como vulgar facineroso, ante la presencia del reyezuelo, quien, colérico y enojado, preguntóle:
—¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas?
—Soy cananeo. Mi nombre no es ahora el mismo que antes tenía. Antes me llamaba Réprobo, y bien decía mí nombre quién yo era, pues tales eran mis obras mientras ciego vivía, como vosotros, en las tinieblas de la gentilidad, que no sólo el nombre, sino todo yo era Réprobo, hijo del demonio, hijo de la perdición. Mas ahora me llamo Cristóbal, porque mí Señor es Cristo, Hijo de Dios verdadero.
—¿Qué nombre es ése? —replicó el tirano, disimulando su enojo—. ¿Es posible que, siendo tú bizarro y generoso cananeo, te sujetes a la vil servidumbre de este Cristo? Ese Cristo no es más que un hombre, que, por ser engañoso y malhechor, le quitaron la vida en una cruz. ¿A quién podrá salvar ese hombre si no pudo salvarse a si mismo? Deja, cananeo, ese nombre de cristiano, y no seas encantador, como ellos. Mira que mis palabras no son sólo amenazas: te aseguro que serán obras, que apuraré los martirios y te daré mil muertes si no sacrificas luego a nuestros dioses.
—Yo soy cristiano y adoro a Jesucristo —respondió con valentía Cristóbal—. A Jesucristo, a quien llevo en mi nombre, llamándome Cristóbal, gloriándome de Él como el apóstol San Pablo, pues le llevo en el nombre, en la boca y en el pecho. Pero tú te llamas Dagón, que quiere decir muerte, porque realmente eres muerte del mundo compañero del demonio; demonios son esos ídolos que adoras, hechuras de manos de hombres.
Montó en cólera el tirano y escupióle indignado.
—Bien se conoce que eres bárbaro cananeo. Bruto eres en el semblante, y de bruto son tus costumbres. Mamaste leche de fieras, y así de fieras son tus obras. No quiero gastar contigo mis palabras. Te mando que sacrifiques a nuestros dioses. Si lo haces te haré singulares honras, estarás a mi lado y serás de los principales de mi reino. Pero si no quieres sacrificar, sabe que infaliblemente has de morir y con los más rigurosos martirios.
Vano empeño del tirano, quien vio sorprendido que ya algunos soldados de su escolta proclamaban en su presencia que eran cristianos. Indignado el reyezuelo, los mandó degollar y recluir a Cristóbal en el calabozo.
De nuevo volvió a su intento Dagón. No se le ocultaba la extraordinaria importancia de que Cristóbal abjurase de sus creencias y sacrificase a los dioses. Preparó hábil estratagema. Niceta y Aquilina, dos cortesanas de vida licenciosa, visitarán a Cristóbal en la prisión y con halagos y seducciones le harán abjurar de su fe.
Mas, al verlas, "levantóse con brío en pie Cristóbal, con un aspecto tan feroz que, al ver la severidad y enojo de su semblante, cayeron en tierra desmayadas las mujeres, creyendo que no tenía más término su vida que hablar Cristóbal la primera palabra, pues rayos son los que arrojan los santos, que quitan la vida a sus enemigos".
Cayeron ambas en tierra, heridas por la gracia, y confesando sus muchas faltas y proclamando su arrepentimiento, imploraron de Cristóbal el perdón.
Dióles ánimos el mártir para que públicamente confesasen a Cristo e increpasen al tirano por su maldad. Llegadas a presencia del rey, echáronle en cara su impiedad y perfidia y burláronse de los falsos dioses, cuyas estatuas arrojaron al suelo ante el asombro de la corte.
Furioso el soberano, ordenó matar a las dos cortesanas, quienes, invocando el auxilio de Cristóbal y renovando su profesión de fe, entregaron sus almas al Creador en medio de crueles tormentos.
"Así fueron las dos coronadas en el mismo día, glorificando a Jesucristo con los mismos cuerpos con que antes le ofendieron".
Todo ello no sirvió más que para exasperar al rey, quien, fuera de sí, recapacitaba la forma de deshacerse de Cristóbal, a quien no podía vencer con halagos y vanas promesas.
Estaban ya contados los días del invicto soldado de Cristo. Ansiaba Cristóbal seguir presto la suerte de las dos convertidas por su virtud y santidad, y ansiaba también el tirano desquitarse de la afrenta infligiendo al Santo nuevos y crueles martirios.
Intentó de nuevo apartarle de la fe con el señuelo de honores y de glorias. Empeño vano. "Lo mismo era persuadirle que adorase sus dioses falsos y que mudase de propósitos, que enternecer una peña o ablandar un bronce", por lo que decidió darle muerte.
Mandó que lo azotasen con varillas de hierro, pero Cristóbal no cesaba de entonar himnos a Dios. Ordenó luego el tirano que le colocasen en la cabeza un casco de hierro al rojo vivo, cuyo tormento soportó el mártir con entereza, saliendo indemne de la dura prueba.
Desesperado el rey, dispuso que tendiesen a Cristóbal sobre una gigantesca parrilla, a fin de que fuese quemado a fuego lento. Mas las llamas respetaron el cuerpo del Santo y derritieron, en cambio, la parrilla.
Tanto prodigio exaspera al tirano, quien ve que la entereza de Cristóbal gana adeptos para la religión cristiana. Ordenó entonces que atasen el reo a un árbol y que cuatrocientos soldados disparasen sin cesar con sus arcos flechas hasta que el cuerpo de Cristóbal se rindiese. Mas Dios tenía dispuesto nuevo prodigio. Porque un día entero pasáronse los soldados arrojando flechas sin que ninguna diese en el blanco. Por el contrario, una de ellas clavóse en el ojo del monarca, quien quedó ciego.
La voz de Cristóbal resonó vibrante.
—Mi fin se aproxima. El Señor prepara ya mi corona; pero no la recibiré hasta mañana por la mañana. Hasta entonces no sanarás. Cuando la espada separe mi cabeza de mi cuerpo, unge tu ojo con mi sangre, mezclada con el polvo, y al punto quedarás sano. Entonces reconocerás quién te creó y quién te ha curado.
A la mañana siguiente, la espada del verdugo separa la cabeza del cuerpo de Cristóbal y el rey hace lo que el mártir le advirtiera. Al punto recobra la visión y, volviendo sus ojos a la verdadera fe, ordena a todos sus súbditos que adoren a Cristo y proscriban los dioses falsos.
Y Gualterio de Espira termina el relato del martirio afirmando que toda la nación siria se apresuró a cumplir el mandato del rey, más por los milagros de Cristóbal que por la orden del monarca.
Es San Cristóbal uno de los catorce santos auxiliadores de la humanidad por su acendrado amor a los hombres y a quienes los cristianos invocan con especial devoción en todas sus necesidades espirituales y materiales. Por haber llevado a Cristo sobre sus hombros, defendiendo al tierno Infante de ser arrastrado por las aguas, la cristiandad comenzó desde el Medievo a colocar su efigie en el interior de las catedrales para que su gigantesca figura ahuyentase a los perseguidores de la Iglesia y defendiese al propio tiempo los tesoros religiosos y artísticos guardados en el templo.
Los himnos litúrgicos proclaman desde muy antiguo la excelsa protección del soldado de Cristo a los caminantes, que no dudan en acogerse a tan excelso patronazgo, y pródiga es nuestra literatura —desde Gualterio de Espira hasta nuestros más modernos poetas, García Lorca y Antonio Machado, pasando por Cervantes— en inspirados cánticos al Patrono de los caminantes. No menos se hizo popular su efigie —siempre colosal y gigantesca, tomando por tema la tierna leyenda del transporte del Niño a través del torrente— que decora muchísimas catedrales y vigila los pasos de los automovilistas. Porque los que van sobre ruedas escogieron por Patrono a San Cristóbal, y cada día cobra mayor auge y esplendor la fiesta litúrgica y son cada vez mas numerosos los que acuden con sus coches a recibir la bendición del Santo, prenda segura de buenos augurios.
Como muestra de la tierna devoción de los caminantes a San Cristóbal recogemos la oración del automovilista, que a diario rezan muchos de los que han de sostener el volante entre sus manos:
"Dame, Dios mío, mano firme y mirada vigilante, para que a mi paso no cause daño a nadie. A Ti, Señor, que das la vida y la conservas, suplico humildemente guardes hoy la mía en todo instante. Libra, Señor, a quienes me acompañan de todo mal: choque, enfermedad, incendio o accidente. Enséñame a hacer uso también de mi coche para remedio de las necesidades ajenas. Haz, en fin, Señor, que no me arrastre el vértigo de la velocidad, y que, admirando la hermosura de este mundo, logre seguir y terminar mi camino con toda felicidad. Te lo pido, Señor, por los méritos e intercesión de San Cristóbal, nuestro Patrono. Amén."
La efigie del coloso soldado de Cristo, colocada en el automóvil o en el camión, habrá salvado más de una vez de peligro cierto a quienes le invocan con devoción y fe.